Simulacros de realidad. Espectáculo y fraude. El gran carnaval prosigue. En este caso el as en el agujero se convertirá en agujero que abre una fisura en la pantalla. Un Truman cualquiera trastoca por unas horas la circulación de la emisión. La rutina se ve sobresaltada. Por un instante. Todo volverá a su rutina, la circulación visible de la emisión y la circulación invisible del dinero. En 'El gran carnaval' (Ace in the hole, 1951), de Billy Wilder, un periodista buscaba la notoriedad profesional utilizando la desgracia de un hombre accidentado en una mina. Prefería dilatar la posibilidad del rescate para poder dilatar la atención mediática. Prefería exponer la vida de alguien a la consecución de su éxito personal (el as en el agujero). En 'El show de Truman' (1998), de Peter Weir, una de las películas más visionarias que menos predicamento ha tenido en la sociedad (todo lo que anunciaba se ha cumplido sin resistencia colectiva), un hombre descubre que vive en una realidad que es, desde su nacimiento, pura escenificación y simulacro. Todos alrededor son actores. Es el protagonista de un programa televisivo. Los espectadores seguirán con sumo interés su rebelión, como si fuera otro lance más del programa, y en cuanto termina, decidirán pasar a otro canal. Nada afecta, como la misma película. Nuestra anestesia vital supera cualquier inquietud e interrogante que lleve a la sublevación. Por eso, el escenario sigue dominado por los más codiciosos y ambiciosos, los que carecen de cualquier escrúpulo para mantener e incrementar su posición económica. Tres figuras masculinas destacan en 'Money monster' (2016), de Jodie Foster. El esbirro y bufón, el presentador de televisión, el hombre espectáculo, el hombre que disfruta de su posición privilegiada ( y que se enorgullece de no haber cenado solo ninguna noche en las dos últimas décadas), Gates (George Clooney), el hombre del traje de mil dolares que escenifica, disfrazado, coreografías, acompañado de dos bailarinas, en la introducción de su programa, una guía económica que asesora a los espectadores con respecto a las adecuadas inversiones. El complemento, servicial o servil, de los que rigen la dictadura económica, la espectacularización del conductismo, la vaselina que dirige a los peones en la dirección adecuada para sostener un sistema económico de privilegios, manteniendo la ilusión de un posible ascenso en los niveles económicos. Camby (Dominic West) es el representante de tantos empresarios que se aprovechan de la condición ya virtual del dinero, la circulación intangible, la realidad en precipitación, la velocidad de aconteceres de subidas y bajadas e inversiones, un escenario que es puro simulacro, inaprehensible, rebosante en su vacío de múltiples huecos en los que realizar el fraude, el engaño artero para beneficiarse en la espesura de una selva de digitos y de lenguaje especializado difuso. En este sentido, 'Money monster', no deja de ser un estimable complemento a la notable 'La gran apuesta' (2015), de Adam McKay, que no utilizaba ni amortiguadores ni vaselina para mostrar el enrevesado universo de la especulación financiera (la trama de los agentes que especulan con lo intangible). El tercer componente es la representación del ciudadano medio que un día revienta porque se cansa de sentirse utilizado como una peonza. Una figura que sobresale entre la resignación e indiferencia general. Alguien que decide saltar al centro del escenario, y apuntar a la pantalla, para expresar su descontento, y para reclamar una explicación. Por qué la guía es un engaño, por qué el sistema se sostiene sobre imprevistas arenas movedizas que perjudicarán a los más precarios (como se reflejó en las consecuencias del colapso económico del 2008). Budwell (Jack O'Connell), un hombre que gana el dinero justo para sobrevivir cada fin de mes, se convierte en el foco que se rompe en mitad de la emisión, como un foco la caía de la nada a Truman. Irrumpe con un arma en mitad del programa que presenta Gates, y le obliga a ponerse un chaleco que porta una bomba que hará explotar si no le dan una explicación sobre por qué el consejo que animaba a invertir en la empresa de Camby se convirtió en una catástrofe general. Por qué se produjo esa catástrofe. ¿Es suficiente la explicación de que se debió a un error informático que no dependía de intervención humana? ¿Aceptar esa explicación no es otra metáfora de esa indiferencia y resignación colectiva que encaja un fraude tras otro, una corrupción tras otra, como parte inevitable de un sistema gangrenado, porque lo es a cualquier escala, no sólo en las altas esferas? Como le expondrá Camby a Budwell, no protestaba, como tantos otros, cuando las cosas iban más o menos bien. Cada uno en su escala se conforma. No importa el fraude si no perjudica. En este sentido, 'Money monster', juega con habilidad con las paradojas y con, suma mordacidad, con el trastorno de las expectativas (del desarrollo dramático). Con una precisa dinámica narrativa, que no se distrae en lo accesorio, consigue un estimulante, y agudo, equilibrio entre el drama y la sátira. En la secuencia que Gates reclama la solidaridad de los espectadotes para que con cada una de sus aportaciones logren que ascienda el porcentaje de la empresa de Camby, para así salvar su vida, la música y la planificación de los contraplanos juega con la expectativa de esa consecución, aunque, en cambio, será desmantelada con la respuesta contraria: los porcentajes descienden. También cuando la policía utilizan a la esposa embarazada de Budwell para sensibilizarle y conseguir que desista de su propósito, la esposa lanza una cadena de reproches a su marido por haber invertido todo el dinero que tenían y le acusa de ser un fracasado que no ha logrado materializar nada de aquello a lo que aspiraba. Su gesto no deja de ser una pataleta del frustrado. 'Money monster' apunta con precisión a la inconsistencia de nuestra sociedad desde cualquier ángulo. Lo efímero de las relaciones (cómo la realizadora, encarnada por Julia Roberts, no había notificado a Gates que iba a cambiar de trabajo después de años de colaboración), o la ilimitada capacidad de autojustificación de los que disfrutan de la posición económica privilegiada (cómo Gates intenta convencer a Budwell de que tiene una vida más satisfactoria porque él se ha divorciado tres veces, y no tiene una vida personal con sustancia, y él en cambio casado y padre inminente, como si eso pudiera hacer sentir bien a quien vive cada fin de mes como un desesperado ejercicio de resistencia siempre en el límite de precipitarse en el abismo de la precariedad e indigencia). Incluso, entre apuntes vitriólicos, se logra extraer emoción, como en la secuencia en la que ejecutan sin miramientos a Budwell. Parece que los espectadores, los ciudadanos, se quedan conmocionados, pero como en el final de 'El show de Truman', la partida continua (alguien lanza la siguiente bola para seguir con la partida de futbolín). La atención no dura demasiado en un foco, se distrae, todo es velocidad, como la misma circulación del dinero, el programa de realidad se constituye de un encadenamiento de programas y rituales y rutinas que eviten centrarse demasiado y dejen paso a las interrogantes que intenten interrumpir la emisión de distracciones y la circulación de privilegios.
