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Channel: El cine de Solaris
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Suburbicon

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Cercas y fraudes. Interponer límites, estigmatizar y purgar, y actuar, para la propia conveniencia y beneficio, como si no hubiera límites. El recurso espacial de la calle sin salida, sin dirección, donde vive Ray (John Getz), de 'Sangre fácil' (1984), de los hermanos Coen se constituía en emblema de la trama enmarañada y equívoca que se desarrollaba en la narración. En ningún momento cada uno de los protagonistas sabía qué estaba pasando, cada uno haciéndose una falsa idea de lo que ocurría, todos con una perspectiva errónea sobre los demás o sobre los hechos. Una trama sustentada en cómo cada personaje se monta su particular película mental sin al final llegar a esclarecerla y tener una visión clara de conjunto. Pocos años después, según el productor, Joel Silver, escribirían un guión, 'Suburbicon', que intentarían realizar infructuosamente veinte años después. Para el papel del investigador de una agencia de seguros, que encarna Oscar Isaac, consideraron entonces a George Clooney. Este, diez años después, empezó a observar cómo se acentuaba cada vez más en su país una tendencia a convertir a las minorías raciales en chivos expiatorios y a erigir e interponer cercas y muros, como si necesitaran defenderse de una amenaza externa. Una idea en la que incidía, mordazmente, Steven Spielberg en la última secuencia de la magnífica 'El puente de los espías' (2015). Clooney se documentó sobre pasados ejemplos de muros interpuestos en Estados Unidos, y en concreto, con respecto a la etnia afroamericana, se encontró con el particular caso de la familia Myers que intentó asentarse e integrarse, en 1957, en una comunidad de blancos, en Levittown, Pensilvania. Clooney recordó el guión de 'Suburbicon' y decidió incluir el asedio que sufrió esa familia, y así ampliar el aspecto, ya presente, de la integración o rechazo racial, para establecer un juego de sangrantes reflejos con la otra trama o vicisitud.
La introducción de 'Sangre fácil' nos presentaba un paisaje, un contexto, el de Texas, que habitan los personajes, o que les habita a ellos. Desde luego, los representa. Paisajes desolados, nublados, como la mente de los personajes. Paisajes áridos, dominados por figuras metálicas, como las perforadoras petrolíferas (las perforadoras de la codicia, la posesividad, la desconfianza). La introducción de 'Suburbicon' (2017) nos presenta una prototípica comunidad residencial de los años cincuenta, en concreto 1959, caracterizada por el hecho de que todos sus habitantes son blancos. Una comunidad residencial, de apariencia impoluta, y construcciones intercambiables, parecida a la de 'Eduardo Manostijeras' (1990), de Tim Burton. Pero no irrumpe, como figura anómala, una singular criatura, cuyas manos tienen tijeras, al que en principio acogen como extravagante rareza pero al que perseguirán al final cual amenazante criatura monstruosa. Irrumpe una familia afroamericana. Y la inmediata reacción será el rechazo. Representa una infección intrusa que debe ser extirpada. Son, ya de entrada, criaturas monstruosas. Por ello, la primera decisión será construir una cerca alrededor de su adosado.
El nombre de Suburbicon fusiona Suburbio con Rubicón. En la época del imperio romano no se estaba permitido cruzar este río con ejercito en armas. Separaba las provincias romanas de la Galia Cisalpina. Cuando Julio Cesar decidió cruzarlo, soltando su célebre frase Alea jacta es (¡Qué empiece el juego!) propiciaba la segunda guerra civil. Los habitantes de esa comunidad residencial, como así hicieron con la familia de Levittown en 1957, no dejarán de asediar e instigar a esa familia con el propósito de que decidan, por desgaste de intimidación, abandonar el escenario que consideran que no les corresponde. Y, por supuesto, siempre con la amenaza del asalto invasivo. Cruzar el Rubicon es una expresión que significa el hecho de lanzarse de modo irremisible a una acción de arriesgadas consecuencias. Y eso también nos lleva a la casa vecina.
Hay una casa visible, la que desentona y resalta como mancha para el conjunto social, y que se quiere extirpar por su condición de infracción. Y hay una casa no visible, por lo que se trama en su interior, que representa, al fin y al cabo, a la comunidad. O cómo crear chivos expiatorios convive con el disimulo de las propias corrupciones. Echar balones fuera (estigmatizar minorías o inmigrantes) siempre ha sido una estrategia recurrente para no incidir en las propias inconsistencias. En esta casa se ejemplifica la inclinación social al fraude y al engaño. Cada uno busca el escenario que se acomode a sus deseos. Puede ser de modo colectivo, como el asedio a la casa vecina, o de modo individual (tanto económico como afectivo), caso de la familia de Lodge (Matt Damon), y para su consecución cualquier medio es válido, ya que les define la carencia de escrúpulos (o la mera justificación de sus propias necesidades o propios deseos). Esa doblez ya tiene un primer reflejo en la condición de gemelas de la esposa, Rose, inmovilizada en una silla de ruedas, y su hermana Margaret, ambas encarnadas por Julianne Moore. Hay una imagen que se considera deseable (no impedida). que se prefiere presentar ante los demás, y hay una realidad que se prefiere extirpar porque no satisface los deseos, e incluso obstaculiza, y cuya eliminación o extracción debe realizarse de modo soterrado. Claro que, como en 'Sangre fácil' o la posterior 'Fargo', todo se complica por imprevistos, torpezas, colisión de maquinaciones, o intrusiones de terceros. En correspondencia con esa condición no visible, Clooney emplea, con ingenio, el fuera de campo como solución expresiva en varias secuencias (incluidas sombras, al fin y al cabo traman en la sombra; o mediante travelling de apertura que relaciona a alguien viendo la televisión con el cadáver de quien urdíó la trama de su particular película para la consecución de su propio beneficio).
El cine de Clooney, en especial cuando afila su mirada contestataria, nada complaciente con su país, recuerda a las inquietudes críticas del cine de Sidney Lumet, cuya excelente 'Punto límite' (1964) protagonizó en una adaptación televisiva, de hecho su primera producción, en el 2000. Quizá no sea ninguna de las obras que ha dirigido una obra maestra, pero sí ha realizado varias notables, caso de la misma 'Suburbicon'. En su opera prima, 'Confesiones de una mente peligrosa' (2002), con estimulante guión de Charlie Kaufman, dejaba en evidencia cuánto de ficción hay en nuestras propias vidas. Aunque sean casos tan extremos como el que reflejaba, como distorsión hiperbólica, en Chuck Barris (Sam Rockwell), productor de televisión y espía (según él contaba en su autobiografía). Un delirio, quizá real, quizá ficticio, con el que Clooney no dejaba de exponer cómo su país se rige por las apariencias, y cómo en sus interines se cuecen turbias tramas que no dejan de estar cercanas al delirio. Al fin y al cabo, 'Suburbicon' es un modo de vida ficcionalizado, en el que se pretende que el guión preestablecido sea ajustado, y en cuya película no puede irrumpir e interferir unos personajes no deseados, mientras sus habitantes traman sus particulares películas que generen y consoliden el escenario deseable. Precisamente, 'Buenas noches y buena suerte',(2008) transcurría también en los cincuenta, cuando el pensamiento progresista era perseguido, o intentaba ser anulado, con la excusa de la pertenencia al partido comunista. Lo importante era minar la molesta discrepancia interrogante. Y de eso se encargó el Comité de Actividades Antiamericanas. El programa radiofónico de Edward Morrow (David Strathairn) no pretendía que el espectador se distrajera, quería que reflexionara, no aceptaba que los poderes impusieran su mirada y la ciudadanía acatara sus designios. Se revolvía contra todo ínfula de autoritarismo que no sólo no acepta la discrepancia sino que la persigue. No deja de ser el ideario del propio Clooney. Murrow se enfrentó a McCarthy desde su programa, y abrió una brecha que evidenciaba que era posible decir las cosas claras sin temer represalias o el abandono de los sponsors comerciales. Y Clooney tampoco se arredra con una obra incendiaria como 'Suburbicon', que coincidió con los motines raciales en Baltimore, y ha sido vapuleada por la crítica estadounidense, sobre todo, por no saber integrar ambas tramas, o por no dar la suficiente atención al sufrimiento de la familia afroamericana, sin entender que su vicisitud es el contrapunto que amplifica la infección real que representa la familia blanca con sus turbias maquinaciones, emblema de aquellos que no dejan de acosarles o asediarles. Es la actitud de la comunidad blanca la que se desentraña, su intransigencia, doblez y corrupción.
En 'Los idus de marzo' (2011), en la que diseccionaba la falsedad del cultivo de la imagen conveniente, digna e integra, en el escenario político, utilizaba un recurso arquetípico: la mirada del joven que aún cree en lo que hace y que se confronta con la podredumbre del escenario de su ilusión. El jefe de prensa (Ryan Gosling) de un candidato demócrata a la presidencia (Clooney) piensa que con la política se podrán aplicar medidas que influyan positivamente en la vida de la gente y que mejoren la justicia social. Pero lo que prevalece es el juego sucio y la doblez, las alianzas interesadas y turbias. En 'Suburbicon', utiliza como contraste la mirada del hijo de Lodge. Testigo perplejo de las maquinaciones y mentiras de su padre. Un niño que no entiende de cercas ni de fraudes ni de diferencias raciales ni de codicias, sino de jugar a la pelota con el hijo de los vecinos afroamericanos. Simplemente, es otro niño.

Te amo, te amo

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En ‘Olvídate de mí’ (2005), de Michel Gondry, unos científicos consiguen que se olviden todos los recuerdos concernientes a la que persona que se amó y que ya no se quiere recordar; es la historia de una desaparición, de un desvanecimiento; las sombras de la pantalla son mutiladas, para ser otro que se olvida de sí mismo; olvidar aquel rostro que se amó, es arrancarse parte de uno mismo, desfigurarse. En la extraordinaria ‘Te amo, te amo’ (Je t’aime, Je t’aime, 1968), de Alain Resnais, con guión de Jacques Sternberg, el proceso se invierte. La desaparición ya se produjo, el rostro amado se extinguió porque su vida lo hizo, pero no se desvaneció en la memoria de quien la amó, o quizá de quien no supo amarla, y las huellas resucitan imprevisibles cuando se reaniman al recordarlas, al revivirlas.
Unos científicos realizan un experimento sobre el tiempo; es una exploración en un territorio desconocido; no hay cartografía predeterminada. La inmersión se realiza en el agujero negro de las incógnitas. El salto, físicamente, se realiza, porque lo han comprobado tras realizar el experimento con ratones, pero estos no pueden comunicar, compartir su experiencia, articular sus impresiones. Deciden utilizar al primer humano, Claude (Claude Rich), al que pretenden proyectar, a través de su mente, un año atrás (dentro de una singular construcción que asemeja a un cerebro con ciertos rasgos vegetales), aunque el experimento dure un minuto; como la proporción que existía en las capas en ‘Origen’ (2010), de Christopher Nolan, en la superficie la duración es breve, pero en las profundidades de su mente el arco temporal se dilata, incuso mucho más de lo que se había previsto, pero de un modo discontinuo, alterno y fragmentado (o fracturado).
La particularidad de Claude, lo que, en principio, le convierte para los científicos en pieza idónea (más que un delincuente) como cobaya, ya que es un experimento que se realiza sobre las incógnitas (de sus secuelas o consecuencias), es que acaba de estar en tratamiento psicológico después de intentar suicidarse disparándose en el pecho. Por lo tanto, Resnais nos sumerge no sólo en los laberintos de la mente, sino en un ‘laberinto extraviado’, una mente en reconstrucción o reparación, que se recompone de una implosión interior, emocional, ya que la fragmentación, la condición magullada de los nexos, es más acusada. En un momento dado, tumbado en la orilla del mar, junto a la mujer que amó y abandonó, Katrina (Olga Georges Scott), se pregunta qué hace un ratón blanco ahí, en una playa (el ratón blanco que le acompaña en el experimento). Ese ratón representa las fugas en la mente, las fisuras y rupturas, el territorio quebrado, no controlable, constituido por recuerdos, pero también por sueños, las especulaciones o juegos de la imaginación, espasmos y contracciones y sacudidas de incierta asociación. Y, por añadidura, ¿qué fiabilidad hay en lo recordado? Los mismos recuerdos pueden estar distorsionados por la evocación imprecisa, por la interferencia de otros recuerdos, que deriva en una evocación que no distingue tiempos o elementos. En ‘El año pasado en Marienbad’ (1961), él la recuerda cierto día con un vestido con plumas, pero ella no recuerda que fuera de plumas, y él se pregunta si cuando se le rompió el tacón del zapato fue ese día u otro.
Un estudio sobre el tiempo lo es sobre la memoria, como lo es sobre la constitución de la mente. No sólo es la flecha de la secuenciación temporal, o las huellas y residuos del pretérito, configuración pero también como incrustaciones fósiles en el presente, durmientes que no sabes cuándo despertaran, y qué efectos propiciarán, qué revelarán, cómo modificará el mismo presente. También es ese torbellino de flujos convergentes, esa multiplicidad de espacios y compartimentos que constituye la mente, lo que evocamos, lo que soñamos, lo que esperamos o anhelamos ¿Cómo recordamos? ¿Cómo se entreteje la memoria, cómo se traman sus conexiones y sus omisiones y distorsiones? En ‘Hiroshima, mon amour’ (1959), se exploraba la mente dolorida, porque cada uno portamos una Hiroshima que es nuestro Nevers particular. El pasado se enquista en el presente, lo condiciona, lo lastra, lo presiona, lo enturbia, establece diálogos silenciosos, quizá gritos mudos, en subterráneos que quizá no logremos discernir hasta mucho tiempo después. Vamos por detrás de nosotros mismos. Sumergirte en lo que viviste un año antes, en el poso que ha quedado, cuando además quisiste romper con tu vida, ¿qué efectos y secuelas puede causar? ¿Qué es lo que estás evocando?¿De qué está constituida esa herida de la memoria, o la memoria de la herida?
En off, se escucha una voz de mujer que le dice a Claude que elija entre una de las dos. Pero el reflejo en el espejo nos indica que sólo es una. Mente escindida. La narrativa es quebrada, son saltos bruscos de un momento a otro, sin orden temporal, sin una lógica discernible, breves secuencias cual breves flashes, con repeticiones de gestos y acciones. Es la memoria emocional de una mente fracturada, de unas emociones lesionadas. Hay rostros que se asemejan; Claude dejó a Katrina por Wiana (Anouk Ferjac) ¿quizá sea la misma? El conflicto que detonó el intento de suicidio fue la muerte accidental de Katrina. ¿O la mató él? Los relatos parecen contradecirse. Claude había propiciado el desequilibrio de Katrina con sus infidelidades aunque le dijera que la amaba. No pero sí. Las frases, las emociones, se escinden, se enmarañan. Hay continuidad en gestos en espacios distintos, con rostros diferentes. Hay alguien bajo el agua que habla por teléfono. Y quien porta una máscara de rEptil, que evoca al de ‘La mujer y el monstruo’ (1954), de Jack Arnold. La misma mujer que se duplicaba en el espejo aparece en su lugar de trabajo dentro de una bañera encaramada encima de una mesa. Aparecen figuras del pasado durante la guerra que también portaban como él identidades inventadas entonces.
¿Cómo nos inventamos en nuestros presentes, y qué inventa la memoria? ¿Quién recuerda, de dónde surge la memoria, la selección, cuáles son los nexos? La mente es un vértigo de espejos explosionados en miles de reflejos, sin poder encontrar un centro que ordene o defina los recuerdos, los rostros, los hechos, las emociones. La relación amorosa también explosionó. Sus raíces se enmarañan confusas. Dos veces se dice en el título 'Te amo'. La primera imagen de su evocación es buceando dentro del agua (como la criatura de la película de Arnold). Cuando sale, como si la maquinaría no funcionara engrasada, se repite en varias ocasiones la misma frase, el mismo plano, la misma salida ¿A dónde sale? El ratón necesita tomar aire, salir de esa trampa, o incógnita irresuelta, que es el laberinto de la mente. En la banda sonora se utilizan composiciones de Krzystof Penderecki.

Red Riding Trilogy

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Una imagen, el cadáver de una niña de nueve años, violada y torturada, que ha aparecido en las obras de un centro comercial en construcción, con unas alas de cisne cosidas en su espalda, y las palabras ‘por amor’ tallada a sangre en su piel (como las marcas de un ganado), y unas interrogantes, ‘¿Cuán profunda es la corrupción?¿ Cuán profunda? ¿Y quién la puede detener?’, condensan el substrato de esta prodigiosa serie británica, producción de Channel Four, ‘Red riding trilogy' (2009), una sublime y desazonadora inmersión en las más dolientes y descarnadas corrientes de lo siniestro: la intemperie y desamparo de la inocencia en un mundo regido por la corrupción, la crueldad y la brutalidad, además ejercida por aquellos que se supone que son los ‘ángeles guardianes o tutelares’ de la comunidad, las instituciones que velan por la seguridad, como es el caso, en especial, de la policial (aunque no la única)
'Red Riding Trilogy’ (2009), consta de tres partes, tres largometrajes, de hora y media, interconectados, que acaecen ‘In the year of our Lord/en el año de nuestro Señor’(lo que no deja de tener perversa ironía) 1974, 1980 y 1983, en el condado de Yorkshire, al norte de Inglaterra. Ridings son las áreas en que se divide, North, East y West; Red es alusión al cuento de Grimm, ‘Caperucita roja’: hay una siniestra y enigmática figura a la que aluden como ‘El lobo’. Están dirigidas, respectivamente, por Adrian Johnston, James Marsh y Anand Tucker, todas con guión de Tony Grisoni, que adaptó las cuatro novelas de las que consta ‘Red Riding quartet’, de David Peace (aunque el guión sobre la segunda de ellas, que transcurre en 1977, no se filmó), ambos creadores de la serie. La primera, rodada en 16:9, con una estética granulosa que remite al cine de los 70, vertebra su argumento a través de la investigación de la muerte de la citada niña. La segunda, en formato panorámico, sobre los crímenes de 18 mujeres, inspirados en los del conocido como ‘Violador de Yorkshire’. Y la tercera parte, también en panorámico pero en digital con cámaras Red one, sobre la desaparición de otra niña, que reabre el caso de nueve años atrás, lo que determina una construcción narrativa que alterna ambos tiempos.
En la primera, el protagonista, un periodista, Dunford, está encarnado por Andrew Garfield. Un año después sería el coprotagonista de la ‘La red social’ (2010), de David Fincher, quien, cuatro años atrás había realizado una soberana lección de cine llamada ‘Zodiac’ (2005) con un periodista obsesionado con dotar de rostro, de identidad, al asesino que actuó en un largo periodo de años sin ser capturado. Catorce años antes, Fincher había dirigido ‘Seven’ (1995), sobre otro asesino en serie, que se había raspado las yemas de los dedos para borrar sus huellas dactilares y se hacía llamar John Doe (Juan Nadie), como si fuera ‘cualquiera’. Parecía una emanación de la misma ciudad, en la que la podredumbre moral se extendía como un virus, porque la apatía domina al ser humano de nuestros días. Ambas obras de Fincher se convirtieron en dos obras cardinales, umbrales, en el género (y en el cine, en general). La influencia de ‘Seven’ se palpa en el aspecto visual, en la asfixiante, opresiva atmósfera de ‘Red riding’, en especial, en el primero de los largometrajes (Si con Fincher siempre pensé que era el cineasta idóneo para adaptar el cuarteto de Los Ángeles de James Ellroy, estas obras también logran materializar esa atmósfera extrema, de pulpa y sombras). Pareciera que un cielo plomizo se fuera cerniendo sobre los personajes, aplastándoles lentamente; esas torres cuál cráteres que expelen humo parecen marcar el horizonte como barrotes.
La narrativa descentrada de ‘Zodiac’, en la que el citado periodista cobraba protagonismo a partir de la mitad de la película, influye en la estructura ‘radial’ de una obra con varios personajes protagonistas: el citado Dunford en la primera, quien está convencido de que la muerte de la niña está asociada con la desaparición de otras tantas desde al menos cinco años atrás; el inspector Hunter (Paddy Considine), en la segunda, que es traído de Manchester para que se encargue de la investigación de los asesinatos del ‘violador de Yokshire’. Y en la tercera, Piggot (Mark Addy), el abogado contratado para defender, o realizar la apelación, de quien fue acusado de las muertes de la niña nueve años antes, Michael (Daniel Mays), que padece retardo mental, un niño dentro de un cuerpo de hombre, y el inspector Jobson (David Morrisey), ‘el buho’, quien había sido figura secundaria en las dos anteriores, lo que propicia los citados saltos en el tiempo que aportan otro ángulo sobre los hechos de 1974, además de, por remordimientos, ser figura fundamental en esclarecer unos hechos sobre cuya tergiversación y manipulación conveniente fue cómplice. Además, hay otros personajes cruciales, algunos de los cuáles aparecen en las tres obras, como el reverendo Laws (Peter Mullan), los brutales y cínicos policías Molloy ‘El tejón’ (Warren Clarke) y Craven (Sean Harris), o el joven prostituto al que cortaron las alas, BJ (Robert Shehan), pero aún sus lágrimas persisten en convertirse en balas, (‘Esto es para ti, por las cosas que me obligaste a hacer, por las cosas que me obligaste a ver. Por las voces en mi cabeza en el silencio de la noche, por el chico que fui y los chicos que vi, por todos los niños a los que jodiste, y por todos los padres que quisieron mirar, por tu lengua en mi boca y tus mentiras en mis oídos, amándote, amándome, aquí termina todo, justo aquí’)
‘Red riding’ tiene las cualidades de un tumefacto cuento de hadas, que va sangrando lentamente, y que refleja una realidad cuyos poros parece que estuvieran atascados, y ya fuera un sórdido espacio sin ventilar, congestionado, que rezuma abyección. Son tan terribles las secuencias de brutalidad policial, las torturas a las que someten a los sospechosos, como las revelaciones de su cinismo y doblez, su falta de escrúpulos, su despreocupada asunción de que en el Norte hacen lo que quieren, cual caciques que disfrutan de su imperio, vasallos a su vez del gran señor, que pretende edificar su ‘castillo', un centro comercial donde antes había un campamento gitano, Dawson (Sean Bean), ‘el cisne’ (criatura que le emociona porque se empareja para toda la vida). Que sea en sus obras donde encuentran a la niña muerta también revela cuáles son los pútridos cimientos donde se genera la degradación en este sistema capitalista, de especuladores que establecen sus alianzas convenientes con las fuerzas institucionales (en este caso, policiales, pero podrían ser políticas)
Dunford, en ese primer episodio, colisionará con un muro que castigará brutalmente su empecinamiento en querer horadar esa pantalla creada por las fuerzas de orden, y en cuyo centro sabe que rige Dawson, para esclarecer la verdad. Pero quien quiera dotar de alas a la verdad, se encontrará con la mirada mutilada. La creciente desesperación, de una tenebrosidad que duele, que se va apoderando de la narración, resulta opresiva. Hunter sufrirá la misma odisea que es calvario. Porque no se puede alcanzar con la mirada cuán profunda es la corrupción, y cuando miras el abismo para desvelarlo, ya se sabe cómo puede responder el abismo, que resulta no estaba en el otro lado, sino junto a ti. Ambos encontrarán en una relación sentimental el espejo que les zarandea, Dunford se despojará de la mirada neutra de periodista que enfoca sólo en el logro del titular, al implicarse con la madre de una de las niñas desaparecidas, Paula (Rebeca Hall); Hunter asumirá que aunque luche contra la corrupción en el ‘cuerpo de policía’ tiene que enfrentarse a la irresponsabilidad de haber tenido un fugaz idilio con su compañera, la inspectora Helen (Maxine Peake), de haberse dejado llevar por la inconsciencia de su cuerpo cuando no tenía intención de abandonar a su esposa. Y qué bella ironía que Jobson geste su reconstitución o 'reanimación', el inicio de su redención, con la relación sentimental que establece con una médium (Saskia Reeves), alguien que parece tener la cualidad de ponerse en la piel de los que sufren, de los muertos (el peso que arrastra Jobson).
‘Red trilogy’ como la posterior, y también, portentosa ( y de parecida exquisita estilización, aunque una tiende a lentes cortas y la otra a las largas) ‘The shadow line’ (2011), evidencia que ya no hay separaciones, y que incluso la supuesta representación de la luz es la que genera el horror ( y en este sentido, hay un gran plano que lo evidencia, cuando muestra a quien estaba detrás de la muerte de las niñas y la red de pederastia; como que bajo un palomar, y ya sabemos lo que representan las palomas, esté oculto lo que se quiere invisibilizar: lo terrible). Tras las imágenes convenientes (de respetabilidad y poder; ya se sabe, el lobo bajo la piel del cordero) se oculta el ejercicio de la crueldad y el abuso del poder. Por eso, la tercera de las obras, en la que se intensifica una de las cualidades de esta fabulosa obra, la fracturada narrativa sensorial, con el uso de primeros planos, ‘planos puentes’ de una intemperie emocional, de personajes que ahondan en la narración exiliada interior, que delinean el clima emocional de la narración, resulta de un lirismo acongojante, abrumador, aún mas vibrante que en las dos precedentes, y que sacude las entrañas, porque adquiere, en un excelso desenlace, la condición de soberana catarsis. La reconciliación con uno mismo, la corrección del dolor que se causó en el pasado o que causaron aquellos de los que eres herencia. Y la liberación del superviviente, la sonrisa por la muerte del 'padre' que había convertido su vida en una miserable condena.
“Aquí está uno que escapó y vivió para contarlo, del Karachi Social Club, del Hotel Griffin, del trullo de Wakefield y del hostal St. Mary. De carreteras y aparcamientos, de parques y lavabos, de ricos ociosos y parados. De la mierda que venden, y de la mierda que compramos. De hijos sin madres y madres sin hijos. De la muerte en vida y de mis amigos muertos, de bares y clubes, de alcantarillas y estrellas, de vertederos y montañas de residuos. De tejones y búhos, de lobos y cisnes. Aquí está un hijo de Yorkshire. Aquí está uno que escapó. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete… Los niños buenos siempre van al cielo”. Barrington Pheloung compone la magnífica banda sonora de la tercera de la trilogía. Adrian Johnston y Dickon Hinchliffe las igualmente extraordinarias de las dos previas.

Al filo de la oscuridad

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El comienzo de ‘Al filo de la oscuridad’ (Edge of darkness, 1943), de Lewis Milestone, ese pueblo noruego sembrado de cadáveres, tanto de habitantes del mismo como de soldados alemanes, puede evocar al de ‘Beau Geste’ (1939), de William A Wellman (otra variante se dará años después, en el excelente western, ‘Chuka’, 1967, de Gordon Douglas). Aunque sin estar tan remarcado el cariz fantasmagórico, enigmático, que poseía aquel, unos legionarios apostados en las almenas para defender un fortín en pleno desierto que no eran sino cadáveres, exceptuando uno que parecía reverencialmente colocado. En la obra de Milestone, se resalta, sin énfasis, el horror, o el aspecto alucinatorio, la huella de un desquiciamiento, la guerra: el amasijo de cuerpos que recuerda a los de las pinturas de El Bosco; la aparición de uno de los habitantes, Kaspar (Charles Dingle), visiblemente trastornado, al que los alemanes que acaban de llegar fusilan sin miramientos. Un flashback nos relatará lo que ha llevado a tal enfrentamiento sangriento, una narración coral que remarca el protagonismo de un colectivo, de una comunidad, de modo aún más acentuado que en una producción precedente, centrada también en la resistencia noruega frente a la invasión nazi, la notable ‘Ataque al amanecer’ (1942), de John Farrow, en la que ante todo destacaba la figura del personaje que interpretaba Paul Muni.
Aquí no es la figura del principal líder, Gunnar (Errol Flynn), quien ‘guía’ la narración, quien acapara el núcleo dramático, o adquiere más presencia escénica. La narración refleja esa diversidad en una estructura que pareciera, en ocasiones, segmentadas en episodios. Así resaltan fragmentos como aquel en el que Lars (Roman Bohnen) sufre la humillación de los soldados alemanes en el hotel que han establecido como su cuartel, frustrado porque no ha tenido el valor de expresarles su desprecio, ni enfrentarse a sus risas despectivas. Algo que sí será capaz de realizar, enfrentarse, el profesor del pueblo, septuagenario, Sixtus (Morris Carnovksky), que se resiste a ceder su casa, aunque la reacción será aún más agresiva, ya que será violentamente golpeado, y lanzado por las escaleras, por el comandante Koenig (Helmut Dantine), y luego objeto de más mofa y zarandeos por parte de los soldados, teniendo que contemplar en la plaza del pueblo cómo queman sus libros y pertenencias. El valor y la indecisión. Y los posicionamientos.
El doctor Sternsgard forcejea con su indeterminación, ya que no acepta la presencia de los alemanes, como sí hace su hermano, Kaspar, empresario que ha fundido los intereses económicos con la imposición de la fuerza (fundiendo dictaduras), pero no es capaz de involucrarse en la resistencia, como hace su hija, Karen (Ann Sheridan). Pero la vuelta de su hijo, Johan (John Beal), que corroborará las sospechas de los demás, su colaboración con los alemanes (ya que el doctor confiaba en que fuera una ‘debilidad’ circunstancial, como también el mismo hijo, en el que se aprecia una pusilánime voluntad, parece señalar), y, sobre todo, la violación que sufre su hija por un soldado alemán, le harán tomar definitivamente partido, comprometerse (incluso fieramente: la secuencia en la que golpea con su bastón, con rabia, en la calle, a un soldado alemán).
El esplendido guión de Robert Rossen (que colaboraría de nuevo con Milestone en la excelente ‘Un paseo bajo el sol’, 1945, y la irregular ‘El extraño amor de Martha Ivers’, 1947) sabe definir con proverbial precisión cada personaje y cada conflicto que sufren, como el amor en silencio, reprimido, a través de miradas, entre la dueña del hotel , Gerd (Judith Anderson), y un soldado alemán, o la desesperada resistencia de Johan por volver a convertirse en un delator, sin que pueda evitarlo. Si Farrow deslumbraba con varios sorprendentes planos secuencias en ‘Ataque al amanecer’, Milestone lo hace con varios travellings laterales que resaltan el vínculo entre los personajes, como el que realiza sobre el rostro de los líderes de la resistencia, como contraplano a la conversación entre Gunnar y Karen, cuando ésta convence al primero de que no se deje llevar por la furia, y busque venganza porque la han violado. O el posterior, cuando cavan la zanja antes de ser fusilados, y se van dando la mano o besando como despedida. Y, como culminación, el que ‘afirma’ su determinación cuando avanzan inexorables hacia el cuartel alemán en el definitivo asalto que convertirá su resistencia en victoria.