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Money monster
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El lobo de mar
'Lo que encuentres en ese bolsillo puedes compartirlo conmigo'. Es la primera frase que se dice en la magistral 'El lobo de mar' (The sea wolf, 1941), de Michael Curtiz. La dice Leach (John Garfield) a quien introduce una mano en uno de sus bolsillos con la intención de robarle nada más entrar en la taberna que ha cruzado como una sombra que procede de la negrura. Su circunstancia vital es la de un naufragio. No tiene dinero y está perseguido por la ley, por eso se ofrece a enrolarse en el carguero 'El fantasma', despreocupado de las previas muestras de rechazo de otro marinero que lo califica como el peor de los barcos en el que enrolarse. Leach, eso sí, deja constancia de su carácter, alguien que no deja de enfrentarse a quien quiere imponer su voluntad, y golpea al alistador que intenta usar la artimaña de emborracharle para enrolarle sin que tome consciencia de ello. Es un inicio sombrío, descarnado, que anticipa el relato espectral, claustrofóbico. Fantasmas y naufragios. Con naufragios vitales comienza y termina con uno literal que implica el naufragio de las inclinaciones más abyectas del ser humano, la pulsión de dominio, el disfrute en la opresión y en el ejercicio del daño sobre los otros. Hay otros naufragios vitales que convergerán en esa naturaleza espectral que se nutre de las precariedades y que se afirma en la imposición sobre las mismas. En un barco de línea viaja Ruth (Ida Lupino), que solicita la ayuda de otro viajero, Van Weyden (Alexander Knox), para que se haga pasar por su esposo ya que es buscada por la policía. Pero Van Weyden es respetuoso con la ley y decide no involucrarse. Otra nave surge de la bruma y colisiona con ese barco, provocando su hundimiento. Ruth y Van Weyden serán recogidos por 'El fantasma'. Su capitán, Larsen (portentoso Edward G Robinson), que parece brotar de esas mefíticas brumas que parecen dominar el mar, y la realidad, es alguien que declara con orgullo lo que se expresa en un párrafo de 'El paraíso perdido' de Milton: 'es preferible regir en el infierno que servir en el cielo'. La forma de sentir y pensar la realidad de Van Weyden, escritor, de extracción social de clase alta, colisiona con la de Larsen, quien establece una particular relación que se desmarca de las que establece con el resto. Pareciera que viera en él a quien no pudo ser (Van Weyden mismo se sorprende de descubrir que alguien tan brutal como Larsen tenga una amplia y exquisita biblioteca), y por otra parte se empeña en convencerle de que su forma de ver y vivir la realidad es la lúcida y consecuente. El ser humano inevitablemente tiende a la mezquindad. Larsen piensa y siente que la realidad es una espesura de brumas, un pulso para dominar la realidad, una lóbrega prisión incluso en el espacio abierto (lo que no deja de transmitir el extraordinario diseño de producción y la exquisita dirección de fotografía de Sol Polito de raigambre expresionista). Larsen encuentra en Van Weyden el contrincante idóneo para afirmar, sin ya réplica posible, su visión de la vida, alguien que parece estar a su altura intelectual, y a la vez alguien que se convierte en el mayor desafío. Porque no sólo es alguien a quien doblegar físicamente, o psicológicamente, con las humillaciones, como realiza con otros de voluntad frágil, como al doctor Prescott, encarnado por Gene Lockhart, entumecido por la bebida, que solicita el respeto que tenía cuando era un cirujano reconocido, y que será objeto de la más cruel de las humillaciones, ante todos, por parte de Larsen, lo que determina que Prescott se lance al vacío desde las alturas. Van Weyden es alguien a quien derrotar intelectualmente, alguien a quien demostrar que sus principios no tienen la suficiente consistencia, porque los hechos, la realidad, le demostraran que son fantasías ideales de quien ha vivido, por su extracción social privilegiada, en una burbuja. En contacto con el cenagal de la realidad deberá reconocer que el ser humano es una criatura que sólo se puede preocupar de sí mismo, vil y mezquino, una agresiva criatura dominada por la intemperancia y la furia, por el instinto de conservación, por las más elementales pulsiones, una criatura que no sabe de sacrificios. Por eso, se alegra cuando ve que Van Weyden siente el impulso de acuchillar al miserable cocinero, Cookie (Barry Fitzgerald). Se alegra de ver que también siente impulsos turbios. Y sabe que tarde o temprano le vencerán. Este pulso es el que vertebra el conflicto dramático, y el substrato, de la novela de Jack London. Robert Rossen, como guionista, optó en la adaptación por una serie de sustanciales variaciones que, de entrada, validan la consideración de que es una obra más suya que del propio Curtiz. Primero en su planteamiento, que le acerca al de obras posteriores dirigidas por Rossen, tramadas sobre la confrontación entre opresores que intentan imponer su voluntad y aquellos que se resisten a que así sea, reflejado en otras como 'Cuerpo y alma' (1947) o 'El buscavidas' (1961). Rossen amplifica las resonancias de lo que representa Larsen a su asociación con el fascismo que extendía su mefítica bruma en aquel entonces. Y dramaticamente, optó por dividir en dos al contrincante de Larsen, por lo que dio más relevancia al personaje de Leach, muy secundario en la novela, que se convertirá en el resistente que se sublevará frente al opresor, y que convencerá a otros componentes de la tripulación para atentar contra la vida de Larsen. También convirtió al personaje femenino en un personaje de extracción baja, y perseguido por la ley, como Leach, en vez de otra representante de la alta alcurnia como Van Weyden. Y aún más, en el guión ya indicaba la planificación, que abundaba en primeros planos. No sólo para acentuar la claustrofobía, sino, por contraste, la proximidad, en concreto entre Leach y Ruth (hay alguna bellísima coreografía de primerísimos planos entre ambos, extraordinarios uno y otra, cuando su intimidad se consolida y alía). Su amor, su complicidad, la rebelión de los oprimidos y perseguidos, es la afirmación de la resistencia ( hay aspectos de esa índole política que fueron suprimidos por la productora), El naufragio final significa una doble derrota para el opresor: no sólo su universo cerrado, su pequeña célula de poder (en la que liberaba su amargura como veneno, la del que ha sido apartado de los privilegios, como representa su propio hermano, y que le ha convertido en un depredador de los botines de pesca de otros), se hunde, sino que no consigue que varíe la forma de pensar y sentir, por lo tanto, de actuar, de Van Weyden. Su ceguera progresiva al fin y al cabo eran las brumas de su ensimismamiento e incapacidad de discernir la realidad más allá de su despechada amargura que había convertido en dictadura. Los resistentes enfilan en su pequeña embarcación a un horizonte que quizá no sea dominado por esas brumas interiores que pretenden imponerse sobre los demás.
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Tropical malady y El desafío con nuestra bestia
Todos nosotros somos, por naturaleza, bestias salvajes. Nuestro deber como seres humanos es convertirnos en amaestradores que mantienen a sus animales bajo control e incluso a enseñarles tareas ajenas a su bestialidad (Tropical malady, de Apichatpong Weerasethakul, una de las más grandes obras de este siglo).
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Rampart
Rampart es una división del departamento de policía de Los Ángeles. También es el nombre del escándalo que adquirió notoria resonancia en 1999, cuando 70 policías de la unidad anti-bandas se vieron implicados en casos de corrupción. La lista de délitos era extensa: disparos y palizas sin provocación previa, robo en bancos, perjurio, falsas pruebas o narcotráfico. 106 casos fueron revisados. 58 fueron acusados, aunque sólo 24 policías fueran condenados con suspensiones de diversa extensión, expulsiones o forzados al retiro. 'Rampart' (2011) es la segunda obra de Oren Moverman, quien había realizado también una aproximación nada complaciente a otra institución, la militar, en su notable opera prima, 'The messenger' (2008), a través del pesar y vacío de dos militares que deben comunicar la muerte de soldados en el frente a sus parientes. No necesitaba ser demasiado explícito. De un modo indirecto lograba realizar, como un filo despojado, un retrato demoledor del reverso de las pantallas patrióticas que venden heroísmo. Las desoladoras confrontaciones con el dolor de los afinados se conjugaba con las carencias y frustraciones, la deriva, de la pareja protagonista, que culminaba con el gesto patético de uno de ellos, encarnado por Ben Foster, en la boda de la mujer que amaba, o que no supo amar, y los sollozos desesperados, y solidarios, del otro, encarnado por Woody Harrelson, como una espita de lo que no dejaba de supurar en sus vidas derrumbadas, en las que cualquier gesto de firmeza no era sino una mera ilusión, tras el sobrecogedor relato del personaje de Foster de su experiencia en la guerra, nada relacionada con heroísmos sino con las piernas amputadas, cabezas abiertas, de compañeros, y una sensación desazonadora de sinsentido. ¿Cómo transmitir firmeza si te sientes también quebrado y desorientado? Uno y otro, Harrelson y Foster, también intervienen en 'Rampart'. 'Rampart' podía haberse titulado 'Brown', porque el rostro de Harrelson se adhiere a la pantalla desde la primera secuencia en la que le vemos conducir el coche policial. También lo conduce en la secuencia final. Aunque haya variado tanto en su vida. Sigue igual como un ratón dentro de su rueda, pero su vida ha sido sustraída, o su escenario demolido. Brown, en un momento dado, en una de las serie de interrogatorios o entrevistas que tiene para dilucidar su corrupción, pregunta que por qué él sino es una excepción en el conjunto de policías. Brown es una representación de lo que fue aquel escándalo de Rampart. Es un hombre que no se declara racista, porque él odia a todo el mundo. Y, además, él se ha acostado con mujeres de otras razas. Es un hombre definido por la paranoia, que desconfía de todo y todos (como queda sobre todo manifiesto en la relación, a trompicones, que establece con el personaje de Robin Wright). No tiene escrúpulos. Aún vive como una rémora de las dos mujeres, ambas hermanas, con las que mantuvo relación, y con las que tuvo dos hijas. No duda durante una cena en plantear a una que tengan sexo esa noche, y cuando no acepta, proponérsela a la otra, que se encuentra en la silla de al lado. Como no encuentra receptividad en ninguna busca en la noche, entre los espectros de una barra de bar. Cuando la actividad sexual termina, no hay nada más, silencio, mirada pérdida, desconexión. Brown entra en barrena cuando le graban golpeando una y otra vez a un hombre con su porra. No importa que se justifique en que no grabaron los momentos previos cuando ese hombre embistió su coche patrulla, y salió a la carrera cuando se aproximó a su vehículo. No sólo le redujo sino que le apalizó con saña. Brown inicia una espiral en la que el escenario alrededor se difuminará dejándolo completamente desguarnecido. Una figura sin contexto, en precipitación, como esa brillante secuencia en la que se interna en un garito nocturno, en la que se confunden luces, bultos, figuras, besos. O en su reflejo, el confidente en silla de ruedas, de piel lacerada, interpretado por Foster. Queda expuesto ante los que investigan su comportamiento corrupto, y queda fuera del círculo familiar, rechazado también por sus hijas, en especial por su hija mayor, encarnada por Brie Larson, como alguien ignorante del daño que las ha infligido. Pocas obras han logrado reflejar la turbiedad y sordidez del universo del James Ellroy, quien colabora como co guionista junto a Moverman. Las adaptaciones han tendido a amortiguar su abrasiva y vibrante narrativa, como colgajos de sangre, a través de atildadas caligrafías. No sólo la olvidable 'La dalia negra'. 'L.A confidencial' aún notable como adaptación, suaviza sus aristas. 'Rampart' si parece dejar transpirar el sabor de alcantarillas, y desgarro con silenciador, que palpita en la obra de Ellroy, como también en su momento lo consiguió la olvidada y reinvindicable 'Cop – Con la ley o sin ella' (1988), de James B Harris, con un gran James Woods. 'Rampart' es una obra que no duda en mirar la sucia oscuridad de frente.
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La vida de Pi
Pongamos que su nombre sea Pi, el de una constante matemática, o la contracción de la palabra piscina. Lo primero no le exime de verse expuesto al caos. De todos modos, la constante está constituida de una sucesión aleatoria de números. Lo constante y lo aleatorio se conjugan, o se confunden. Aunque el ser humano ha insistido en separarlos como un duelo permanente. Pi es un número irracional y trascendente. La criatura humana no deja de forcejear entre lo racional y lo irracional. Los impulsos, los instintos, no carecen de garras ni de colmillos. La furia puede desplegarse como la voracidad de un tigre. La criatura humana, también, no deja de buscar la trascendencia. Su necesidad de divinidades no deja de reflejar el conjuro de su sentimiento de nimiedad, de su impotencia, de su desamparo ante el oleaje y mareas de acontecimientos y la constitución de la misma estructura de la vida: tiene un fin inapelable, y se ignora cuál será su continuación. La serie de decimales de pi conecta con el infinito en lo infinitesimal, pero la conclusión de la vida suscita la sensación de interrupción y termino, de limitación. El ser humano no deja de forcejear con los límites, a la vez que los implanta y crea para instituir un sentimiento de seguridad y certeza. También refleja sus ansias de dominio sobre las circunstancias y voluntades de los otros. Ser un número trascendente también implica sentirse singularidad, y alimenta la ilusión de inmunidad. Lo segundo no deja de indicar que su suficiencia no le exime de sentirse expuesto y naufragar en sus propósitos. La realidad no es una piscina que delimita y controla, una periferia que traza y rige. La misma palabra Pi proviene de la inicial de las palabras de origen griego periferia y perímetro. No hay manera de mantener el perímetro inalterable, en un momento u otro será vulnerado. No se puede encerrar la realidad en los propios designios, en el diseño que queremos implantar e instituir. Pi es la razón entre la longitud y el diámetro de un círculo. Y al mismo tiempo evidencia lo irresoluble de la cuadratura del círculo: las fisuras son inevitables, e imprevisibles. En 'La vida de Pi' (Life of Pi, 2012), de Ang Lee, el narrador, Pi, ya adulto (Irrfan Khan), señala al oyente de su relato, un escritor (Rafe Spall), que los avatares que narrará le harán apuntalar su creencia en Dios, pero lo que evidencia es su condición de invención, o la necesidad de la ficción de toda figura divina creada por el hombre (no hay divinidades que crean al ser humano sino a la inversa). La figura divina responde a la necesidad de dotar de estructura a la vida, a su condición y trayecto, para no sentir que se está meramente expuesto a la intemperie de los elementos, a la aleatoriedad. O la constante es la aleatoriedad. La estructura está constituida de cimientos móviles, escurridizos, inciertos, una naturaleza líquida como el fondo no discernible del oceano. El personaje, Pi, en su juventud (Suraj Sharma), no deja de buscar en todas las diversas religiosas instituidas esa figura divina que amar, que no deja de ser la necesidad de buscar el firme cimiento. Varían las versiones pero no deja de ser parecido relato, o parecida funcionalidad. Pero este, la película, la vida, es un relato sobre pérdidas, renuncias, y despedidas que no se logran realizar. Siempre quedará un fleco suelto, algo pendiente, inconcluso. La vida se interrumpe, como los sueños pueden no realizarse. Estamos expuestos a los naufragios, a la pérdida de los que amamos, a las relaciones soñadas que no se materializan, y a las relaciones que se deterioran o terminan, a los accidentes de la vida que la pueden incluso arrancar de cuajo, a la misma tormenta de nuestros impulsos e instintos. Nuestra voluntad forcejea para sobrevivir, para adaptarse a la circunstancia, aunque sea la más adversa, brega consigo mismo, con sus propias garras y colmillos. Y configura relatos, que pueden ser discernimiento o amortiguación. La misma idea o versión de la divinidad que configuras corresponde al relato que prefieras establecer sobre la propia constitución de la realidad, de la vida. En este sentido la conclusión de la película no se desliza en la sugerencia de la ambigüedad como Yann Mantell en la novela adaptada. Cuando el narrador aporta la otra versión, queda manifiesto cuál versión es la real: Como lúcida paradoja, la versión no visualizada, la segunda, es la real. Claro que la versión visualizada, la que centra el relato, no sólo es la versión que busca atemperar la desolación de la vivencia, sino que además intenta extraer aprendizaje. La fábula es el relato simbólico que transforma el caos y la manifestación del horror (de la capacidad ilimitada del ser humano de generar horror e infligir daño) en un proceso y trayecto de conocimiento. La vivencia se conjuga con la reflexión en su misma constitución simbólica. Libera el veneno que se empoza en las entrañas, se confronta con sus propias garras y colmillos, las que pueden brotar de la desesperación, la impotencia y la frustración, aunque nunca podrá liberar de una abrasión que será permanente: el dolor de no lograr despedirse de aquellos que se ama, aquellos con los que se compartió intimimamente el viaje de la vida, porque a veces los viajes de que se constituye la vida, las diferentes relaciones, se interrumpen cuando menos lo esperas. La desaparición del tigre, la criatura con la que ha compartido 227 días en un bote en el mar, cuando entra en la selva sin echar una mirada atrás al joven Pi, no deja de reflejar la pesadumbre que nunca desaparecerá en las entrañas de Pi: no haberse despedido de sus padres o hermano, muertos durante el naufragio o después, en el caso de la madre, asesinada por uno de los supervivientes con quien compartió bote. Pi no quiere relatar lo que sería describir un hecho, cómo el cocinero del barco mató a los otros dos supervivientes, un marinero y su madre, para poder alimentarse de sus cuerpos. Prefiere transfigurar el hecho para convertirse en reflexión sobre la naturaleza humana, la naturaleza accidentada de la realidad, y sobre sí mismo, sobre cómo supero aquel acontecimiento, aquel naufragio interior vital. Cómo forcejeó con el tigre en su interior, cómo de él extrajo fuerza, y cómo no dejó que le dominara. Crear un relato nos acerca a la constitución de divinidad, se enuncia y configura una realidad, pero lo indeterminado puede constituirse en determinado, la realidad, según la tendencia al autoengaño o a la necesidad de convertir la realidad en espejo de la propia voluntad. Y la ficción queda impresa como realidad. Pero si en la mirada vibran las lágrimas, como en la mirada de Pi ya adulto, implica que la mirada sabe que la realidad está inapelablemente constituida de fisuras, de pérdidas, renuncias y despedidas que no podrá realizarse. En cualquier instante, un naufragio nos puede indicar cómo no somos nadie. Y superarlo no nos convierte en dioses, como no depende de intervenciones divinas. Frente a la constante de la aleatoriedad es la determinación la que mantiene el pulso para que la derrota no se convierta en deriva sino en singladura que conduce a los diferentes puertos, y otras relaciones, que configuren el trayecto de cada vida. Mychael Danna compuso una bellísima banda sonora para esta notable obra.