El muelle de las brumas

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El cine de Marcel Carné fue denostado por Francois Truffaut en sus años de crítico. Publicó textos entre 1953 y 1955 que calificaban a Carné de mero ilustrador, alguien incapaz de elegir un tema concreto, como si careciera de mirada propia, y dependiera meramente de los guiones. Aunque 25 años después, en cambio, dijera que intercambiaría sus veintitrés películas dirigidas por la oportunidad de haber sido el director de 'Los niños del paraíso' (1946). No sólo ya no consideraba su cine como caducado, sino que llegó a afirmar, incluso, que si se estrenara en ese año, 1980, sería celebrada como la mejor película. No resulta extraña la denominación de realismo poético, como se calificó a aquel cine francés de los 30 y 40 del cual Marcel Carné fue su más destacado representante, para una obra hermosamente fronteriza (o a la inversa), como 'El muelle de las brumas' (Le quai des brumes, 1938), por su condición estilizada, sus composiciones pictóricas, sus (fascinantes) decorados de estudios, o sus diálogos tan poco coloquiales, y sí exquisitamente literarios (debidos a Jacques Prevert, con quien colaboró Carné hasta finales de los 40 en ocho películas). Una decidida apuesta por el artificio, eso sí, agreste, como un temblor o una herida. Carl Dreyer admiraba profundamente 'El muelle de las brumas'. Por eso, la incluyó en su lista de sus diez obras predilectas.
Un personaje, pintor, expresa que pinta lo escondido en las cosas; por ejemplo, al pintar un árbol, lo pinta inquieto, como si alguien estuviera escondido tras él. Y otro personaje, el protagonista, Jean (Jean Gabin), cuando expresa lo que se siente al matar a un hombre, que nada tiene que ver como cuando disparas a una pipa en las barracas de la feria de tiro al blanco, concluye que te sientes solo, como si el mismo paisaje te abandonara. Pareciera que el primero hablara de alguien como el segundo. Los destinos de ambos personajes se unirán; de hecho, el pintor antes de suicidarse en el muelle deja sus ropas a Jean, ya que éste quería desprenderse del uniforme del ejercito, tras haber desertado, porque no quiere matar ya a nadie. Alguien muere para que otro pueda desertar de la profesión de la muerte. Pero no logrará desprenderse de la misma muerte, porque la misma vida cotidiana no carece de frentes. Ya la primera aparición de Jean, en la primera secuencia, es espectral: surge ante los focos de un camión en medio de la carretera. Un gesto le define ya claramente cuando de un volantazo manda el camión a la cuneta para impedir atropellar un perro. Un perro que no cejará de seguirle hasta que Jean le acepta como compañero, como si la misma vida le diera una oportunidad para recobrar su condición de presencia, no de sombra en fuga.
Ese muelle de brumas, un escenario fabuloso (un exquisito diseño de Alexandre Trauner, con una admirable iluminación de Eugene Schufftan), refleja esa condición, como si el paisaje hubiera abandonado a estos personajes que parecen desenvolverse en una tierra de nadie, descontentos con una vida con la que no conectan, de la que se sienten extraños. La casucha del bar en el muelle, rodeada de brumas, parece fuera de este mundo. Ahí se encuentra Jean con otros personajes desajustados, el citado pintor, pero también con los que habitan la doblez, como el inquietante Zabel (Michel Simon), al que, significativamente, el perro ladra cada vez que le ve. Lo sorprenden escondido en el porche (lo que le define, como más adelante se evidenciará su turbia y sórdida condicíón moral), tras que el dueño haya conseguido con sus disparos que no entren en el bar Lucien (Pierre Brasseur) y sus secuaces, quienes buscaban a Zabel.
Alguien proporciona la ropa y documentación que ayuda a que Jean se libere de su anterior vida, como una muda, una segunda piel con otra identidad, y otro posible escenario de vida (su propósito de viajar en un mercante a Venezuela). Y alguien le proporciona la posibilidad de sentirse presencia, de poder sentir la plenitud de la entrega y la conexión con otro. En ese espacio de brumas se encuentra con Nelly (Michele Morgan), una bella y cautivadora aparición, quien se encuentra mirando hacia el exterior, fuera de la ventana, con su elegante porte, como si estuviera esperando la llegada de la vida que también le falta, como quien, insatisfecha, también huye con sus sueños de la turbia realidad (es ahijada de Zabel). De primeras, hablan sobre qué es el amor. Aunque él piense que ella quizá sea una prostituta, y por tanto que utilice las palabras de la ilusión sentimental como engatusamiento, por lo que responde con la coraza del protector cinismo. Pero pronto percibe que es como él, alguien en fuga, que también miraba hacia otro lado,en busca de una realidad que sentir que sí habita, y que no le abandona. Y el amor se gestará entre ambos. Sus bellísimos primeros planos mirándose, amándose con la mirada, son la alquimia de la conexión plena.
Un amor fronterizo en un universo brumoso tramado sobre la fatalidad, o un destino atrapado por el garfio de aquellos que son violentos, o no saben ni quieren controlar su inclinación a la violencia, que no es sino reflejo de su falta de autoestima, de su sordidez vital que ve a los otros como extensiones que complazcan su voluntad, como es el caso de Lucien. Por eso, esa fúnebre poesía de que Jean adopte las vestimentas de un pintor que sólo ve tortuosidad, violencia y crimen tras la superficie de la vida, como si a la vez fuera una condena que imposibilitara tanto la elusión de matar o dañar a otro como el logro del amor, porque esa bruma que domina los muelles domina también la mente de aquellos que emborronan a los otros con su violencia, con su miseria y mezquindad moral. O, al fin y al cabo, la fatal colisión entre poesía y realidad. Son bellísimos loa planos finales, como las astillas de una fractura, los pedazos de la vida que se extingue, una vida que encontró su dirección y muelle en unos ojos azules: Una bolsa en el camarote de un barco que se marcha, un perro que corre de nuevo por la carretera en busca de quien ya no podrá darle afecto, y se desvanece en la distancia de la bruma.

Alanis

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La estridencia de lo real. Hay un cierto tipo de cine que quiere captar la realidad sin maquillaje alguno, como si nuestro ojo la registrara en su cruda condición. Crudeza que se amplifica si pretende abordarse las vidas más precarias y miserables. La crudeza y la fealdad se funden. Hay obras que pretenden captar el pulso cotidiano de quien sobrevive a duras penas, como si en cada momento le amenazara el desalojo de la propia vida. Casi no hay trama, porque se pretende registrar un trozo de vida, como si se la sorprendiera en una racha cualquiera, aunque sea extrema, porque pese a que parezca excepcional no lo es: son vidas siempre en el filo. Ese era el caso de 'La vida de Anna' (2016), de la cineasta georgiana Nino Basilia, que pasó desafortunadamente desapercibida cuando se estrenó hace seis meses, o lo es de la también notable 'Alanis', de Anahi Berneri, que ganó el premio a la mejor dirección y la mejor interpretación femenina en la última edición del festival de cine de San Sebastian. Alanis (Sofia Gala Castiglioni) es desalojada, junto a otras prostitutas, por la policía, y después por el casero, del piso que utilizaban como centro de trabajo. Con escasas pertenencias, ningún dinero, y un hijo de año y medio, como quien pierde el paso (o más bien zancadillean para que lo pierda), deberá esforzarse por salir del trance y volver a reiniciar su vida. Está curtida en la supervivencia, e, incluso, en su posición de permanente precariedad tiene prioridades: prefiere reiniciarse en la prostitución que trabajar como mujer de la limpieza.
El estilo cinematográfico, en estos primeros pasajes, parece rehuir cualquier estilización, como si fuera otro episodio más de un vivir cada día (en las circunstancias más paupérrimas). Aunque comienza con un plano de elaborada composición descompensada que rezuma intencionalidad: Alanis sentada en la taza de water, antes de meterse en la ducha. Encuadrada desde el otro extremo del pasillo, se la ve sólo la mitad del cuerpo, como si esa fuera su vida, una vida partida, un espacio vacío, carente, que su cuerpo desnudo llena de modo provisional.Hay películas que intentan captar el pálpito o la respiración de lo inmediato con la cámara móvil al hombro, como si esa convulsión nos hiciera partícipes de cada instante. Una de las obras más singulares estrenadas este año, la notable 'El rey de los belgas' (2017), de Peter Brosens y Jessica Woodworth, realizaba una mordaz variante. Estaba narrada a través de la cámara que porta alguien, pero las composiciones y la misma configuración visual es impecable, estilizada, porque su pretensión busca difuminar los límites entre ficción y representación. Por su parte el cineasta coreano Hong Sang Soo no agita la cámara, pero utiliza un recurso que parecía ya superado, el zoom, y además lo emplea, en ocasiones a trompicones, evidencia de un estilo tosco y desmañado En ocasiones, como en 'Lo tuyo y tú' (2016), logra superar en parte esa fealdad o torpeza expresiva con su elaborada construcción dramática que no intenta, precisamente, ser realista, sino también difuminar límites de representación y realidad, pero en otras se muestra incapaz como en la recientemente estrenada 'En la playa sola de noche' (2017). Es la estridencia de estilo, como en 'Alanis' se evidencia la estridencia de lo real. Y lo hace a través de planos fijos, como celdas.
'Alanis' se complejiza en su segunda mitad mediante unos recursos expresivos que transcienden el mero aparente registro de lo real para plantear una reflexión sobre una vida condenada a un escenario en el que es un mero reflejo, o cómo en el reflejo, en lo que representa para otros, los hombres, se sostiene para sobrevivir. Los espejos, las figuras interpuestas en el encuadre y los cortes de plano (o la escisión espacial en el mismo plano) lo evidencian con sutileza. En un interrogatorio de la policía, hay una figura que se interpone, de modo borroso, en un lateral del largo primer plano sobre su rostro. Ante una pregunta sobre cómo dio a luz a su hijo, ella responde que 'rompió aguas mientras la cogían', para acto seguido reírse, y aclarar que fue en un hospital. Con esa aclaración el encuadre varía, en un salto de eje, y evidencia al fondo del encuadre un espejo. Su comentario, su risa, refleja un hartazgo ante una forma de tratarla, de considerarla (siempre como si hubiera algo interpuesto en la mirada ajena que distorsiona la percepción sobre cómo es ella o su vida). En una posterior secuencia, tras un plano de la entrada de un hotel en el que se percibe un movimiento de prostitutas, se la ve tumbada sobre una opulenta cama, junto a su hijo. Pero en el siguiente plano se revela que es una cama que está en un escaparate. Al respecto, también como significativo recurso escénico, señalar que la amiga a la que recurre es la dueña de una tienda de moda, entre cuyas ropas duerme sobre un colchón en el suelo. Vida de escaparate, cual maniquí. Un tercer ejemplo que conecta con la primera secuencia, y mediante otro recurso con la segunda. Un largo primer plano en el interior de una tienda, con un maniquí en primer término borroso en un lateral del encuadre, mientras es follada por detrás por un cliente. En un momento dado, se corta a un primer plano de ella incitándole con sus procaces palabras a que logre correrse, un plano que evidencia que el encuadre se estaba realizando a través del reflejo en un espejo. Y, cuarto ejemplo, un plano de Alanis curándose su rodilla, tras haber sido golpeada por otras prostitutas, por una cuestión territorial. El espejo está dividido en dos, por lo que ella se refleja doblemente. Su escisión entre cuerpo y reflejo.

La barrera del sonido

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'La barrera del sonido' (The sound barrier, 1952) es una poco conocida y excelente obra de David Lean, con un esplendido guión de Terrence Ratigan, en la que la acción externa, ese reto de superar la barrera del sonido, es espejo también de cómo lo visionario se emborrona con la obsesión, o de cómo explorar ciertos límites puede implicar el no saber lidiar con los limites de las emociones, las relaciones con los otros, desenfocando la propia mirada, la propia emoción, con las consiguientes consecuencias funestas para quienes le rodean y hasta para uno mismo. 'La barrera del sonido' (1952) es un poderoso drama con el que Lean vuelve a demostrar su talento o capacidad para conjugar equilibradamente, y con sutiles trazos, la peripecia externa y la interna. Esto queda bien condensado en la secuencia de apertura, previa a los títulos de crédito. En la misma vemos cómo un piloto, Peel (John Justin), entra en barrena cuando fuerza el avión, aunque logra recuperar el control. Con respecto a la trama esta secuencia, primero, nos sitúa tanto en el ambiente como en el centro neurálgico del conflicto o desafío: los intentos de los dueños de compañías aéreas y pilotos, en el tránsito de los aviones con hélice a los aviones a propulsión, por superar la barrera del sonido. Peel será uno de esos piloto, tras Tony (Nigel Patrick), ambos bajo las ordenes del magnate Ridgfield (Ralph Richardson). Y segundo contiene un elemento clave que cobrará relevancia en las pruebas finales para superar dicha barrera.
Por otra parte, en su subtexto, nos sitúa en la condición o dinámica emocional de unos personajes siempre en peligro de entrar en barrena, y cuya causa tiene las trazas de la obsesión. En concreto, Ridgefield es otra variante de personajes obsesionados posteriores como el Alec Guinnes, con el desafio de construir 'su 'puente, en 'El puente sobre el rio Kwai' (1957), o el Peter O'Toole de 'Lawrence de Arabia' (1962), con su cada vez más enajenado afán de ser el conciliador de unas irreversibles diferencias. Ridgefield, se siente otro explorador que anhela cruzar unos límites nunca hollados, pero su obcecado afán, entre visionario y perfeccionista, dejará un reguero de cadáveres físicos y emocionales en las relaciones con los otros, a la vez que no será capaz de dejar ver (porque no es capaz de articular), a través de esa máscara que tanto impone al resto, su fragilidad o sus vacilaciones. Hay un momento en que lo hace, cuando se 'expone' ante su hija, mientras escuchan, en la última prueba, la voz del piloto en sus diversas maniobras (una secuencia extraordinaria cargada de tensión, al centrarse en sus rostros, y en la confesión emocional de Ridgefield) aunque tras la prueba pedirá a su hija, Susan (Ann Todd), que no diga a nadie lo que ha 'revelado' en un momento de vulnerabilidad.
Esta relatividad, es decir, que hay que saber mirar desde el ángulo adecuado para saber lo que el otro siente (y que el otro, a su vez, sepa expresarlo) Lean la amplifica sobre la noción del tiempo: Ridgefield conversa con Tony junto a su telescopio ( un detalle que le define, su mirada parece tender a mirar más hacia las alturas que a ras de suelo, a los que tiene al lado) y comenta que las estrellas que ahora miran son de hace 700000 años, y ahora estarán muertas; durante el viaje en el jet supersónico que realiza Tony con Susan (una forma de hacerla sentir parte de su pasión, ya que sabe de los temores continuos de ella con respecto a que pueda perder su vida pero no quiere presionarle para que lo deje por sus miedos; a diferencia de la esposa de Justin que lo lleva con más templanza), surcan, en una bella secuencia, Francia, los Alpes, y hasta Grecia, donde Lean cierra la secuencia con varios planos de las mudas estatuas del Partenón: Unos hombres que quieren crear un nuevo futuro ( eso le pregunta Tony a Ridgfield ante el telescopio, cómo puede verse el futuro), enfrentados a un pasado del que son parte, de otra cultura que abrió senderos en la civilización, o de la mudez del tiempo que empequeñece los anhelos de grandeza.
Hay otra secuencia, al inicio, tras la citada introducción, que refleja la capacidad de Lean de abordar los sentimientos a ras de suelo, los miedos que pueden propiciar el caer en barrena: Tony desea declararse a Susan: detiene el jeep en mitad de la carretera; duda, ella pregunta qué piensa él; aparece un coche en dirección contraria; vacila y baja del coche para ponerlo nuevo en marcha mirando el motor; entran en el encuadre los pies de Susan, que también ha bajado del coche, y le dice que sigue esperando la contestación: él la entiende pero sólo es capaz, aturullado, de decir 'Cielos', y entre sonrisas emocionadas, tiene ella que espetarle dos veces si tiene que decir algo más explicito que un 'cielos' hasta que él declara sus sentimientos. Las alturas o las barreras de sonido que traspasar con las emociones pueden ofuscar o ser aún más complicadas, torpes e inciertas que las maniobras con un avión.

Incidente en Ox Bow

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'Incidente en Ox-Bow (The Ox-Bow incident, 1943), es un tenebroso western, casi una pesadilla gótica, realizado con precisión admirable por William A Wellman. Un proyecto que se esforzó en llevar a cabo el propio cineasta, tras leer la novela de Walter Van Tinburg Clark (1941). Para poder realizarla se comprometió con la productor, la Fox, a realizar otras dos obras sin protestar ni pretender cambiar nada, que serían 'Thunder birds' (1942) y 'Las aventuras de Buffalo Bill' (1944). Se realizó en 1941, pero no se estrenó hasta dos años después porque no se sabía cómo poder vender una obra tan sombría. La obra fue un sonado fracaso, hecho que no dejó de recordarselo el jefe del estudio, Darryl F Zanuck, aunque fuera quien había defendido el proyecto, como producción de prestigio, frente al jefe de producción de la Fox, Bill Koenig. Henry Fonda, que aceptó el papel tras que Gary Cooper lo rechazara, declararía que, junto a 'Las uvas de la ira' (1940), era la obra que más apreciaba entre las que protagonizó durante aquellos años de contrato con la Fox. Se implicó plenamente, incluso evitando asearse durante lo que duró el rodaje para mantener ese convincente aspecto desastrado (como su rostro sin afeitar). El guión de Lamar Trotti, que había escrito otro con planteamiento ético afín, 'El joven Lincoln' (1939), de John Ford, adaptó fielmente la novela, con la excepción, por sugerencia de Wellman, de que sí se explicitará, en la secuencia final, el contenido de la carta a su esposa de uno de los tres inocentes ahorcados. Clint Eastwood la considera su obra predilecta, lo que no es de extrañar considerando que es quizá el cineasta que con más afilada contundencia ha desentrañado los abusos del poder (o en concreto, recuérdese la ofuscada furia del personaje de Sean Penn en su magistral 'Mystic river', tan desoladora en su conclusión como esta obra de Wellman.
El ser humano siempre ha sentido cierta inclinación para unirse en grupo, perseguir y acosar a otros, y realizar algún tipo de linchamiento. En algunos casos lo camuflan con algún tipo de justificación ética o de algo impreciso llamado justicia. Pero realmente quizá su motivación sea más básica, esto es, poder disfrutar de una sensación orgasmática de dar rienda a los instintos más feroces, esa bestia que palpita en nuestras vísceras y que brota en forma de acciones de revancha, despecho o venganza, o simplemente por gusto de disponer de vidas ajenas y destruir algo o alguien. La pulsión de poder sabe imponerse. O lo de poder ser a la vez juez, jurado y hasta verdugo. Hay obras que lo han reflejado con descarnada contundencia de 'Furia' (1936) de Fritz Lang a 'La jauria humana' (1966), de Arthur Penn, pasando por 'Ellos no olvidarán (1939), de Mervyn LeRoy, 'Han matado a un hombre blanco' (1949), 'The sound of fury' (1950), de Cy Enfield, 'Conspiración de silencio' (1954), de John Sturges, o en la también estremecedora secuencia de linchamiento de 'Cimarron' (1961), de Anthony Mann. Incluso, se revela bajo apariencias más legalizadas (o en la distancia de un veredicto) como en 'Doce hombres sin piedad' (1957), de Sidney Lumet. A veces aparece un razonable personaje como el que encarna aquí Davies (Harry Davenport),o el Lincoln de 'El joven Mr. Lincoln' (1939), de John Ford, y el Atticus Finch de 'Matar a un ruiseñor' (1962), de Robert Mulligan, que saben enfrentarse y hasta contener a la furia de la patulea dispuesta a tomar la justicia por su mano.
'Incidente en Oxbow' (1943), de William Wellman es una de las obras más implacables al respecto. La obra tiene una estructura circular: una pareja de jinetes, Gil (Henry Fonda) y Art (Harry Morgan) llega a las calles de un pueblo en la primera secuencia. El mismo plano cierra la película, con ambos jinetes abandonándolo, perdiéndose en la distancia, para entregar la carta a la esposa de uno de los linchados. A la llegada le sucede una secuencia en un saloon, y a la marcha le precede otra en el mismo espacio. La luminosidad distendida de la primera contrasta con la espectral atmósfera de la segunda. La primera destaca por singulares detalles excéntricos: los dos recién llegados contemplan una pintura, y preguntándose porque el hombre del cuadro (que asoma tras unas cortinas) no alcanza a la mujer postrada (lo que en parte revela cuánto tiempo llevan lejos de la 'civilización'). En un momento dado, el camarero les pregunta qué tiene en la cabeza, a lo que Gil contesta si hay que tener algo en la cabeza, y un tercer hombre, al fondo del plano, apostilla que barro en el ojo. El cuadro encontrará su correspondencia con la revelación posterior de que la mujer que Gil esperaba reencontrar, Rose (Mary Beth Hughes), se ha casado en otra ciudad. Por otro lado, ese diálogo de toque absurdo se revelará como premonitorio de un absurdo posterior más sombrío y doliente. ¿Qué tienen en la cabeza los que furibundos conforman la 'partida de caza' que ansían colgar a los que han robado ganado y,se supone, matado a un ganadero y que, exceptuando siete de ellos, parece que tienen más ansia de ajusticiar al primero que encuentren que parece sospechoso que dirimir lo que es justo? Barro en los ojos es lo que tienen, esa materia primigenia que nos define, esa bestia que se revela en cada uno, ya sea por la ceguera de la revancha, como Farnley (Marc Lawrence), que era amigo del ganadero, por sentirse de nuevo importante y afirmarse ante los ojos de los otros habitantes del pueblo, como el mayor Tetley (Frank Conroy), reflejado en el hecho de que porte su uniforme militar sudista para conducir la 'partida', y que ansía que su hijo, que no comparte sus valores, se convierta en un 'hombre'. Otros son meros borregos que se pliegan a lo que dice la mayoría o son sencillamente unos brutos (incluida la única mujer participante).
Cuando encuentran y capturan a tres hombres que consideran sospechosos, Martin (Dana Andrews), 'Papa' (Paul Ford) y Martinez (Anthony Quinn), no se esfuerzan en contrastar los argumentos que plantea Martin para justificar por qué posee el ganado del que creen asesinado, como rechazan la insistente llamada a la razón, a que se aplique la justicia legalmente, del anciano Davies, al que sólo se unen seis hombres más, entre ellos el único integrante afroamericano (detalle sorprendente en su época) o Gil y Art (el segundo conteniendo al primero en sus impulso de enfrentarse al resto porque les metería en problemas). La habilidad de Wellman se revela en hacer cuerpo de una indignación ética sin que el discurso anule el drama. Las tenebrosas sombras, del gran Arthur C Miller, cargan de afilada tensión el relato que parece transcurrir en la noche de los tiempos, en la de ese primitivismo que parece dominar al ser humano cual furia desatada a la primera oportunidad que se le permite dar rienda suelta. El lirismo se embosca en la crudeza de la falta de clemencia, de no saber ver sin barro en los ojos. Que además se revele que no eran los culpables (e incluso que ni siquiera el ganadero estaba muerto, sino sólo herido) acrecienta la desolación, que se hace manifiesta y palpable en la prodigiosa secuencia última en el salón, con los hombres como espectros apoyados en la barra, mientras escuchan a Gil leer la carta que escribió Martin antes de morir, dirigida a su esposa, en la que encendidamente cuestiona que nadie debe tomarse la justicia por su mano. Wellman encuadra a Gil mientras lee la carta, ocultándose sus ojos por la interpuesta ala del sombrero de Art. Una afinada y elocuente manera de reflejar la vergüenza que siente, esa vergüenza cuya sombra no debería abandonar a todo aquel que ha participado en tal ignominia.

The lookout

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¿Cuáles son los mejores sistemas de organización?: El ritual, el patrón y la repetición. Quien tiene el dinero, tiene el poder. ¿Qué relación tienen ambas ideas?. Ambas son líneas de diálogo de la muy sugerente 'The lookout' ( 2007), de Scott Frank (cuya última obra, la magnífica 'Godless' se acaba de emitir en Netflix). Una película que, como 'El espia', de Billy Ray, o 'Half Nelson, de Ryan Fleck, pasó desapercibida ese año por la cartelera, ejemplo de un cine que habla a medio voz, sin portar el ampuloso equipaje de las grandes pretensíones, ni aparatos formales impactantes, y que sin embargo contienen un poso, tanto emocional como reflexivo, más sustancioso. De apariencia discreta, o funcional, su sobriedad formal se sostiene sobre un sutil entramado simbólico y la afinada modulación de una emoción subterránea que va desarrollándose en eficaz progresión. Quizás no sean obras maestras, pero ofrecen una mirada incisiva sobre una realidad inestable en la que las certidumbres vitales se diluyen entre lacerantes interrogantes ¿Cómo juzgar a un traidor si la propia institución está agrietada por la inconsecuencia?, en la obra de Ray, ¿Cómo educar si la sociedad no alienta el conocimiento sino el aturdimiento y las desigualdades sociales y económicas?, en la de Fleck, ¿Cómo levantarse cada mañana encontrando un sentido a lo que se hace cuando nada es seguro? ¿Cómo hacerlo cuando se ha perdido el inercial engarce del ritual, el patrón o la repetición?, en la de Frank.
'The lookout' (2007), que se puede traducir como El vigía, es una muy estimulante opera prima de Scott Frank, un trayecto alquímico en la recuperación de un impulso vital perdido. O volver a ser vigía del propio horizonte. Chris (un excelente Joseph Gordon Levitt) fue el único superviviente de un accidente de coche, en el que murieron dos amigos ( y quizás su novia Kelly, con cuya ambigüedad se juega durante todo el relato, ya que ¿la ve o la imagina andando por la calle, hasta que en una,sí evidenciada, ensoñación le muestra una pierna ortopédica?. Chris conducía, además, lo que le hace sentirse responsable, y no se lo ha perdonado así mismo. Esa secuencia introductoria es tan eficaz como hermosa: Chris apaga los faros del coche, para apreciar en la noche la luz de las luciérnagas. Una magía que se quiebra cuando, al encender las luces, se encuentran ante una segadora en mitad de la carretera. ¿Qué hacía ahí? Así son los accidentes de la vida, a veces, tan absurdos.
Han pasado cuatro años, y en una sucesión de secuencias impresionistas, conducidas por la voz en off de Chris, enumera lo que hace tras levantarse: 'Una y otra vez, 'me levanté y...'. Frank, de este modo, ya nos introduce con sutil concisión en la 'respiración' tonal de la película, que no es sino el estado, la circunstancia emocional de Chris. Lo que éste escribe es un ejercicio que realiza para el centro de rehabilitación al que aún acude. Estuvo diez días en coma tras el accidente, y las huellas del mismo no sólo están en las cicatrices que surcan su cuerpo, sino en sus fallos de memoria, y en, a veces, no distinguir colores u aromas. Convive con un amigo, Lew (Jeff Daniels), el cual es ciego, al que conoció en dicho centro, el cuál le aporta la estabilidad que a él le falta. Es elocuente la escena que nos lo presenta: Chris desespera porque no logra encontrar el abridor de las latas, y tiene que esperar a la llegada de Lew, quien con su serenidad, tanto logra resolver el problema como calmarle. Chris destacó como jugador de hockey sobre hielo años atrás, pero ahora el hielo de la quebradiza realidad le supera. Por eso, no logra realizar ese ejercicio de describir lo que hace cada mañana, y en donde cada dos frases, reaparece el leitmotiv ' me levanté...'. Como si en su vida no hubiera arranque. Lew le sugiere que lo plantee como una historia, pero para plantearlo como historia se necesita encontrar un sentido, y una dirección, algo de lo que carece un atascado Chris que no logra rehacerse. Quiere volver a ser el que era, pero eso no puede ser, por lo que se convierte en un lastre, cuando debería pensar hacia dónde se dirige. Como le dice Lew, hay que saber el final de la historia, para poder empezar.
Chris trabaja en un banco, limpiando, y como guarda nocturno, puesto que consiguió como handicapado, y espera poder ser cajero, e ir ascendiendo, encontrar su posición en la sociedad y la vida. En suma, salir de los márgenes en los que está atrapado. Otra opción en el horizonte es montar un pequeño negocio con Lew, un pequeño bar. Claro que no es fácil encontrar crédito, como encontrar apoyo de su rico padre, que minusvalora sus proyectos. Le presta el justo dinero para pagar el alquiler e ir tirando, pero nunca apuesta por él, para que se impulse y encuentre su camino. Más bien, representa una tercera opción nada estimulante, que vuelva al nido con ellos. Ni en los bares logra ligar, torpe y tímido, paralizado en la distancia. Hasta que aparece su 'reverso', su 'Mr Hyde', el oscuro doble, Gary (Mathew Goode) que le 'seduce', haciéndole sentir parte de un grupo, posibilitándole la oportunidad de conocer chicas, en concreto, a Luvlee (Isla Fisher).
Pero todo es un espejismo. Lo que pretende Gary, con esos 'dulces' es atraerle para que colabore con ellos en un atraco al banco en el que trabaja. Quien tiene el dinero, tiene el poder, le dice. De la misma manera que los bancos prestan o subvencionan muy parcamente a los granjeros para tenerlos sojuzgados en la dependencia, ya que no les ayudan lo suficiente para que se eleven en la 'independencia económica', el padre de Chris tiene 'atado' a su hijo. ¿O acaso le prestaría mil dolares si se los pidiera?, apunta Gary. Chris literalmente se los pide, y se corroboran las palabras de Gary. Y, por otro lado, el banco hace oídos sordos a su petición de un credito para montar el bar. ¿Por qué no quitar lo que no te dan?. Y, además, ahora sí puede hacer una historia con su vida. Ahora Chris puede decir (en una brillante idea de guión) 'me levanté y seguí al furgón blindado del dinero...me levanté y ayudé a Gary a...'.Por fin, algo sucede, algo que rompe el hielo de la repetición de su vida enquistada, de la que no puede hacer historia, porque no reconoce, ni quiere, esos patrones o rituales en los que está sumida su vida. Porque son un engaño y una trampa. Pero ¿es la solución? ¿o debería enfrentarse a esos 'fantasmas' de su rabia y frustración?...
En cuanto le plantean que le van a ascender a cajero, Chris mira la tarjeta que dio cuando le aceptaron en el banco, la tarjeta en la que se declaraba como handicapado por heridas de accidente en la cabeza. El origen de todo, la herida que no ha logrado cicatrizar, con la que no se ha logrado enfrentar. Aunque ya es tarde para echarse atrás en ser participe del atraco, en el que le habían adjudicado el papel fundamental de 'El vigía' (The lookout), atento a si aparecía la policía. Sí, era un vigía ciego, que no sabía mirar su propio horizonte, aunque fuera incierto y precario. Y la violencia se desata. Frank modula con precisión estas secuencias sin nunca perder de vista que lo que, primordialmente, está en juego es ese proceso de conciencia, o de apertura de mirada, de Chris. Quien al final habrá asumido ese incierto hielo de la realidad sobre el que se camina, pero se habrá perdonado al fin a sí mismo, y quizás así logren perdonarle los demás. Y ahora los pasos sí son suyos. 'Me levanté esta mañana y...'. Sí, ya puede ver con claridad. Ya es vigía de su propia vida. James Newton Howard compuso una de sus más brillantes bandas sonoras, con ecos de otra de sus grandes obras, 'Grand Canyon'. James Newton Howard compuso una de sus más brillantes bandas sonoras, con ecos de otra de sus grandes obras, 'Grand Canyon'.