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Cena a medianoche
Hay quien teme tanto los naufragios que los genera. Como los que propician los ciegos celos del compulsivo controlador que habita y configura enajenado la realidad como un escenario cuyo guión debe cumplimentarse por los otros, las personas que dicen amar, con las correspondientes réplicas complacientes. El celoso crónico es un agónico director de escena que desespera porque la realidad no se ajustara nunca a su voluntad, pero no deja de forcejear por conseguir su propósito, como un resorte desbocado. Hay quien teme tanto que haya otra persona en la vida de quien dice amar, alguien que centre su mirada, que consigue que esa mirada huya. Hay quien teme tanto que otra persona haya interferido en su relación, como si la realidad fuera una disputa de voluntades que aspiran al mismo objeto (cosificación del sujeto amado), que es capaz de urdir una escenificación en la que contrate a alguien para que actúe como un supuesto amante, y así consiga que la cautiva que había intentado desasirse de su red vuelva a quedar atrapada por las arenas movedizas de las falsas apariencias inculpadoras. Hay quien vive atrapado de tal modo en la ficción obsesiva de que otra persona ha irrumpido o puede irrumpir en la vida de quien dice amar, como si prevelaciera en su mirada la brecha permanente de un recelo, que propiciará, irónicamente, con la ficción que urde, que alguien, de verdad, irrumpa en la vida de quien dice amar, para rescatarla de la trama urdida, y de una relación que se asfixiaba en el enfermizo cautiverio. Por eso, la narración de 'Cena a medianoche' (History made at night, 1937), del gran Frank Borzage, culminará con la amenaza de un naufragio literal, propiciado por el hombre celoso, para impedir la felicidad de quienes sí se aman. Porque el armador Bruce Vail (Colin Clive) no es un hombre que ame a su esposa Irene (Jean Arhur). Para él esta es una 'representación', una posesión, un objeto de lujo que le dota de distinción. Y la asfixia en la estrecha vitrina a la que parece querer reducirla porque piensa en todo momento que hay otro hombre en su vida, alguien que vulnera la vitrina resquebrajándola. Cuando ella intenta liberarse, y cortar la relación, él paga a su chófer para que se haga pasar por su amante, en una escenificación cuyo guión pretende que sean sorprendidos por el propio marido. Pero la escenificación se frustra cuando irrumpe alguien imprevisto, Paul (Charles Boyer), alguien que observa, desde el balcón, a Irene y al chófer forcejear. Irrumpe y golpea al chófer, dejándolo inconsciente, y con la irrupción prevista del marido se hace pasar por un ladrón que secuestra a Irene. No deja de ser irónico que el actor que encarna al celoso interpretara al doctor Frankenstein en la obra de James Whale de 1931. Como armador de barcos, también pretende modelar su criatura, o la realidad en la que pretende encajonarla, pretende armar su realidad como los barcos que construye. La realidad debe ajustarse a sus diseños y previsiones. Es un armador de realidades. El mismo barco que intentará hundir al final, en el que viajan los enamorados, cómplices en su amor, Irene y Paul, se llama como su esposa 'Irene'. Evidencia, por reflejo, de que es una cosa u objeto, una posesión modelada. Si no está con él, sino con otro, por lo tanto en otro escenario que no controla, tiene que hundirla como sea. Paul, en cambio, es un hombre generoso, y así le definen las acciones. No duda en entrar por la ventana para ayudar a la mujer que necesita apoyo. Le proporciona el tiempo necesario para que piense cómo puede reconfigurar la situación, cuando vuelva, tras el falso secuestro y robo (escenificación como réplica a otra escenificación). Y, entretanto, le invita a cenar en un restaurante en el que es el maitre, en el que bailan al son de los acordes de unos músicos que no dudan en tocar fuera de horario gracias a la inspiración y motivación de las burbujas del champán. Con la embriaguez y el júbilo se pierde la noción del tiempo, o ya es otro que se expande y estira, como el que sienten Irene y Paul que se genera entre ambos. Pero el amor que se gesta no deja de ser amenazado por la mezquindad de quien quiere aprisionar al objeto que quiere poseer. Vail (veil es velo: los velos de la mente dominan a este personaje, como no deja de dotar de velos a la percepción de la realidad siempre para su conveniencia) urde otra falsa apariencia, mata al chofer para hacer creer a Irene que fue muerto accidentalmente por el golpe de Paul, otra estrategia para que permanezca a su lado como cautiva. Pero Paul sabe lo que ella siente, por lo que no duda en actuar, y cruza al océano, acompañado de su amigo, el cocinero Cesar (Leo Carrillo), para encontrarla en Nueva York. Y utiliza sus recursos para desafiar al azar. Con decisión convence al dueño de su restaurante para que contrate su talento para mejorar la incompetencia de quienes llevan el servicio en el restaurante. Paul es servicial, atento y determinado, en un restaurante y en el amor. Una mesa, con número de pares, 22, siempre queda libre a la espera de que cualquier día aparezca ella para ocuparla. También las sombras, dada su frontalidad, amenazan con hacer naufragar su confianza, cuando ella aparezca con su marido. En principio, interpreta la risa de ella como irrisión hacia él cuando ella ríe de felicidad porque temía que el supuesto asesino que habían detenido en Francia era Paul. Pero no se gesta una relación si no son los dos determinados, y ella logra pronto esclarecer el equívoco tomando una iniciativa que implica de nuevo desasirse de quien pretende mantenerla cautiva con amenazas y chantajes emocionales. Las secuencias finales en el barco, que ocupan el último cuarto de hora de la narración, cuando está a punto de naufragar, tras colisionar con un iceberg, por la presión que ejerce Vail al capitán para que incremente la velocidad pese a la bruma y la amenaza de icebergs, son un bello condensado de intensidad que alcanza la condición de exultante catarsis. El hombre ciego de celos, que vivía entre los humos de sus temores y proyecciones, se suicidará con un disparo, por la posible catástrofe que ha propiciado. Su muerte se da en fuera de campo, coherente con quien vivía apresado en la cadena perpetua de sentir el fuera de campo de los otros como una constante amenaza para su relación (escenario). No se ve la acción terminal de quien vivía entre ficciones que le dominaban y que urdía, sino su pantalla (y su reflejo), el retrato de Irene, bajo el cual hay una maqueta del barco. El humo se expande en el encuadre, como la cortina o velo de humo que dominaba la mente de Vail Mientras, los amantes continuarán navegando con su amor cómplice.
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Los 9 mejores personajes de Woody Harrelson
Woody Harrelson cumple 55 años. Quizá no sea particularmente carismático, sus rasgos no son los de galán, e incluso propician que le endosen papeles de gañán, simple o bruto, pero pocos negarán sus cualidades como intérprete, y un personalidad muy marcada que se come la pantalla. Conoció pronto el éxito con un personaje que se llamaba como él, y que era natural de su misma población, y durante las primeras seis temporadas que intervino en Cheers temió que su carrera se restringiera a ser ese personaje televisivo como una vida paralela de él mismo, hasta que le ofrecieron particupar en 'Doc Hollywood', secundando a Michael J Fox. Formaría dueto combinado de comedia y acción con Wesley Snipes en dos olvidables películas, y fue participe de dos resonantes fenómenos mediáticos, por las controversias que causaron, aunque sus cualidades cinematográficas fueran escasas, 'Una proposición indecente' y 'Asesinos natos'. Tampoco se debería a él el impacto que causó 'El escándalo de Larry Flynt', aunque le reportara su primera de dos nominaciones a los Oscars, sino más bien a su peculiar personaje. Su carrera ha tenido diversos vaivenes, nunca ha sido un reclamo para la taquilla, así que dependía de lo atractivas que resultaran por otros motivos las obras en que participara. Atractivas, en un sentido comercial. Tres de sus interpretaciones más potentes, además como principal protagonista, en tres de las mejores obras que participado, caso de 'The walker', 'The messenger' y 'Rampart', no se han estrenado en nuestras pantallas. Sí se han estrenado pero tampoco alcanzaron mucha repercusión obras notables como 'Welcome to Sarajevo' o 'A Scanner darkly'. En cambio, hemos tenido de sufrir la indigestión de las series de 'Juegos de hambres' o 'Ahora no me ves', en las que es otra de las figuras de renombre o prestigio actoral que pululan por la pantalla. Incluso, el arrasador fenómeno catódico de 'True detective' se debió sobre todo a su coprotagonista, Matthew McConaughey. Pero qué sería sin su contrapunto, otra muestra del gran versatil talento interpretativo de Harrelson, que sabe abordar complejos matices para crear personajes de sustancioso relieve, lo que ha propiciado que logre sortear el encasillamiento en personajes