Wonder wheel

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La noria de lo sueños quemados. Nos engañamos para poder sobrevivir, apunta Mickey (Justin Timberlake), el socorrista aspirante a escritor, cuando alude a las reflexiones que plantea la obra teatral de Eugene O'Neill 'The iceman cometh', que dispuso en 1973 de una admirable adaptación de John Frankenheimer. Para los inadaptados, despojos, personajes al margen de la sociedad (alcohólicos, prostitutas, revolucionarios fracasados…) que frecuentan el herrumbroso local regido por Harry Hopes, quien lleva años años sin salir a la calle, hay una figura que representa la pervivencia de su autoengaño, Wikes. Sus dos visitas anuales son como la navidad, fechas ritualizadas que les hace sentir la ilusión de que hay boyas en el trayecto, y por ello un horizonte, y no se están ahogando realmente, flotando mientras tanto en el vacío. A quien Mickey se lo comenta es a Ginny (Kate Winslet), una camarera que un día soñó con ser actriz, que vive en una casa junto a una noria (wonder wheel), con un segundo marido, de nombre carrolliano, Humpty (Jim Belushi), quien rige un tiovivo. Pero su vida tiene poco de país de las maravillas, y sí de ilusión rota. Vive junto a una atracción de feria, pero su vida es más bien como un mecanismo encasquillado. Aunque aún sueña con que se pueda mantener sobre el muro, sin caerse, ni haberse ya caído, como Humpty Dumpty, como si no se hubiera ya quemado su vida, o ella misma la hubiera quemado.
En cierta secuencia, Ginny relata cómo se siente responsable de la ruptura de su primer matrimonio, con alguien que sí amaba, cómo propició su fracaso por sus propios errores, y cómo ahora vive con alguien que, en cambio, le hace sentir lo que no es el amor, ya que no es sólo gratitud y compañía. Su vida, por tanto, se rige por la falta. Se lo expresa, además, a su particular Wikes, con quien mantiene una relación sentimental durante este verano de principios de los 50, Mickey, el escritor que vuelve a dotar de relato a su vida, el socorrista que ayuda a que deje de sentir que se ahoga en su vida anodina. Durante el plano sobre su rostro, la tonalidad cromática y la gradación de luz varía. No es habitual en el cine contemporáneo este uso significativo de color y luz, recurso en el que Allen, con la colaboración de Vittorio Storaro, reincide en otros relevantes momentos de la narración, como en un diálogo que mantiene Ginny con Carolina (Juno Temple), la hija del primer matrimonio de Humpty, que este vuelve a acoger en su casa pese a no hablarse desde que ella se casó con un gangster, y que se convertirá en la interferencia en el sueño de Ginny.
Woody Allen delinea su obra con una de las puestas en escena más elaboradas de su filmografía en lo que va de siglo: cuándo dilata largamente un plano, siguiendo los movimientos nerviosos de un personaje, y cuándo corta significativamente a un primer plano de otro personaje (representación/tajo de lo real); una elipsis cortante que es fundido en negro y una herida que no se cerrará porque fulmina cualquier remota posibilidad de la realización de un sueño). Aunque haya deparado su obra más floja, 'A Roma con amor' (2012), en una década, más fructífera de lo que se ha señalado, con obras tan notables como 'Midnight in Paris' (2011), 'Magia a la luz de la luna' (2014), 'Irrational man' (2015) y 'Cafe society' (2016), 'Wonder wheel' alcanza la excelencia de sus más señeras obras.
En cierta secuencia, Allen utiliza con sutil ironía el cartel de una película, la magistral 'Winchester 73' (1950), de Anthony Mann. En este un un fusil pasaba de unas manos a otras, expresión de la volubilidad y el dominio de la ofuscación de las emociones sobre la razón. Se aprecia al fondo del plano, a la espalda de Mickey tras que este haya conocido a Carolina. Otro de los aspectos más sobresalientes de la obra es la ocurrencia de que el narrador sea él mismo personaje en la acción, lo que potencia la reflexión sobre la misma naturaleza ficcional de nuestra relación con la realidad, entre torpes dramaturgos e intérpretes. Mickey se dirige hacia cámara, y en ocasiones plantea reflexiones que no difieren de las que se puede plantear, como si fuera consciencia de su propia inconsistencia, la propia Ginny: ¿En qué medida dependemos del destino o de nuestra voluntad?¿En qué medida somos responsables de nuestra propia vida, de lo que frustramos o de lo que no logramos realizar? ¿Qué es lo que escribe la realidad?¿Te cruzas con alguien y a la casualidad la denominas destino con lo que justificas decisiones que sino no tomarías?¿No habitamos un escenario de representación que intentamos dotar de coherencia, y en el que intentamos sostenernos sobre un ilusorio equilibrio, como un noria o un tiovivo que soñamos con que no deje de dar vueltas, o no será más bien una condena, una rueda que meramente chirría aunque intentemos adornarla con luces y colores? Mickey se interroga y reflexiona como si la realidad o las relaciones sentimentales fueran una partida de ajedrez, pero los jeroglíficos de los sentimientos parecen siempre superar a las cartografías de la razón. Cuántas veces no nos inclinamos por lo que advertimos (o más bien advierten miradas ajenas) como opciones sentimentales más razonables, sino que nos dejamos arrebatar y arrastrar por las mareas de emociones que nos desbordan y ofuscan, como un sueño que nos apresa cautivos (como aquella noria que aplastaba al niño humanoide en la desoladora secuencia culminante de 'Inteligencia artificial', de Steven Spielberg). Las llamas de las emociones arden, como las de las frustraciones y amarguras, como un niño que protesta porque la realidad sea más bien un engaño, o no como se soñaba, como el hijo de Ginny, en feliz ocurrencia de contrapunto, no puede contener sus arrebatos pirómanos.

Columbus

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La arquitectura de la intemperie: figuras que buscan, figuras que desaparecen. La insignificancia y fragilidad de unas vidas frente a la magnificencia de unos edificios, el escenario de una vida en el que te puedes sentir, en ciertos momentos, como un fleco que no encuentra la conexión, o se siente desvanecido entre tantos otros. Columbus, es una localidad de Indiana que se ha convertido en lugar de atracción turística para aficionados a la arquitectura, por la serie de singulares edificaciones modernistas, obra de reputados arquitectos como I.M Pei, Eero Sarinen, Deborah Berke, Richard Meier o James Polshek. Es una ciudad que parece una vitrina, un Olimpo en el que la misma armonía parece música espacial, como si las fisuras y el desorden hubieran sido desterrados. Esa es la impresión que transmiten las exquisitas composiciones de Elisha Christian para 'Columbus' (2017), la opera prima del cineasta coreano, afincado en Nashville, Kogonada, seudónimo inspirado en un guionista de Akira Kurosawa. Aunque la principal inspiración de sus estáticas composiciones, así como de la relevancia figurativa y significante de los espacios y su sentido de la duración o aliento narrativo, sea Yasujiro Ozu. También por el contraste entre las emociones desorientadas, desvalidas, de los personajes y la armonía misma de los encuadres, asimetrías y simetrías en forcejeo, esa sutil dinámica que se escancia como música, propulsada por la bella ingrávida banda sonora de Hammock.
“Pienso que el cine es el arte de la duración. La arquitectura es el arte del espacio. También construye nuestro sentido del vacío. Nos hace ver la nada y la ausencia de una manera que, sin ello, es casi invisible para nosotros. Una vez que descubrí la arquitectura de Columbus, necesité profundamente que fuera parte una parte de la primera película que hiciera”. En las primeras imágenes, una mujer, Eleanor (Parker Posey) busca a alguien. Recorre amplias estancias de una casa con grandes cristaleras. Encuentra a ese hombre, en el también amplio jardín, contemplando la distancia. No vemos su rostro, está de espaldas. En el siguiente plano, también general, y con notoria profundidad de campo, en primer término, bajo un atrio, Eleanor habla por el móvil mientras el hombre se aleja para coger su paraguas y desaparece al fondo, por una esquina del encuadre. Eleanor se vuelve, y echa a correr. En el siguiente encuadre, se revela que el hombre se ha desplomado. Esta introducción, por la utilización de los diferentes recursos expresivos (composiciones, profundidad de campo, interrelación figuras con espacio), sedimenta el talante, diría incluso, el sutil temblor, que se estira (como un gato en sueños) en la serena narración. Búsquedas, desapariciones, la vida que parece dar la espalda, indefensión, desorientación.
La narración se centrará en dos personajes que coinciden cuando les separa una verja, como también, uno y otra, sienten que una verja les separa de la vida. Jin (John Cho) es el hijo del hombre que se ha desplomado, un reconocido arquitecto, que está ingresado en el hospital, en coma. Traduce literatura, pero parece sentirse como si no lograra traducir la vida, o esta le esquivara con frases que no logra articular para sentir que habita la vida. En sus secuencias de presentación se alterna su diálogo con Eleanor, la asistente de su padre, con su exploración de la amplia habitación que ocupaba su padre en un lujoso hotel de construcción edwardiana. Esa alternancia evidencia su desajuste, como quien se desenvolviera por la realidad como un resorte agarrotado. Su espera de acontecimientos también refleja su circunstancia vital entumecida, como quien permanece abducido por una desbordante actividad laboral. Su vida no parece tener raíz u hogar, como si esa constante actividad distrajera del discernimiento de que realmente se ha desplomado, y quizá padezca cierto tipo de coma vital. Incluso, sus sentimientos parecen haberse quedado atrás, como si hubieran quedado encallados, quizá porque ni los expresó ni había asumido que no fueran correspondidos.
Casey (Haley Lu Richardson) es una bibliotecaria y guía que renunció a sus estudios de arquitectura. En vez de desplazarse para realizar sus sueños, decidió anclarse como el apoyo que considera que su madre necesita. Optó por convertir su vida en un anaquel o una casilla en la que permanecer inmóvil, como los libros que clasifica como bibliotecaria, como si suministrara seguridad e inmunidad, raíz y hogar, a la desorientación que sufrió su madre por su pretérita adicción a las drogas. Como si su presencia imposibilitara su recaída. Casey y John establecen una pasajera conexión, que no es la de los amantes, sino la de dos seres a la deriva, que mutuamente se reflejan en su desorientación. Casey muestra a Jin sus edificaciones favoritas. En principio, expresa su admiración a través de palabras que parecen neutras, como las de una guía. Jin demanda impresiones personales, por qué son sus favoritas, qué suscita en ella. En cierto momento, Casey alude a la consideración de Polshek sobre la posible condición curativa de la arquitectura. La relación que se construye entre ambos, como ese puente acristalado que contemplan desde la orilla del rio, sí resulta curativa, como si liberaran tapones vitales. Las emociones se exponen, incluso se liberan como la convulsión de una herida que se ha retenido demasiado tiempo, como una danza febril. Ante un edificio acristalado, el primer banco que no dispuso de una construcción acorazada, cerrada, Casey comienza a exponer lo que siente. Ante otra, descubre que su madre no es tan transparente en su relación como ella pensaba. Una revelación que impulsa su determinación de construir su propia vida, y eso implica desplazamiento, y no anclas. El grupo Hammock compone una extraordinaria banda sonora que se acompasa como una segunda piel a la narración.

Una vida a lo grande

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Vida reducida, mente ampliada. En esta sociedad que busca ávida el beneficio para así degustar cualquier lujo que apetezca resulta recurrente, para la mentalidad empresarial, una medida que se considera necesaria al respecto: la reducción de gastos. Economizar es la clave para ampliar los beneficios. Una opción habitual es la reducción de plantilla, esa masa indiferenciada de peones. Por eso, reducir el tamaño puede ser una medida oportuna: no sienten que han sido despedidos sino que pueden acceder a los lujos a los que tantos aspiran (o se incentiva aspirar): los precios se acompasan al tamaño: por eso, se puede vivir en una mansión con cualquier disfrute recreativo accesible, en vez de sufrir, en la realidad a escala convencional, el estrangulamiento de las dificultades para conseguir un préstamo que posibilite un nuevo hogar, como es el caso de la pareja que forman Paul (Matt Damon) y Audrey (Kristen Wiig). Por esas restricciones deciden reducir su tamaño, para vivir no sólo una vida desahogada, sino a todo lujo. Aunque el propósito de quienes hayan conseguido ese logro científico fuera más bien evitar la sobreexplotación de la tierra, como medida respetuosa con el medio ambiente. Pero ya se sabe que para un amplio porcentaje de los seres humano el primordial medio ambiente es uno mismo y sus extensiones, aquellos a los que considera los suyos. A eso se reduce su perspectiva. Por eso, el título original de 'Una vida a lo grande' (2017), de Alexander Payne. Reducción (Downsizing), dispone de mordaces aristas.
En una de las obras previas de Payne, 'A propósito de Schmidt' (2003), Schmidt (Jack Nicholson), un jubilado que había vivido su vida como quien ejecuta, en forma de bucle, las mismas acciones en las mismas casillas (su despacho y su hogar), decide asistir monetariamente a un niño africano, con el que, además, se cartea, una buena excusa de descarga para, por fin, dotar de relato a su vida comprimida en una restringida trama, conducida por otros (su empresa, su esposa), pero, al final, por otro lado devendrá el reflejo que evidenciará como una lágrima tardía la intemperie consustancial a una vida desperdiciada, fútil y anestesiada que no había influido en nadie. No difiere de la vida estacionada del protagonista de 'Nebraska' (2013), Woody (Bruce Dern) ¿Por qué como una falena que se golpea contra la luz de una bombilla se encamina una y otra vez hacia otro estado, Nebraska, para recorrer cientos de kilómetros andando en busca del premio que cree haber conseguido? El engaño y la decepción se retorcían en el gesto enajenado de quien persigue lo que no logró conseguir, como si su vida fuera el atropello de una falsa promesa. Ambos personajes viven un trayecto físico que implica una modificación, una asunción, la comprensión de una derrota, o la consecución de una victoria provisional, aunque sea en forma de gesto pasajero, recorrer con el coche de su hijo la calle de su pueblo natal, como si por un instante no fuera alguien que meramente ve pasar los coches, o sea, la vida. Paul es un proyecto de vida de Woody y Schmidt. En las primeras secuencias, Payne planifica igual la entrada a casa, cuando llega con comida para su madre, que cuando tiempo después lo hace para su esposa. Varían sólo las figuras. Es un proyecto de vida estacionaria, pero las restricciones financieras determinan decisiones extremas. Aún más, por su condición de hipérbole, en esta fábula vitriólica.
En 'Una vida a lo grande' hay un trayecto, un desplazamiento (de grande a pequeño, pero también lo será territorial, de Estados Unidos a Noruega), e implicará una modificación de perspectiva (de mirada): La reducción de tamaño físico devendrá, como dirección imprevista, una ampliación de la mente. En principio, por la consciencia de la inconsistencia de lo que consideraba su propia firme realidad (o relación afectiva). Queda entonces sólo la carcasa de esa pompa de jabón de lujo, como el falso premio que no era sino una estrategia promocional en 'Nebraska'. En este caso la decepción ejercía de puntilla de un fracaso en retrospectiva. En 'Una vida a lo grande' afecta a un proyecto de vida, como la extracción de un sueño. Con la particularidad de que el despertar se realiza en un escenario de realidad, una versión en miniatura, una amplificación del simulacro que no dejaba de ser su realidad (o ilusión de realidad), con sus espejismos y distorsiones. En su trayecto de conocimiento Paul dispondrá de un par de contrastes o contrapuntos. Conocerá a quien vive en la escala inferior de la carencia y la precariedad. No es un niño africano que se adopta para que puede ser alimentado, sino una mujer vietnamita, Ngoc (Hong Chau), otra de tantas inmigrantes que quieren encontrar su oportunidad en Estados Unidos, pero que colisiona con las poco receptivas directrices actuales de quien gobierna en el país. Por supuesto, si encuentra su lugar no será para poder vivir los lujos a los que sí puede acceder el americano medio. Su función en ese escenario miniaturizado es el de mujer de la limpieza. Su lugar, su espacio, en los márgenes de la precariedad, con un muro como separación, donde predomina la indiferenciada y masificada carencia en el escenario amorfo de la colmena (que por supuesto no carece de las correspondientes pantallas anestesiadoras). La sociedad de la supuesta tierra de las oportunidades no lo pone fácil. Discrimina. A no ser que se recurra a la picaresca, como es el caso de otro inmigrante, este europeo, Dusan (Christoph Waltz), quien, como adaptable criatura fluctuante, sabe explotar el mercado para su conveniencia porque sabe que la clave es crear necesidades y deseos para enriquecerse con su suministro.
Paul recorre la otra dirección, hacia la vida reducida real, sea en el tamaño físico que sea, como forma de conocimiento, el conocimiento de nuestra propia insignificancia, como contrapunto del atropello de nuestra arrogancia. Lo primero queda evidenciado en las hermosas secuencias en los fiordos noruegos, por el espacio y el mismo imponente silencio (o carencia de ruido), y lo segundo se ratifica por la confirmación del irremisible cataclismo ambiental debido a los desmanes de la indiferencia del ser humano (esa que ha despreciado las recomendaciones del G8 porque ponen en peligro los beneficios empresariales, y al ciudadano medio sólo le importa su propio ombligo, y consumir todo lo que pueda conseguir, siempre presto a desenfundar la excusa de la necesidad de supervivencia).
Payne orquesta una narración irregular, con secuencias brillantes (el proceso de reducción) o emotivas (la llegada al poblado noruego), y una tónica excesivamente neutra (como el mismo empleo convencional de la música), oscilando entre apuntes mordaces y cierta vena discursiva que deshilacha, como brotes excesivos, el curso del relato. En ocasiones, se echa en falta que abundara en ciertas direcciones que apunta, o directamente que hubiera optado por otras. En otras, parece que se acomodara a la opción de la arista más mullida, valga la paradoja, como representa el vivaz carisma histriónico de Christoph Waltz que se repite como si él mismo fuera un repertorio grato de recrear una vez más. Por eso, la vena sombría resulta demasiado confortable, o amable. Por eso, la obra no cala y rasga con la necesaria melancolía, como quizá debiera. Esa que vibraba durante todo el relato de 'Nebraska' y culminaba en el hermoso gesto victorioso pasajero de Woody. Aquí, la excelente secuencia final más que culminar condensa lo que podría haber sido en su totalidad, una forma de sintetizar ideas con una emoción precisa y contenida a través del uso de la mirada.

Lo mejor del 4º trimestre

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10. Demasiado cerca, de Kantemir Balagov
9. La batalla de los sexos, de Valerie Faris y Jonathan Dayton
8. El tercer asesinato, de Hirokazu Kore Eda
7. La suerte de los Logan, de Steven Soderbergh
6. El gran showman, de Michael Darcey
5. Wonder wheel, de Woody Allen
4. En realidad nunca estuviste aquí, de Lynne Ramsay
3. Columbus, de Kogonoda
2. Blade runner 2049, de Denis Villeneuve
1. A ghost story, de David Lowery
Mejor actor: 1 Koji Yakusho (El tercer asesinato) 2. Joaquin Phoenix (En realidad nunca estuviste aquí) 3. Steve Carell (La batalla de los sexos) 4. Meread Ninidze (Jupiter´s moon). 5. Hugh Jackman (El gran showman)
Mejor actriz: 1 Sylvia Hoeks (Blade runner 2049) 2 Emma Stone (La batalla de los sexos) 3 Harley Lu Richardson (Columbus) 4 Darya Zhovner (Demasiado cerca) 5 Rooney Mara (A ghost story)
Mejor dirección de fotografía: 1 Blade runner 2049 (Roger Deakins)2. A ghost story (Andrew Droz Palermo) 3. Columbus (Elisha Christian) 4. Wonder wheel (Vittorio Storaro) 5. El gran showman (Seamus McGarvey)
Mejor banda sonora: 1. A ghost story (Daniel Hart) 2. Blade runner 2049 (Hans Zimmer y Benjamin Wallfisch) 3 Columbus (Hammock) 4 La batalla de los sexos (Nicholas Brittell) 5 Handia (Pascal Gaigne)
Mejor guión: 1 Blade runner 2049 (Hampton Francher y Michael Green) 2. El tercer asesinato (Hirokazu Kore Eda) 3 La batalla de los sexos (Valerie Faris y Jonathan Dayton) 4. Wonder wheel (Woody Allen) 5. La suerte de los Logan (Rebecca Blunt)
Mejor montaje: 1 A ghost story (David Lowery) 2. Blade Runner 2049 (Joe Walker) 3. Columbus (Kogonoda) 4. La suerte de los Logan (Mary Ann Bernard) 5. El gran showman (Tom Cross)

Cazador de forajidos

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'Cazador de forajidos' (The tin star, 1957), de Anthony Mann, comienza, como su posterior 'Hombre del oeste' (1958), con la llegada (irrupción) de un 'extraño' en un pueblo. Pero si en esta la presencia de Link (Gary Cooper) pasa desapercibida, y el extrañamiento se trama a través e la mirada de Link, como si accediera a otro mundo (por ejemplo, ante la 'aparición' del tren), en 'Cazador de forajidos' el extrañamiento se sedimenta por la reacción que suscita la 'aparición' del 'extraño' en la gente del pueblo. Por otro lado, se constituye en una una muestra más de la ejemplar capacidad de Mann para introducirnos ya en el 'nervio' de la narración, y su sutil y elaborado trabajo con la puesta en escena como creación de sentido y atmósfera. Veamos: Una figura en caballo se perfila al fondo de la calle principal del pueblo. A medida que se acerca, advertimos que trae consigo otro caballo que porta lo que parece un cuerpo tapado con una lona. La gente empieza a salir de los locales intrigada por este recién llegado. Y sí, es un cuerpo de alguien muerto lo que trae. Una mano sobresale, suspendida. Dos planos cada vez más cercanos, lo corroboran. Una mano, además, crispada, como si ya tuviera el rigor mortis (debe haber recorrido una buena distancia).
Este detalle, o 'gesto', ya introduce, o deposita, en la narración esa violencia crispada que se tensará en el desarrollo de la narración, un recurso ya utilizado, con ingenio, en otros de los westerns de Mann. Véase las reacciones de Lin (James Stewart) y Henry (Stephen McNally), en 'Winchester 73' (1950), al reconocerse en el saloon, llevándose las manos donde suelen portar sus cartucheras (que han tenido que dejar en la cárcel, como todo el mundo, por orden del sheriff), un gesto electrificado que ya define la violencia 'pendiente' entre ambos. O el irritado gesto de Howard (James Stewart), en 'Colorado Jim' (1953), cuando, al caer, se quema las manos con la cuerda, después de intentar ascender a lo alto de las rocas donde se encuentra el hombre que persigue, un gesto de furia que delata la 'urgencia' de capturarle, y que insinúa que hay en ello algo más personal que el capturar a un forajido por una recompensa. O el gesto reflejo de Glynn(James Stewart), en 'Horizontes lejanos' (1952), de echarse la mano al cuello, al sorprender a unos hombres que intentan ahorcar a Cole (Arthur Kennedy). 'Cazador de forajidos', con guión de Dudley Nichols y Barney Slater, y sutil trabajo de fotografía de Loyal Griggs, quizá ha quedado ensombrecida por los westerns más renombrados, o valorados, de Anthony Mann, como 'Hombre del oeste' (1958) o las cinco que realizó con James Stewart, 'Winchester' 73 (1950), 'Horizontes' lejanos' (1952), 'Colorado Jim' (1953), 'Tierras lejanas' (1955) y 'El hombre de Laramie' (1955), pero no desmerece en comparación, como tampoco sus otros westerns en blanco y negro, 'Las furias' (1952) y, sobre todo, la muy revalorizable 'La puerta del diablo' (1950).
El hombre que llega con el cadáver es Hickman (Henry Fonda). ¿Quién es? ¿Por qué suscita ese revuelo entre los habitantes de ese pueblo, que le siguen hasta la cárcel del sheriff, donde Hickman se baja de su caballo y entra?. Estos planos, entrando en la carcel, en plano general, no son caprichosos, dada la importancia de esa profundidad de campo, de ese movimiento alterado de la gente, que se ve a través de las ventanas del fondo. Por un lado, anuncian lo que se dirimirá en las secuencias finales, cuando la turba liderada por Bogardus (Neville Brand) se entrevea al fondo tras que hayan roto el cristal con una pedrada, y levantado la persiana con ese golpe, dispuestos a enfrentarse al sheriff para linchar a los dos detenidos (eso es saber trabajar la profundidad de campo). Y, por otro lado, condensa una cuestión de fondo, la soledad del sheriff en las situaciones delicadas, cuando es dejado a su suerte, sin apoyo, por las fuerzas vivas del pueblo (algo asi como lavarse las manos en los momentos más cruciales y necesarios). ¿Y quién es el sheriff?. Hickman entra en el cuarto trasero y se encuentra con un joven, Ben (Anthony Perkins) practicando con sus pistolas, enfundando y desenfundando, hasta que una de ellas se le cae, y al agacharse se percata de la presencia de Hickman. Este, perplejo, pregunta por el sheriff. Se oyen, fuera de campo, las voces de los 'jerifaltes' del pueblo que entran por la puerta llamando al sheriff. Ben coge su chaleco, y se lo pone, y vemos que lleva la estrella de sheriff ( la expresión sorprendida de ese gran actor que fue Henry Fonda es todo un poema).
Alcalde, juez y compañía viene a exigir (eso sí lo saben hacer bien, otra cosa es cuando se les necesita de verdad) que detenga a Hickman por traer un hombre muerto. Este coge uno de los pasquines de un forajido buscado, y les indica que ese es el muerto, y que él es un cazarrecompensas. El alcalde muestra su disgusto porque haya tenido que matarle, en vez de traerle vivo (de nuevo, la hipocresía, desvelada en los tramos finales cuando firma la orden y captura de los asesinos del doctor, vivos...o muertos, presionado por Bogardus, un compulsivo entusiasta del ojo por ojo, el cual perdió el puesto de sheriff en favor de Ben). Hickman verá rápidamente que es considerado un indeseable, ya que ni siquiera le dan habitación en el hotel. Cuando va a dejar sus caballos, el herrero no es otro que Bogardus, primo del forajido muerto, por añadidura, el cual en la misma secuencia, aparte de negarse a coger los caballos de Hickman, echa a un niño, Kip, que juega con las palomas, porque es indio. Dos figuras despreciadas, una por ser cazarrecompensas (hacer el trabajo sucio) y otro por ser indio (una sabia manera de saber jugar con los espejos en la narración, enriqueciendo el substrato simbólico). Precisamente, será la madre de Kip quien le dará alojamiento a Hickman en su casa hasta que cobre la recompensa. Y los dos hombres que, al final, se quiere linchar son dos medio indios.
Pero ¿Por qué ese título tan escueto y abstracto, 'The tin star' (la estrella de latón), alusión a la estrella del sheriff, parangonable en su concisión al de 'Hombre del oeste?. Esa es una de las cruciales cuestiones sobre las que se reflexiona, sosteniéndose sobre el aprendizaje de Ben a través de las enseñanzas de Hickman. Del que se descubrirá más tarde que también fue sheriff, pero dimitió cuando su esposa e hijo cayeron gravemente enfermos, y nadie del pueblo, y menos los representantes del poder, le prestaron el dinero que necesitaba, por lo que se vio impelido a perseguir a un forajido durante días para cobrar la recompensa. Pero fue demasiado tarde, cuando volvió su esposa e hijo habían muerto. Su escepticismo es comprensible. ¿Vale la pena ser sheriff cuando aquellos que proteges te dejan en la estacada cuando más lo necesitas?.Claro que sino, ¿en manos de quíén dejas las decisiones de hacer 'justicia'? ¿en alguien como Bogardus que encenderá al obtuso y sugestionable populacho para hacer uso de la horca como expeditivo y cruel recurso?. Sobre esta cuestión, o confianza en el sentido de lo que uno hace, se dirime en las sobrias y precisas imágenes de esta sabia obra, modelo de templanza narrativa.