gañanes, simples o brutos. Recientemente, ha bordado su íntegro policía entre variadas corrupciones fuera y dentro de la ley en 'Triple 9' o su siniestro personaje del western 'The duel', en la línea del que bordó en 'Siete psicópatas'. Entre sus próximos estrenos, su encarnación del presidente Lyndon Johnson en LJB' de Rob Reiner, o su participación en 'La guerra del planeta de los simios'. Destaquemos nueve de sus interpretaciones para celebrar su onomástica. Woody Harrelson interpretó a su homónimo durante nueve temporadas, entre 1985 y 1993. Woody Boyd era tan simple e íntegro como lo era su precedente como camarero en Cheers, Entrenador, con quien compartía bolígrafos en vez de cartas, a quien sustituyó en la cuarta temporada, tras el fallecimiento de Nicholas Colosanto, el actor que interpretaba a Entrenador. Ambos eran duros de mollera, no se enteraban de ningún chiste, todo lo malinterpretaban. Pero eran honestos y entrañables, amables y leales. Woody era el prototipo de la America profunda, el típico garrulo con pocas luces, que irónicamente, en su población natal de Indiana había sido considerado el estudiante más listo. En los últimos episodios acaba convertido en representante político en el ayuntamiento. Lo que había comenzado como un experimento en broma de Frasier, se convierte en la pesadilla más terrorífica. Se imagina que Woody como presidente determinaría la destrucción del planeta por provocar una guerra nuclear. Harrelson protagonizó'Sunchaser' (1996), la última película del recientemente fallecido, Michael Cimino. No fue la magistral 'La puerta del cielo' su mayor descalabro económico, sino esta, que recaudó sólo 30.000 dolares en territorio estadounidense cuando su presupuesto ascendía a 31 millones. Pero fue un más que digno colofón en la filmografía de este cineasta tan controvertido, una obra notable en la que Woody parecía salirse de los personajes, que interpretaba hasta entonces. Era un reconocido oncólogo orgulloso de poseer un deportivo y una casa que costaba millones. En suma, la quintaesencia del espécimen que había sido propagado como esporas en la década de los ochenta, entre yuppies y otros ávidos arribistas y consumidores de cualquier cara pertenencia que indicara la distinguida posición económica. Como reflejo de ese tumor materialista tan extendido en nuestra sociedad se confrontaba con un delincuente nativo americano que padecía un cáncer no figurado sino físico. La metáfora era manifesta, como el viaje que ambos realizan, en principio uno como secuestrador y el otro rehén, y más tarde como cómplices, porque el trayecto hacia esa zona de los indios navajos en el mítico Monument Valley es la búsqueda de la consecución de una cura para ambos, para los diferentes tumores que padecen. Woody logra hacer creíble que alguien que estaba muerto en vida vaya recuperando la consciencia de que la verdadera vida con sustancia no está en la posición que detentas ni en las que posesiones lujosas que adquieres. Interpretar en 'El escándalo de Larry Flynt' (1996), de Milos Forman, al controvertido dueño de la revista Hustle supuso la consagración de Harrelson. También el apogeo de su popularidad. Fue nominado como mejor actor en los Oscar, y en diversos premios, aunque ciertamente no tardaría en demostrarse que no es un actor que sea reclamo para la consecución de un éxito de taquilla, por el escaso impacto comercial de obras posteriores como la apreciable 'Seducción letal', o las mediocres 'Ed tv' o 'Jugando a tope'. Sin duda la estrella era el propio Larry Flynt, aunque este prefería para interpretarle a Michael Douglas, y los productores a Bill Murray. La misma Academia no parecía muy receptiva con alguien que hizo del escándalo y la provocación su modo de vida (en concreto con un tema que sigue levantando ampollas en una sociedad no carente precisamente de rígidos puritanos, el sexo), tanto que sufrió un atentado que le redujo de por vida a una silla de ruedas, por lo que no le invitó a la Ceremonia. Harrelson decidió compensar el desplante llevándole como su acompañante. Tras la efectista 'Natural born killer' Harrelson formó armónicamente junto a Courtney Love otra pareja extrema que, en este caso, convertía lo grosero y lo grotesco en desverguenza. Harrelson se desenvuelve con desparpajo sin nunca enfatizar la vulgaridad de modo caricaturesco ni ponerse por encima de su personaje. Y resulta tan convincente como psicópata que como un emprendedor que no cede al desaliento cuando intentan acallar su ánimo blasfemo. Y como se sabe, a veces la blasfemia no es sino la exuberancia de la naturalidad que no sabe de restricciones ni represiones. También lo vulgar puede ser irreverente. Harrelson también se ha lucido en personajes que realizan una intervención breves o efímeras, sean los casos de los que interpretó en 'No es país para viejos', con especial mención a la escena en que será asesinado por el personaje de Javier Bardem, o su trastornado militar de 'La cortina de humo'. Particularmente destacable es el momento de la agonía de su personaje, el sargento Heck. en la sublime 'La delgada llínea roja' (1998), de Terrence Malick, el soldado que se revienta el culo y su pene por no extraer adecuadamente la argolla de su granada. La desolación se conjuga con lo patético. Su larga y desesperada agonía es otro de los demoladores episodios de una obra que como muy pocas ha evidenciado no sólo el horror de la guerra sino esa incontenible tendencia del ser humano a destruir e infligir daño. En principio, 'The walker' (2006), de Paul Schrader, iba a ser una secuela de 'American gigolo' (1980), con Julian (Richard Gere), de nuevo como protagonista. Al final aquel subtexto homosexual que atraía a Gere se hace manifiesto, pero en otro personaje, Carter (Woody Harrelson), cuyo oficio es el de 'paseante' (walker), o sea, 'acompañante' de pudientes mujeres maduras. Carter vive en y de las apariencias, pero el tiempo se hace evidente en que ya usa un peluquín que oculta su notoria calvicie. Carter es, como Julian, un complemento de la vida de otros, de los que dominan la sociedad, de ese 1 % que domina el escenario económico y social en Estados Unidos, y cuya diferencia de nivel de vida con el resto de la sociedad se había acrecentado, como nunca, en la última década. Carter es como un adorno, o un atavío que da color, como las diversas prendas que tiene Carter en sus múltiples cajones, lo mismo que Julian tres décadas antes. Julian no se considera ingenuo, sino superficial. Lo que no quiere decir que no sea lo primero, en cierta medida. En el trayecto dramático de 'The walker', Julian se dará cuenta de que no sabía por qué se comportaba de ese modo en su vida, como si fuera un actor contratado que ejecuta sus líneas sin saber por qué las dice,sólo porque es lo que se supone que tiene que decir o hacer. Como Julian, también se encontrará a sí mismo, rompiendo con un escenario del que era pieza funcional del atrezzo. Julian lo lograba en buena medida gracias al amor que encontraba en Michelle (Lauren Hutton), como un 'bello durmiente' que despertara. Julian también se encuentra, y en buena medida gracias a la relación que mantenía aún de modo impreciso con el artista Emek (Moritz Bleibtreu), un tira y afloja que logra que Carter se desprenda de la piel de su personaje, de esa figura que prefería no mirar la realidad de frente, oculto en su máscara, en la prosperidad de la que se alimentaba como parásito, como 'animador socio cultural' de las clases privilegiadas. Tallahasee no ceja en encontrar un twinkie durante toda las peripecias que debe superar en el trayecto que narra 'Zombieland' (2008), de Ruben Fleischer. Peripecias que implican enfrentarse a una variedad de agresivos zombies, ya que es uno de los escasos supervivientes de un apocalipsis. Parece una variante hosca del Cocodrilo Dundee, por su sombrero de cowboy y sus maneras cortantes y expeditivas. Poco tiene que ver, en apariencia, con el maniático y cuadriculado joven urbanita que interpreta Jesse Eisenberg. Aunque no todo sea lo que parece, como irá descubriendo, cuando pele una de sus ásperas capas y revele cómo le afectó la pérdida de su perrito, o pele una segunda aún más honda y revele que no era un cachorrito sino su propio hijo. Tallahasse mata con pericia zombies mientras busca denodadamente un twinkie, que parecen haberse volatilizado en cualquier supermercado que indague, e incluso en un puesto de dulces de una feria. Entremedias, ve cómo su vehículo es sustraído por dos veces por un par de hermanas que dominan el arte del engaño, que acabarán uniéndose a ellos, y conoce a su admirado Bill Murray que va disfrazado de zombie como estrategia de camuflaje, con quien baila la canción de 'Los cazafantasmas' antes de que sea confundido por su compañero con un verdadero zombie. Woody Harrelson recibió su segunda nominación en los Oscars, en este caso en la categoria de actor secundario, por su matizada interpretación en la opera primera de Oren Moverman, 'The messenger' (2009). Una aparente firmeza de piedra inalterable que sabe enfrentarse a la pesadumbre de los parientes de los soldados cuyo fallecimiento, en el frente, debe comunicarles. Una aparente firmeza que irá dejando entrever sus fisuras y precariedades a través de la relación que mantiene con el soldado que le acompañará en tales trances, encarnado igual de brillantemente por Ben Foster y al que debe enseñar cómo conseguir el temple adecuado para no derrumbarse. Como un filo despojado, Moverman traza un retrato demoledor del reverso de las pantallas patrióticas que venden heroísmo. Las desoladoras confrontaciones con el dolor de los afinados se conjugan con las carencias y frustraciones, la deriva, de la pareja protagonista, que culminan con los sollozos desesperados, y solidarios, del personaje de Harrelson, tras el sobrecogedor relato del personaje de Foster sobre su experiencia en la guerra, nada relacionada con heroísmos sino con las piernas amputadas, cabezas abiertas, de compañeros, y una sensación desazonadora de sinsentido. ¿Cómo transmitir firmeza si te sientes también quebrado y desorientado? Harrelson regala uno de los momentos más sobresalientes de su carrera, como un ajustado y sobre contraplano de receptivo oyente primero, y después dejando exponer el dolor de su desamparo, sin vaselina. 'Rampart' (2011) podía haberse titulado 'Brown', porque el rostro de Harrelson se adhiere a la pantalla desde la primera secuencia en la que le vemos conducir el coche policial. También lo conduce en la secuencia final. Aunque haya variado tanto en su vida. Sigue igual como un ratón dentro de su rueda, pero su vida ha sido sustraída, o su escenario demolido. Brown, en un momento dado, en una de las serie de interrogatorios que tiene para dilucidar su corrupción, pregunta que por qué él sino es una excepción en el conjunto de policías. Brown es una representación de lo que fue aquel escándalo de Rampart en 1999 cuando 70 policías se vieron implicados en casos de corrupción. Es un hombre que no se declara racista, porque él odia a todo el mundo. Y, además, él se ha acostado con mujeres de otras razas. Es un hombre definido por la paranoia, que desconfía de todo y todos. No tiene escrúpulos. Aún vive como una rémora de las dos mujeres, ambas hermanas, con las que mantuvo relación, y con las que tuvo dos hijas. No duda durante una cena en plantear a una que tengan sexo esa noche, y cuando no acepta, proponérsela a la otra, que se encuentra en la silla de al lado. Como no encuentra receptividad en ninguna busca en la noche, entre los espectros de una barra de bar. Cuando la actividad sexual termina, no hay nada más, silencio, mirada pérdida, desconexión. Brown entra en barrena cuando le graban golpeando con su porra a un hombre. No importa que se justifique en que no grabaron los momentos previos cuando ese hombre embistió su coche patrulla, y salió a la carrera cuando se aproximó a su vehículo. No sólo le redujo sino que le apalizó con saña. Brown inicia una espiral en la que el escenario alrededor se difuminará dejándolo completamente desguarnecido. Queda expuesto ante los que investigan su comportamiento corrupto, y queda fuera del círculo familiar, rechazado también por sus hijas, en especial por su hija mayor,como alguien ignorante del daño que las ha infligido Sin duda, una de las cimas interpretativas de Harrelson. En la primera temporada de 'True detective' (2014), creada por Nic Pizzolato, Marty (Woody Harrelson) considera que son necesarios los límites, aunque parece que sea más bien para demostrar que no sabemos desenvolvernos dentro de ellos, dado cómo no deja de contradecirse, de poner en cuestión sus presupuestos, su rígida y cuadriculada concepción de lo que es la vida, la realidad. En la vida de Marty una cosa es la idea, y otra su materialización, y parece que no dejan de entrar en colisión. Manifiesta, en un interrogatorio, cuán necesarios son los límites, un modelo de vida al que ajustarse, en el que solidificarse, pero su evocación demuestra cómo las emociones le han superado constantemente, cómo la ciega furia, o el despecho, cualquier expresión del deseo o el instinto acaban desbordando esa presa de idea de la realidad, esos límites que considera que son necesarios. La familia es uno de esos límites necesarios, pero no sabe desenvolverse dentro de ellos. En otro momento, pregunta a su compañero, Rust (Matthew McConaughey) cómo se puede amar a dos mujeres a la vez. Marty se hace esa pregunta por desesperación, pero esa pregunta entra en colisión con esas respuestas, esos límites, en los que ha enquistado su forma de mirar y habitar la realidad, de constituirse como ser social, que se ajusta a unos roles establecidos, a unos rituales de vida, formar una familia, disponer de un trabajo, ser padre, esposo. Pero las emociones no se pliegan a esos límites. Su visión e idea del mundo, de la vida, es como un vehículo sin frenos que atropella a cuántos encuentra a su paso aunque piense que respeta todas las señalizaciones. Rust en cambio vive inmerso en una espiral. La vida es un vértigo, un remolino, un maelstrom. Y, a la vez, todo es ficción. Esos límites que Marty considera necesario, para Rust son un espejismo, una construcción ficcional que suministra ilusión de seguridad y certeza. Pero no existe. Por eso, esa divergencia entre dos miradas, tiene uno de sus primeros momentos de colisión cuando Marty le invita a cenar a su cosa, cuando Rust tiene que enfrentarse al reflejo de su pérdida con otra familia de apariencia armónica. Marty se enfrentará a su contradicción, asumiendo que no basta con pensar que son necesarios los límites sino que hay que saber tanto desenvolverse con ellos como asumir que la vida está tejida sobre lo imprevisible y lo incierto, y hasta lo contradictorio.
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Las 24 mejores escenas bélicas
Hoy hace 18 años que se estrenó en Estados Unidos 'Salvar al soldado Ryan', de Steven Spielberg. Su secuencia inicial, con todo merecimiento, es una de las escenas más admiradas dentro del género bélico. Otra cuestión es ya si la película en conjunto merece el mismo reconocimiento. Hay obras más populares, e incluso con más prestigio, que podrían ser cuestionadas, del mismo modo que otras menos o nada difundidas merecen una consideración de la que carecen por mero desconocimiento. Hay obras que suelen citarse una y otra vez en las antologías, pero igual es así por mero automatismo, porque se ignoran muchas otras, o porque cuando se elevan los altares se tiende a seguir reverenciando lo mismo como si fuera inevitable. ¿Incluiría obras tan populares como 'Salvar al soldado Ryan', 'La chaqueta metálica' o 'Platoon' en una antología de cien mejores películas del género? Probablemente, no. Y en cambio sí, entre las primeras, situaría obras escasamente conocidas como 'Fuego en la llanura', 'Fugitivos del desierto' o 'El aguila y el halcón'. Esta es mi selección de 18 de las mejores escenas bélicas. Son todas las que están, aunque no todas las que son. Pero tampoco era cuestión de alargar demasiado la batalla. Alas. Las secuencias finales de 'Alas' (1927), de William A Wellman, primera ganadora en los Oscar, son sobrecogedoras. Tras narrar el triunfo en la batalla decisiva del ejercito aliado, la victoria se tiñe de desoladora amargura. Desgarradora es la secuencia en la que David (en un avión alemán que ha sustraido en una base del enemigo tras que fuera abatido su propio avión) es disparado repetidamente por su amigo Jack (cegado por el dolor de creer que, precisamente, David ha muerto, ha abatido enemigos con una furia arrolladora), sin que este advierta en los gestos desesperados de David, que se agita en su carlinga con impotencia, que es su amigo a quien dispara. Más allá de que fuera algo rara vez visto, un beso entre hombres (aunque aún más agitó las plateas el beso en la boca de David a su madre cuando se despide de ella), la secuencia en la que Jack abraza a su amigo agonizante, y le besa como si fuera a restituirle la vida con esa acción, es de una inconmensurable belleza y emoción, de un calibre equiparable al que destila la emoción hecha cine de 'Amanecer' de Murnau, la otra triunfadora de los primeros Oscar. Sin novedad en el frente. En su primer lance de batalla, en la noche entre las enfangadas trinchera, uno de los jóvenes es abatido, y antes de morir, grita que se ha quedado ciego. Desde ese momento los jóvenes empezarán a 'ver' que la guerra nada tiene que ver con cómo la había presentado su profesor en la escuela. La obra está repleta de extraordinarias secuencias. La tensa exasperación de los largos días y largas noches en los refugios mientras son bombardeados, lo que provoca que algunos de ellos no lo resistan, y prorrumpan en gritos desesperados, salgan corriendo aunque peligre su vida, o se zafen de la multitud de ratas. Las escenas de batallas están narradas de un modo admirable, y pone en entredicho la consideración de que las primeras películas del sonoro fueran 'escénicas', su dominio del montaje, tenso, febril, sigue siendo proverbial, y hasta no superado. A este respecto es célebre la magnífica secuencia en la que el