El gran showman

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Las sombras de lo que se quiere ser. Aquel que quise ser me engañó, expresa en cierto momento P. T Barnum (Hugh Jackman), en 'El gran showman' (2017), sorprendente opera prima de Michael Gracey. El más grande hombre del espectáculo, al que se refiere el título original (The greatest showman), quintaesencia del emprendedor y promotor hombre de negocios emprendedor que crearía, a mediados del siglo XIX, el célebre circo Barnum, también se dejó deslumbrar por los focos. Quiso ser más de lo que era, como reconoce. Probablemente, porque durante su infancia vivió las carencias y la precariedad, y por lo tanto, el desprecio de quienes sí disponían de la fortuna. Su primer intento en el negocio del espectáculo, que se saldó con el fracaso, fue con figuras de cera, lo que podría considerarse reflejo de esa inmovilidad social, de índole taxidermica, que abocaba a cada a uno a la posición social que le correspondía por nacimiento. En cambio, que su primer éxito fuera con un espectáculo de freaks, de aquellos que son rechazados por su diferencia o anomalía, no dejaba de reflejar su relación con la realidad (en conflicto o pulso latente), aunque más adelante revelará su tumor de resentimiento (más que la transgresión o aspiración de transformación de una mirada, o configuración de escenario, social, una avidez de detentar la posición privilegiada de quienes le rechazaban cuando su posición era la ínfima de la carencia). Por eso, su presentación, en el primer número musical ('The greatest showman'), se realiza en sombras. Toda luz tiene su sombra camuflada. Y hay que saber extirparla para que no se torne en abismo, el abismo de querer ser más de lo que eres, ese en el que te disuelves para convertirte en una mera figura escénica. Ese es el trayecto emocional de esta excelente obra que rescata un sentido de la puesta en escena precisa y sintética que raramente se puede encontrar actualmente en las pantallas.
Antes del logo actual de la Fox, se proyecta el antiguo, lo que ya nos sitúa, más que en juegos referenciales o nostalgias cinéfilas, en la recuperación de un sentido de la puesta en escena que descarta lo accesorio, esa capacidad de condensación que, por ejemplo, caracterizaba el cine de Fritz Lang. De hecho, su extraordinario uso del color, su exquisito sentido pictórico y su entrega al artificio (con una inventiva desbordante), puede evocar la puesta en escena de ciertas secuencias, que usaban decorados para exteriores, de 'Los contrabandistas de Moonfleet (1955). Afortunadamente Gracey no transita el montaje espasmódico al que recurrió Baz Luhrmann en la cargante 'Moulin Rouge' (2001), sino que se aproxima al dinamismo de Stanley Donen en 'Siempre hace buen tiempo' (1955). Como logra transcender la convención de su música, de reminiscencias pop, y hasta extraer emoción de ella, mediante la medida modulación del montaje, sea través de cortes de planos o movimientos de cámara, que coreografía la musicalidad narrativa (para cuyo afinamiento fue requerida la asistencia de James Mangold, que acababa de dirigir, por tercera vez, a Hugh Jackman, en la espléndida 'Logan').
Los números musicales no se convierten en interrupción, sino que hacen avanzar la narración, o expresan trances dramáticos fundamentales. Con respecto a la primera cualidad, ya resulta deslumbrante cómo en los primeros pasajes, a través de una canción, condensa el paso de los años hasta que el niño se convierte en el adulto, que se recuperará como apostilla, en la secuencia en la azotea que comparte Barnum con su esposa, Charity (Michelle Williams) y sus dos hijas, tras que él haya sido despedido de su trabajo. El tema musical se titula 'A Million dreams'/Millones de sueños, al que se acompasará hermosamente el movimiento de las sabanas, esa proyección o impulso del sueño, como una pantalla en blanco que se ansia transformar en luces en movimiento de sueños realizados (como el efecto de luces que crea Barnum para sus hijas con la lámpara sobre las sábanas). En la secuencia previa, se reflejaba su otro extremo: Barnum contempla a través de la ventana a otros oficinistas en los distintos pisos del edificio de enfrente, y cómo a su izquierda, que se revela con un leve movimiento de cámara, se aprecia un cementerio. Ese es el muy breve recorrido, el único restringido desplazamiento, de aquellas vidas que quedarán atascadas en un mero trabajo de supervivencia y trámite. Barnum se resigna a quedar atrapado en ese angosto recorrido de vida, quiere transformar su realidad, no ser lo que le imponen las circunstancias. Para crear su propia vida usa su imaginación y su inspiración, incluso la picaresca (la posesión de los títulos de unos barcos, realmente hundidos, como aval para conseguir un préstamo bancario). De lo hundido, o no existente, erige realidades, nuevos escenarios. Se arriesga sobre el vacío, para de la nada crear el prodigio que cause admiración y genere riqueza. Se sintió nada en su infancia pero quiere sentirse demiurgo de su vida, como el mago que hace realidad su truco.
Esa composición de plano, ese uso del movimiento de cámara, es un ejemplo de su elaborada puesta en escena, de la atención a la significación expresiva de cada plano, y del rechazo de la ampulosidad o sobrecarga de espectacularidad. Por ejemplo, en la secuencia de un incendio no recurre a a la multiplicación de los planos ni a la dilatación de la secuencia para hacer alarde de destrucción de decorado, sino más bien recurre a la elipsis y al fuera de campo. Prima la concisión narrativa, y la supeditación a los estados y conflictos emocionales, a la tensión dramática del momento. Sea el pulso que establece Barnum para que el productor teatral Carlyle (Zac Efron), porque le puede abrir puertas al público de las clases privilegiadas, se alíe como socio, en el espléndido número musical 'The other side'. Sea la vibrante intensidad de la afirmación de la singularidad en 'This is me', el número que canta la mujer barbuda, acompañada de los otros componentes de la troupe, cuando se sienten rechazados por Barnum porque ya no son convenientes cuando él logra acceder a los brillos de la relación con las clases privilegiadas (ese impulso de afirmación se ve reflejado en los impetuosos movimientos de cámara conjugados con los de los actores).
O el doloroso lirismo de la interpretación musical de Jenny Lind (Rebeca Ferguson). Durante su intervención se conjugan varias miradas y tensiones dramáticas. Charity vislumbra lo que podría conllevar la fascinación que suscita en la mirada de su marido, y Carlyle, ante las miradas de otros asistentes, retira su mano de la de su amada, la acróbata Anne (Zendaya). Si su flechazo se había reflejado, de modo bellísimo, en una secuencia que evoca otra de 'Big fish' (2003), de Tim Burton, también en un circo (el tiempo se detiene, mientras sus miradas se agarran, ella suspendida en el aire en pleno vuelo acróbata, como si él fuera el compañero que la coge en el aire sobre el vacío), esa tensión de clase se evidencia como interferencia que imposibilita el difícil equilibrio en la cuerda de su amor, en el también hermoso número musical 'Rewrite the stars'. La apuesta, por ambos, de lograr materializar su amor implica reescribir las estrellas, una sublevación con respecto a una rígida estratificación de escenario de realidad (ese en el que los padres de Carlyle denuncian su infracción como vergüenza). Una variante de la actitud de Barnum de transfigurar su posición en la realidad, aunque en su caso pesaba, como lastre, la furia ante el desprecio del padre de su amada por su condición de clase, quien consideraba que no podría suministrarle lo que ella demandaría por haberse habituado a los lujos. Barnum no sólo se sublevó sino que estableció un pulso que se desquició con la enajenación, esa que, en cierto punto, no atendía a lo que de verdad necesitaba o demandaba la mujer que amaba, ni era consecuente con su singularidad o diferencia, su condición de transgresor, por su ruptura de las convenciones de representación, por hacer visible en un espectáculo lo que se rechaza por temor o asco; por lo tanto, evidenciar a través de un escenario manifiesto las monstruosidades implícitas de las discriminaciones de un escenario social. Provisionalmente, se dejó deslumbrar por los focos, por los fulgores de la posición privilegiada. Se dejó engañar por su vanidad.

El grito

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Del mismo modo que, sobre todo en las primeras secuencias, la niebla domina el paisaje de 'El grito', basado en un argumento del propio Antonioni, que convirtió en guión junto Elio Bartolini y Ennio de Cocini, la niebla de una ofuscación, de un desconcierto, dominará la mente de Aldo (Steve Cochran) desde el momento en que Irma (Alida Valli), que recibe la noticia de la muerte de su esposo, le dice que su relación de siete años (aprovechando la ausencia del marido, que se ha ido a trabajar fuera) debe terminarse. Aldo no comprende nada, ni logra asimilar esa repentina ruptura, por lo que el despecho le supera cuando sus intentos de reconciliación fracasan y la golpea en público en las calles del pueblo. A partir de entonces, el trayecto de Aldo, que abandona el pueblo con su hija, y el trabajo en la acería (como si su misma realidad se hubiera fundido), se convierte más bien en una deriva, en la cuál tendrá tres encuentros con otras tantas mujeres. Relaciones, o intentos de relaciones, en las que seguirá pesando un fantasma, el fantasma del recuerdo que no ha logrado extirpar de su mente, el de Irma, que resurgirá para quebrar cualquier opción de relación con cualquiera de esas mujeres, ya que de algún modo son 'sustitutas', una impostura de relación que compense ese 'grito', ese grito de desesperación y desconcierto.
'El grito' (Il grido, 1957) de Michelangelo Antonioni, es una estimulante exploración sobre los desencuentros en la expresión de las emociones, de la desajustada relación con los otros, de la condición de éstos como fantasmas de las propias emociones en conflicto. Antonioni parece que se mueve en el territorio del neorrealismo, en un ambiente de clase trabajadora, en el que, como reflejo colectivo, se aprecia el descontento por las condiciones laborales ( una manifestación por la apropiación de unos suelos para construir un aeropuerto militar acaece en paralelo al regreso final de Aldo), pero su estilo, que radicalizará en la que será calificada como trilogía de la incomunicación, ya está veteado por una construcción alegórica, en la que lo exterior y lo interior están conjugados armónicamente, y en la que se refleja la realidad como un espacio espectral, como las fantasmales entrañas del extraviado protagonista.
El agua, como reflejo de ese desencuentro con las emociones, será elemento presente en las secuencias, en especial con las mujeres. Cuando Irma le expresa su decisión de romper la relación, tras Aldo se aprecian las aguas estancadas del rio. Elvia (Betsy Blair), la mujer a la que acude tras la ruptura, la mujer que rechazó por Irma,vive junto al río; en su orilla arregla el motor de una lancha motora que competirá poco después; pero el motor de arranque interior de Aldo se ha averiado; en su ofuscación, intenta competir con el abandono de Irma, buscando el refugio consolador de la correspondencia de quien sabe que sí sentía algo por él; pero Aldo pronto discernirá que es insuficiente, ya que es un mero gesto de despecho.
Los espacios en el cine de Antonioni son un personaje más, un reflejo de lo que acaece en el interior de los personajes. La estación de servicio, aislada en unos páramos, en la que trabaja para Virginia (Dorian Gray); el terreno destartalado en el que destacan unas grandes ruedas, como las que, a tamaño pequeño, se utilizan para enrollar el el hilo (a coser, por otro lado, se dedicaba Elvia): la vida de Aldo está deshilachada, descosida; de hecho en ese espacio árido es donde recordará de nuevo a Irma, tras que su hija le sorprenda haciendo el amor con Virginia. O las marismas en las que erra con su desconcierto en compañía de Edera (Gabriella Pallota), con quien tomará consciencia de que su deriva es una huida hacia ninguna parte, y que del pasado no puede escapar, cuando no acepta que ella se prostituya para poder conseguir algo de dinero para ambos; de alguna manera él está 'prostituyendo' un recuerdo, engañándose al establecer unas relaciones que son imposturas para contrarrestar un dolor que no le abandona. Pero tampoco se puede volver atrás, o hacer futuro de un pasado que se cortó como un nervio. De algún modo el regreso, es el retorno al vacío, al vértigo originario que le precipitó en una caída ralentizada en la fuga de su viaje. Regresar supondrá concluir, literalmente, su caída.

14 bandas sonoras 2017

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14. La batalla de los sexos (Nicholas Brittell) 13. Una historia de venganza (Mark D Todd). 12. Llega de noche (Brian McComber) 11. Reparar a los vivos (Alexandre Desplat) 10.La tortuga roja (Laurent Perez del mar) 9. Jackie (Mica Levi). 8. Miss Sloane (Max Richter). 7. Dunkerque (Hans Zimmer y Benjamin Wallfisch) 6. El rey Arturo:la leyenda de Excalibur (Daniel Pemberton) 5. Múltiple (West Dylan Thordson) 4.Columbus (Hammock) 3. Blade runner 2049 (Hans Zimmer y Benjamin Wallfisch) 2. Loving (David Wingo). 1. A ghost story (Daniel Hart)