protagonista, Paul (Lew Ayres),atrapado en un cráter en plena batalla durante horas, intenta mantener vivo al francés que ha malherido, mientras manifiesta que uno y otro, sin esos uniformes podrían haber sido amigos (una hermosa manera de reflejar el absurdo arbitrio de las guerras, o cualquier hostilidad, de la anatemización del otro por portar otro uniforme o tener otras externas señas de identidad). Cuatro de infantería. El título en español, 'Cuatro de infanteria', no es que sea muy preciso, ya que son dos soldados los que tienen un mayor protagonismo. El título original es 'Westfront 1918', ya que es la descarnada vivencia de lo que es estar en el frente, además del añadido de ser en los últimos coletazos de la guerra (lo que acentúa el aspecto desolador, porque el absurdo y horror se amplifica con el cataclismo de una derrota ya inminente del ejercito alemán), el punto nuclear de esta película que, como pocas, incide en la locura desquiciada y horror de la vivencia bélica. Las secuencias bélicas del último tramo, modélicas aún hoy en día, son estremecedoras, conjugando la planificación fragmentada con largos travellings, y hasta cámara subjetiva. Pocas veces se ha sentido que ese espacio, casi informe, es como un infierno, de figuras indiscernibles, entre explosiones y cadáveres como una alfombra en el barro. Momento sobrecogedor: Uno de los soldados grita cuando dentro de uno de los cráteres ocultan con tierra una mano que sobresale del barro. Son los gritos de mentes ya rotas los que dominan las últimas secuencias, en los hospitales en la retaguardia,voces y mentes ya trastornadas que han vivido el horror y han quedado inmersas en el mismo. Hay obras que siguen siendo necesarias, y más cuando son un prodigio creativo como esta dolorosamente hermosa obra. El aguila y el halcón. Pocos héroes se pueden encontrar más sombríos, más consumidos por la desesperación y menos satisfechos con sus gestas, porque sus condecoraciones celebran la pérdida de vidas, como Young (extraordinario Fredric March), en ‘El águila y el halcón’ ( 1933), de Stuart Walker: “Pensaba que la guerra era como el polo, un deporte que practicar, una competición en la que superar a los pilotos del otro bando, pero no es sino quemar carne, quebrar huesos y verter sangre. Sembrar muerte”. Actitud, en principio, opuesta a la suya es la de Crocker (Cary Grant), con el que mantiene cierta rivalidad. Le niega la posibilidad de que sea piloto porque no le ve capaz, decisión que no sienta nada bien a Crocker. Tras la muerte de sus primeros cinco observadores, Crocker será el sexto; él mismo ha solicitado el puesto porque anhela ser testigo de cómo en algún momento al héroe se le quiebran los nervios. No tiene el sentido caballeresco del combate, ni el aprecio a la vida, sea la de un compañero o del enemigo: cómo ametralla al alemán que se ha lanzado en paracaídas, acción que es reprendida por Young (que evita que lo haga con otro). Pero esa animosidad o rivalidad se irá limando, hasta el entendimiento o proximidad, que deriva en un bellísimo final, comparable al de otra extraordinaria obra cuya acción dramática ocurre en tiempos de guerra, ‘Adiós a las armas’ (1932), de Frank Borzage. Tras que Young haya dado un amargo brindis de gracias por la nueva condecoración concedida, que culmina con la fractura de su desesperación: lanza el vaso, rompiéndolo, mientras grita ‘la guerra para vosotros’, Crocker escucha un disparo y descubre que Young se ha suicidado (su cuerpo yace sobre los muelles de una cama, otra más vaciada, por otra muerte, la de el joven observador que cayó al vacío; un vacío que ha pesado demasiado sobre Young, sobre el que no ha sabido volar). Crocker, antes de que amanezca, llevará el cadáver al avión para, después de ametrallar las alas y al cuerpo de Young, simular que ha muerto en combate. Ni John Ford rodaría un final tan desgarradoramente bello para ‘imprimir la leyenda’, en el que no deja de resonar el grito de un dolor insondable por esa barbarie llamada guerra. Camino de la gloria. En 'Camino de la gloria' (1935), una de las obras menos comentadas de Howard Hawks, pero que no desmerece al lado de sus más reconocidas películas, hay distintos tipos de guerras, o de bombas, las que caen del cielo, o las de la decepción y el daño sentimental. Una dualidad que definía su abordaje de los géneros, como se evidencia en sus célebres y complejas comedias y películas del oeste. Las escenas de combate, el prototípico asalto a las trincheras enemigas, cruzando el campo socavado por las bombas no desmerece de las secuencias de ‘El gran desfile’ (1925), de King Vidor, ‘Sin novedad en el frente’ (1930) o ‘Cuatro de infanteria’ (1931), (posteriormente, quizá sólo ‘Capitán Conan’, 1996, de Bertrand Tavernier alcanza tal poderío expresivo). Particularmente brillante es la secuencia en la que Denet (excelente Fredric March) tiene que establecer, con seis de sus hombres, un enlace telefónico. Todos son vulnerables. El héroe, aquel que se había lanzado sobre una granada (que no explotó) para salvar a sus compañeros, puede tener una crisis nerviosa que propicie que lance torpemente otra granada que mate a varios compañeros. El orgullo de los marines. Schmid combatió en la batalla de Guadalcanal. En la noche del 21 de agosto de 1942, él y dos compañeros se enfrentaron con su puesto de ametralladora a 800 soldados japonés. Al amanecer, uno de sus compañeros había muerto, el otro había resultado herido en un hombro, y él había quedado ciego por la explosión de una granada (disparando el resto de la noche según las indicaciones de su compañero). Abatieron a 200 soldados japoneses. En 'El orgullo de los mariones' (1945), de Delmer Daves, el pasaje bélico, el de la citada secuencia con la ametralladora, es breve, pero de una descarnada contundencia y opresiva tensión, que hace sentir que estuviéramos con ellos en ese comprimido receptáculo del puesto. Lo que ocupa más metraje en la narración es todo el proceso de rehabilitación de Schmid (el gran John Garfield), sobre todo psicológica, ya que implica la asunción de su ceguera, que si tiene arreglo puede ser tras que pasen años, y además sólo de modo parcial. A bayoneta calada. La guerra congela las emociones: Si no conviertes a los otros en representaciones, no sobrevivirás. Si en la confrontación en primer plano es necesario tomar esa distancia, por otro lado, no es lo mismo mirar desde el simulacro en la distancia que vivir la guerra en primer plano. Porque, en 'A bayoneta calada' (1951), de Samuel Fuller, al cabo Donne (Richard Basehart), destacado oficial en la academia, en cuanto capacidad táctica y decisión, (cerebro y agallas, en palabras de unos soldados, son los atributos de un buen oficial), ya en el campo de batalla, le aterra la posibilidad de tomar la responsabilidad del mando. Por eso, es sólo cabo. Y, por eso, está tan pendiente de que sus superiores en la jerarquía, tres en concreto, no pierdan la vida. No carece de valor, pero no quiere que ninguna vida dependa de él, una escisión que es un absurdo dentro de otro absurdo, y que queda certeramente reflejado cuando se ofrece voluntario para cruzar un campo de minas y llegar hasta un malherido sargento, cargar con él a sus espaldas, y volver sobre sus pasos. Fuller filma la secuencia con un opresivo uso de la fragmentación, los planos cortos y la cámara subjetiva, entresacando toda la tensión del momento y la contradicción que alienta la acción de Donne, ya que sí, realiza todo un acto audaz, pero en buena medida lo hace porque si le salva él podrá evitar la posibilidad de encontrarse al mando del pelotón. Cruel y cáustica conclusión: Después de lograr cruzar por dos veces el campo de minas, cuando supera el trance por fin, el sargento está muerto. Tiempo de amar, tiempo de morir. En las secuencias iniciales de ‘Tiempo de amar, tiempo de morir’ (1958), de Douglas Sirk, un cadáver desenterrado en la nieve parece que llorara. Lágrimas de hielo que se funde, por esos hombres que han pasado ya no saben cuántas veces por ese pueblo, del que ya sólo quedan ruinas, la huella de una destrucción que no parece tener fin, como el errar de estos soldados alemanes en tierras rusas, que van y vienen, exhaustos y desanimados. Hombres que han perdido la noción del tiempo, como si vivieran en un interminable bucle; especulan sobre cuando pudo morir el oficial que desentierran en la nieve, como si lo hicieran sobre algún descubrimiento arqueológico de lejanas eras. Lágrimas que pesan ya demasiado en alguno que opta por dispararse un tiro como forma de escapar de ese abismo de horror y absurdo, al que ya no puede devolver la mirada, porque ve reflejado su condición de esbirro del caos, en el que su finalidad parece ya sólo fusilar a civiles. El primer beso de Ernst, soldado de permiso, y Elizabeth es ante el agua, interpuesto en el encuadre un árbol, que sorprendentemente ha florecido a causa del calor provocado por la caída de las bombas; una anomalía, como su propio amor, al que se ha permitido florecer brevemente; una rara avis, un efecto colateral imprevisto, de la avasalladora destrucción que sólo cultiva ruinas. En la demoledora y magnífica secuencia final, Ernst fallecerá junto al agua, tras realizar un acto generoso, un acto anómalo en mitad de la guerra, perdonar la vida a unos prisioneros a los que libera (uno de los cuáles le devuelve el favor matándole: Ernst no puede salirse del escenario, sigue siendo una representación, un uniforme). El último plano (uno de los más desgarradoramente bellos que ha dado el cine) es el de su reflejo en el agua, intentando, desesperada e infructuosamente, recuperar la carta de su amada. Eso es lo que fue, un reflejo, una ilusión, una anomalía, a la que se permitió dotar de cuerpo durante unas escasas semanas. Por algo lloraba aquel cadáver desenterrado en la nieve. Fugitivos del desierto. 