Nevada Smith

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En el cine de Henry Hathaway, la venganza ha sido recurrente percutor dramático, puesto en cuestión, sea desde la perspectiva del perseguido o amenazado, como en 'Del infierno a Texas' (1958), 'El poker de la muerte' (1967) o 'El pastor de las colinas' (1941), o de la de quien empecinado se obceca en el ajuste de cuentas, como en 'Valor de ley' (1969) o 'El último safari' (1967), en la cual hasta es un ajuste de cuentas consigo mismo. En 'Los cuatro hijos de Katie Elder' (1965), se dirime entre los propios cuatro hermanos las confrontadas actitudes de si traspasar los límites de la ley para ejercer de justiciero o no con respecto al no esclarecido asesinato de su padre. Pero no hay obra como 'Nevada Smith'(1966), con guión de John Michael Hayes (que adapta una obra de Harold Robbins), en la que tanto se diluyan las fronteras (morales) entre vengador y perseguidos, o en que ese obcecamiento sea puesto en cuestión por diversos personajes secundarios que se revelan como contrapuntos de conciencia. La obra se abre con la llegada de tres jinetes, que surgen de la distancia en el desierto, y que tras preguntar a Max (Steve McQueen) por la ubicación de la casa de su padre, asesinarán a este y a su esposa india, tras torturarles para que les suministren el oro que cree que tienen. Y se cierra el trayecto narrativo con el plano de un jinete que se aleja hacia la distancia, Max, ya Nevada Smith (reflejo de su perdida de identidad, o de su enajenamiento), tras no rematar al tercero de los hombres que buscaba, mientras éste le grita que es un cobarde por no hacerlo (sin duda,un final tan abrupto como heterodoxo). Una estructura circular con una conclusión que supone la ruptura de ese círculo en el que estaba cautivo Max, esa larga búsqueda, durante años, de esos tres hombres, con el propósito de asesinarlos, que le había convertido en una sombra (ya definido en la forma de planificar el descubrimiento por su parte de los cadáveres de su padre y madre: Max encuadrado en sombra en el umbral, desde el interior, y frente a la oscuridad, desde el exterior: no es necesario mostrar los cadáveres, lo fundamental es la conversión en sombra enajenada de Max poseído por el abismo de la pesadumbre).
El estilo narrativo de Hathaway, es directo, transparente, ajustado a lo que se denomina relato clásico, o lo es aparentemente. Soterradamente, en su uso de espacios y figuras, se insinúa un subtexto alegórico que linda con la abstracción, en algunos casos más evidente, como los desfiladeros o la iglesia enterrada bajo tierra de 'El jardín del diablo' (1954), pero también la ceguera del protagonista de 'A 23 pasos de Baker Street' (1956), acorde a su ceguera interior, y con otro espacio que linda con el abismo, la casa en ruinas sin paredes en la que está a punto de precipitarse al vacío. O las aguas caudalosas del río donde se dirime las tensiones entre los dos hermanos en 'Barreras de orgullo' (1956), y de nuevo, el agua, el río en el que se produce el enfrentamiento de 'Los cuatro hijos de Katie Elder', con los cuatro hermanos encadenados ocultos bajo el puente (señalización de la difuminación de los límites entre la ley y su reverso: la ceguera despechada del ayudante del sheriff y la imposición de su voluntad por parte del cacique). En el primer 'ajuste de cuentas' de 'Nevada Smith' de Max con Coe (Martin Landau) no da tiempo para humanizar al perseguido, todo acaece fulgurantemente. Y es elocuente que su enfrentamiento, y a cuchillo, sea en un corral entre vacas. Aún domina el impulso más visceral, ese fervor por el desquite, el ojo por ojo.
Pero en el segundo da más tiempo para 'humanizar' al perseguido, Bowdre (Arthur Kennedy), lo que evidencia más acusadamente la enajenación del vengador (el predominio del cálculo), y apuntalada, aún más si cabe, con dos detalles: primero, con el hecho de que Max es capaz de dejarse detener para ingresar en la prisión en la que es recluso Bowdre, y, segundo, su preocupación por el hecho de que Bowdre pueda ahogarse, tras caer en el agua después de haber sido azotado por haber intentado una fuga (ya que él 'debe' ser la mano ejecutora del ajusticiamiento). El hecho de que esta prisión esté entre pantanos es a su vez correspondencia con la actitud moral de Max: un espacio de arenas movedizas plagado de serpientes venenosas, como lo es el de su interior. En el relato aparecen dos personajes que encarnan la figura paterna sustitutiva que intentan encauzar su 'desvío'. Primero, cuando vaga al inicio perdido por el desierto, Cord (Brian Keith), significativamente tratante de armas. Es quien le instruye en el dominio de las armas (sabe que no tendría nada que hacer ante los tres hombres), pero ante todo, en el del necesario conocimiento de la naturaleza humana; además, le aconseja que nunca amenace a nadie del mismo modo que no se deje amilanar por las amenazas de otro. Aunque intente hacerle desistir de su empecinamiento, es consciente de la ciega impulsividad juvenil y del dolor aún a flor de piel por la pérdida. La otra figura es el sacerdote, el padre Zaccardi (Raf Vallone), cuando ya sólo le resta ejecutar a uno de los tres, incidiendo en la idea de que al afán de venganza es otra pérdida (de uno mismo).
Y también hay dos figuras femeninas como contrapunto especular, porque cada una de ellas también se ha 'perdido', pero les diferencia su consciencia (conciencia). En primer lugar Neesa (Janet Margolin), también de raza india kiowa (Max es mestizo), quien había optado por ejercer la prostitución por el odio que sentía. Pero, tras el enfrentamiento de Max con Coe, decide volver con su tribu, 'encauzar' su vida 'desviada', y no deja de cuestionar a Max, en la convalecencia de sus heridas, su afán vengador. En segundo lugar, Pilar (Suzanne Pleshette), a quien Max conoce en prisión (ella es otra convicta), quien se deja convencer por Max de que le ayude en su fuga con Bowdre proporcionándoles un bote, porque ella necesita cariño. Cuando descubra que su propósito realmente era matar a Bowdre (y lo hace, significativamente, en el agua) ella reaccionará con furia por sentirse engañada, reprochándole si se siente Dios. El hecho, por añadidura, de que ella muera por haber sido mordida por una serpiente amplifica la sórdida tragedia y el absurdo de la ceguera de Max, quien utiliza a quien fuera por su propósito. Por último, elocuente es que el enfrentamiento final con el tercero, Fitch (Karl Malden) sea en otro río, tras caer, precisamente, por una pendiente. La crudeza de la crueldad de Max cuando le dispara en las dos piernas, se torna en súbita consciencia del sinsentido de su venganza, porque le asemejaría a quien quiere matar, quien no se arrepiente de lo que hizo (además, de no amordazar sus improperios racistas). Se confronta con el reflejo de su propia ponzoña. Decide perdonarle, como si la extrajera de sí mismo, y se aleja en la distancia, tras encontrarse a sí mismo ( a su conciencia) al fin. Alfred Newman compuso la excelente banda sonora ‎

El museo de las maravillas

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La poesía de los meteoritos. La vulnerabilidad y la fugacidad. La vida es un recorrido incierto en el que, en cualquier momento, puede irrumpir una amenaza que puede segar tu vida, como la dentellada de un lobo. La vida es efímera, como un estrella fugaz en el cielo que un día es un meteorito que se ha estrellado contra la superficie de un planeta. Lo que fue luz en las alturas, ilusión de sueños a realizar, se trastocó en una mera piedra, como el fósil de sueños que durante un tiempo fueron latido de impulso de vida. Pero ¿y si no se realizaron o sólo por un breve instante? ¿Queda la marca de la dentellada y el amargo sabor de la piedra opaca? En ocasiones, ese es el relato de algunas vidas. Aunque unos y otros no dejamos de aspirar a realizar nuestras ilusiones como la mirada que siente que la estrella fugaz no dejará de ser luz, porque aún está habitada por el asombro. Y el asombro es luz del anhelo de conocimiento y vivencia, el impulso de contemplar la vida como si cada día fuera un territorio desconocido. El título original de la magnífica 'El museo de las maravillas', de Todd Haynes, es wonderstruck, asombrado. Y es una película, entre otros aspectos, que redescubre la capacidad y el arte de mirar, como si redescubriera cada realidad, acontezca en 1927 o 1977, años en los que transcurren las dos tramas de la película cuya conexión no se esclarecerá hasta los hermosos pasajes finales.
En la secuencia inicial, Ben (Oakes Fegley), un niño de once años, sufre una pesadilla en la que le persiguen unos lobos en un paisaje nevado. En las posteriores, se nos revela que su madre, Elaine (Michelle Williams), acaba de morir en un accidente automovilístico, por lo que Ben vive con sus tíos. Descubre un libro, titulado Wonderstruck, que versa sobre conservación de museos, entre cuyas páginas encuentra lo que considera, sueña, como el posible inicio del hilo que le lleve hacia el padre que nunca ha conocido: la publicidad de una librería en cuyo reverso están anotadas unas palabras de amor hacia su madre de alguien que se llama Danny, en las que le dice que le espera. Pero ¿Por qué desapareció? O si esperaba a su madre ¿por qué ella no acudió?¿Qué ocurrió entre ellos? Ben inicia una búsqueda que implica un viaje a otra ciudad, Nueva York. Y otra, con el mismo destino, inició en 1927 una niña de su misma edad, Rose (Millicent Simmonds), que vivía con un rígido padre. En su caso, en busca de su madre, una célebre actriz, Lillian (Julianne Moore), a la que contempla en el cine en una película titulada 'Daighter of the storm'/Hija de la tormenta. En una de sus imágenes presencia cómo el personaje que interpreta su madre, que porta un bebé en brazos, ve cómo la casa en la que pretende guarecerse de una tormenta es arrasada por el fuerte viento. Esta una obra sobre sentimientos de intemperie y orfandad, sentimientos de hogares reventados, uno por la muerte, otra por la opresión presente y la ausencia o distanciamiento.
Ambos niños son sordos, ella de nacimiento y él por accidente, cuando cae un rayo mientras intenta usar un teléfono. Los recorridos de ambos viajes, en paralelo, se despliegan a través de la mirada de ambos niños, de su asombro ante un mundo nuevo o territorio desconocido, como si trazaran mapas con su mirada asombrada. Dos trances que son coreografías de la mirada. Uno es en blanco y negro, con música orquestal, el otro, en color granuloso, como el que se utilizaba en el cine de los setenta, con música del momento. La narración se musicaliza y acompasa a esa interacción entre miradas y entorno. Es también una obra sobre las conexiones. Haynes declaró que le interesó de la novela de Brian Selznick (que él mismo convirtió en guión) la intriga sobre cuál era la conexión entre esas dos tramas. Hay conexiones insospechadas, que pueden resultar asombrosas. Como hay quienes sienten una intemperie o falta de conexión, como Ben y Rose, pero también Jamie (Jaden Michael), quien encontrará en Ben, al que conoce en el museo de Historia natural, ese amigo que siente que le falta, con quien creará, también, su particular universo, ese escenario particular que hace sentir no sólo inmune sino que ilumina como si se sintiera la luz de las maravillas o la vida como relato con acontecimientos: significativo que sea en un espacio apartado del museo que revela capas, su pretérito de sala de asombros: de nuevo, la realidad como sucesión de capas que revelan conexiones inimaginables. La vida como un incierto entramado de sorprendentes azares y cruces, algunos que conectan con lo pletórico, sea de modo pasajero o no, y otros con la catástrofe y la pérdida. La vida como una maqueta, en la que somos insignificantes figuras en un escenario cuya trama desconocemos y que será de incierto recorrido, porque somos meteoritos que sueñan con estrellas que no sean fugaces mientras esperamos que no nos alcance la dentellada del lobo.
Haynes culmina la narración con unas bellísimas secuencias que evidencian esa condición de representación de la propia trama de la vida, a la vez que celebración del artificio del cine, o de los múltiples recursos que se pueden desplegar, como ha revelado hasta ahora Haynes en su admirable filmografía, con mutaciones de la identidad y de la representación, mediante juegos con la estructura del relato, encarnaciones de una celebridad (Bob Dylan) a través de ocho diferentes personajes, asociaciones de un cantante ficticio con el personaje de un cantante real (el Ziggy Stardust de Bowie) o un escritor de otra época (Oscar Wilde) tamizado por uno de sus personajes (Dorian Gray), diálogos o juegos de espejos fantasmales con obras pretéritas ('8 y medio', 'Sólo el cielo lo sabe', 'Breve encuentro') que amplían la perspectiva sobre nuestro presente desde ángulos que a la vez son fracturas, o como aquí con maquetas (o los citados tratamientos fotográficos de las diferentes décadas). Haynes nos recuerda que no debemos apagar la mirada para no perder la llave del asombro, la poesía de los meteoritos. Carter Burwell compone una excepcional banda sonora para El museo de las maravillas, otro ejemplo, junto a Dunkerque o Blade runner 2049 de narraciones partitura o cine inmersivo.

Dos céntimos de esperanza

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Antonio (Vincenzo Musolino), el protagonista de la magnífica 'Dos centimos de esperanza' (Due soldi di speranza, 1952), de Renato Castellani, es un parado que busca trabajo desde que retorna a su pueblo, en las cercanías del Vesubio, tras cumplir durante nueve meses el servicio militar. Su afanosa búsqueda, que es a la vez salida de una opresiva pobreza, tiene un añadido lastre, su familia, su madre y sus hermanas, que dependen de lo que él logre ganar (para su desesperación, en los primeros trabajos, la hermana pequeña, a instancia de su madre, va a pedir el dinero antes de que lo haga él), y posteriormente, Carmela (Maria Fiore), quien le tiene fichado, desde que le ve, como futuro marido, y de la que, paradojicamente, a medida que ella le vaya complicando más la vida ( por dos veces perderá un trabajo a causa de ella) más enamorado estará (tanto que, como le dice, dado que no les permite casarse el pleistocénico padre de ella, es capaz de matarla si la vuelve a ver ya que la ama más que a su vida). Pero hay que decirlo ya, esta exultante obra no es un drama sino una comedia de mordaz ingenio. Se suele considerar que es la excepcional 'Rufufu' (1956), de Mario Monicelli, la que se convirtió en umbral de un tipo de obra que abordaba lacerantes cuestiones sociales, como la misma precariedad laboral, en un registro de comedia. Del mismo Monicelli se puede considerar como antecedente una de sus ocho colaboraciones con Steno, 'Guardias y ladrones' (1951).
Esta obra de Castellani incide en ese tratamiento, una mirada luminosa que no deja de denunciar las miserias de una sociedad: esa mentalidad retrograda del padre de Carmela, policial actitud de control de la 'deshonra'; la ajena actitud del representante de la iglesia; los trámites burocráticos o el absurdo de la estructuración de una sociedad: la antológica secuencia en la que Antonio va a Napoles en busca de trabajo, y tras ser interrogado repetidamente por diferentes policías, tiene que volverse porque al no tener trabajo no dispone de cartilla de trabajo y como es forastero en Napoles no puede por lo tanto permanecer en la ciudad. Podría, en este sentido, conformar un irreverente dúo con la esplendida 'El arte de apañarse' (1954), de Mario Zampa, centrado en un arribista chaquetero que se amolda a cualquier cambio en el poder para seguir beneficiándose de las mejores ventajas. Es capital en esa vivacidad que transmite, pese a estar centrada en los denodados y desesperados esfuerzos para encontrar un trabajo, el proverbial dinamismo narrativo, su capacidad sintética, además, en vibrante deriva de un episodio a otro (qué gran guión de Castellani y Titina Di Filippo). Es como si metieran la directa desde el minuto 1, desde esa brillante secuencia en la que la policía acude a la casa porque la madre, para dar de comer a su recién llegado hijo, ha robado un conejo a la vecina, y no se detuviera hasta su esplendoroso final.
Los trances de trabajo por los que pasa Antonio son de los más diversos: Ayudante de coches de caballos, que no es otra cosa que impulsar a estos cuando llegan a cierta cuesta del camino ( largo trayecto desde la estación hasta el pueblo); ayudante de sacristán, en el que adquirirá una notoria agilidad, que ni la del Dardo de Lancaster en 'El halcón y la flecha', para tirar de la cuerdas de las campanas sin propulsarse demasiado hacia arriba para no chocar la cabeza contra el andamio (como la primera vez); o mensajero de bobinas de celuloide, al modo del más afinado contrarrelojista, ya que tiene que trasladar las bobinas de un cine a otro, porque la dueña decidió que se proyectaran en los tres cines de su propiedad a un mismo tiempo (incluso, por añadidura, le tiene como transfusor de sangre de su hijo). Castellani también hace ocurrente uso del ritornello: el mismo plano general en travelling lateral, en el trayecto que realiza Carmela hasta donde hace las pruebas de pirotecnia su padre, contestando a voz en grito a las invectivas de las vecinas, de las que sólo escucha sus voces ya que se lo sueltan desde lo alto del cerro.
Ese fuera de campo, de mezquino control de las buenas costumbres, que parece va de la mano de los abusos de poder, y del que es representante el padre de Carmela, al que acabará enfrentándose Antonio en un final que tiene mucho de combativo (cuando estigmatiza y expulsa a su hija delante de todo el mundo), y que puede recordar al de 'Qué bello es vivir' (1946), de Frank Capra, por el apoyo solidario de los vecinos. Podría haber optado por la amargura, porque no es que las circunstancias de Antonio hayan mejorado, pero su opción por la actitud aguerrida y sublevada no deja de ser una vigorosa y exultante inyección vital. Como lo es la disidente interrogante de Carmela: '¿Por qué tienen que perder su juventud por supeditarse a la precariedad o la hipocresía, por qué tienen que convertir su vida en espera, que acabará en desesperación?'.
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