'Fugitivos del desierto' (1958), de J Lee Thompson, se centra en la peripecia de cuatro personajes cruzando el desierto con su camioneta de la cruz roja, en un momento crítico, en 1942, para el ejercito británico, que se retiraba de Tobruk a El Alamein, mientras el ejercito alemán le iba arrebatando terreno. El trayecto está narrado con un admirable fisicidad, atenta al detalle, haciendo sentir el sol, la arena, la sequedad, el agotamiento. Los personajes en el primer tramo, superan un campo de minas, y tienen que pasar el 'peaje de control' de una tanqueta alemana, pero el trance fundamental que pondrá a prueba su resistencia y capacidad de superación es superar un extenso territorio conocido como 'La depresión', al que califican como un 'puddin de arroz', por su traicionera textura, cercana también a la de una jalea rojiza que puede transformarse en fatales arenas movedizas, y en donde también tendrán que lograr superar una alta elevación de arena con el camión, combinando ingenio y fortaleza. Thompson nunca ha estado tan inspirado La colina de los diablos de acero. Los soldados transitan un espacio exterior, pero pocas películas tan claustrofóbicas, tan opresivas como 'La colina de los diablos de acero' (1958), de Anthony Mann. Los personajes parecen 'encerrados' (como si no pudieran salir, como en 'El ángel exterminador', de Luis Buñuel), cautivos en una prisión mineral (en otra dimensión, otro planeta), hasta sus desplazamientos parecen exasperadamente trabajosos, como si se desplazaran en una espesura ralentizada. El entorno es un continuo obstáculo, una amenaza persistente: como en la brillante secuencia del paso del 'pasadizo' que tienen que sortear, de dos en dos, porque cada ciertos segundos lanzan tres bombas los coreanos ( aunque de repente, la frecuencia varía, la rutina se trastoca, no saben cuándo lanzarán las siguientes; ¿qué hacen?). Claro que luego tienen que superar un campo de minas, y ya por último acceder a aquella colina 'numerada', que dominan los coreanos, una colina tan desoladora, inhóspita y terrible como la que da título a la también magnífica película, o inmersión en el horror de la guerra, de Sidney Lumet 'La colina' (1964). 'Hombres en guerra/Men in war' es el título original de esta inmersión en el grado cero de la guerra, por tanto, en una alucinación, en un desesperado pasaje al horror, a la primigenia violencia mineral del hombre 'El batallón no existe, el regimiento no existe, El cuartel general no existe, Los Estados Unidos no existen, ellos no existen', son palabras del teniente Benton (excepcional Robert Ryan) en los últimos pasajes de este calvario, que asemeja a una alucinación que parece negación de vida, de razón, por unas tierras más áridas, pedregosas, quemadas por el sol, un paisaje mineral en el que no parece brotar vida (aunque haya quien intente ponerse unas flores en su casco, para, precisamente, morir a continuación). Fuego en la llanura. Hay planos de la magistral 'Fuego en la llanura' (1959), de Kon Ichikawa, que parecen extraidos de una pintura de El Bosco. El protagonista, El soldado Tamura (Eiji Funakushi), atraviesa escarpados, agrestes o áridos espacios cubiertos por una 'manta' de cadáveres. Por eso, 'Fuego en la llanura' se constituye, quizá, en la película más tétrica y descarnada en su forma de abordar y representar, de un modo tan extremo, el paisaje de la guerra, pero nunca sin cargar tintas, ni incurrir en la afectación ni en el subrayado, sino siempre con una afilada distancia. El paisaje que refleja Ichikawa, en los estertores de la guerra, en 1945, en el frente filipino, asemeja al de una hecatombe nuclear. El mismo Ichikawa fue testigo de primera mano de los efectos de la bomba atómica,y reconoce que desde entonces sintió que tenía que hablar contra/de los horrores de la guerra. Lo que se nos narrará es el viaje de Tamura hacia la localidad donde están realizando la evacuación de un ejercito al borde de la derrota,ya que en el hospital de nuevo le rechazan, convirtiéndose en uno de tantos 'indigentes', que no están en su compañía o pelotón pero tampoco atendidos por los médicos, sino en una especie de tierra de nadie o limbo como figuras errantes, al margen. En este infierno no hay piedad y la condición humana alcanza extremos inconcebibles de degradación.Particularmente memorable es la desoladora secuencia en la que los soldados salen corriendo, ante la amenaza de bombardeo, dejando desamparados a los enfermos, que se arrastran fuera de las chozas, sin poder evitar la caída de las bombas. Invasión en Birmania. Un hombre, Muley (Charlie Briggs), asciende por un estrecho sendero de una escarpada montaña portando sobre su espalda el peso que debería cargar los lomos de la mula que lleva. Y lo hace porque la mula, exhausta, no podía con aquel peso. Lo hace porque sino la mula hubiera sido sacrificada. Lo hace pese que él esté exhausto, tanto que cuando alcanza la cumbre, fallece. Exhausto como los compañeros de su pelotón, llamados los merodeadores de Merrill, el hombre que les guía, el general que les manda, un pelotón que ha recorrido selvas y llanuras y montañas de Birmania, un pelotón, que en principio eran 3000 hombres y del que,tras recorrer 1.500 kilómetros, sólo sobrevivirán una décima parte. En 'Invasión en Birmania' (1962), de Samuel Fuller , hay un conflicto, un enfrentamiento, pero también un desgaste físico, y Fuller retrata con minuciosidad esa demolición de los cuerpos, y de los ánimos. Los cuerpos resisten, siguen andando aunque no puedan, aunque pidan descanso. Los merodeadores de Merrill en varias ocasiones, tras varios enfrentamientos, creen que ya llegó su momento de la pausa. Porque los cuerpos y las emociones lo necesitan, se supone que tienen un límite. Pero una y otra vez se les niega el permiso que esperan disfrutar, su merecida recompensa por tanto sacrificio. Y siguen con su marcha entre ríos y selvas y enfrentamientos con los japoneses. Y desesperan. Parecen atrapados en un círculo, como refleja ese extraordinario movimiento de cámara que sigue el desplazamiento circular del teniente Stock (Ty Hardin) sobre las construcciones, que asemejan sarcófagos, del laberinto en Shadazup en el que se han enfrentado con los japoneses (a veces, disparándose entre ellos, aunque esto sería cortado del montaje definitivo por petición del ejercito, nada contento con deprimente tono de la narración). Se desplazan en un fatal círculo simbólico aunque recorran miles de kilómetros. Por eso, es tan conmovedora y hermosa esa secuencia en la que un hombre sacrifica su vida por una mula. La gran evasión. 'La gran evasión' (1963), de John Sturges, es la exultante vitalidad hecha celuloide. Es la experiencia de la narración como puro viaje, trance de avatares del hombre enfrentado a su circunstancia, su ingenio y dinámica determinación como ese túnel que socava los obstáculos y restrictivos límites de la realidad. Su impulso de acción frente a una realidad que es rígida prisión. Y también es una sutil reflexión sobre el azar y el destino, sobre la voluntad en colisión con los imponderables y los propios límites, no sólo los condicionados por los otros. Aquel que suministra el camuflaje, las vestimentas que portarán en la huida, será el que accidentalmente hará visible su fuga. Aquel que excava los túneles será el que dificulte el proceso de huida por sus ataques de ansiedad por la claustrofobía. Ironías del destino o del azar. O quién sabe con qué materiales está tramada la vida. 'La gran evasión' es un preclaro ejemplo de cómo conjugar el dinámico desarrollo de una trama pautada con precisión y el afinado trazo a la hora de perfilar los personajes, y más siendo una obra con tal amplitud de caracteres. Los pasajes que narran, en concreto, la huida del personaje de Steve McQueen con la moto, perseguido por múltiples enemigos, en camiones, coches y motos, es uno de los más vibrantes que ha proporcionado el género. No lo conseguirá, e incluso se quedará literalmente a un palmo de cruzar esas alambradas que le separan de su liberación, pero su espíritu representa la resistencia que no cede al desaliento, la pelota que no deja de golpear el muro aunque se le encierre en un calabozo denominado nevera que no logrará congelar su impulso vital de lograr la anhelada libertad. El tren. El dilema que palpita en 'El tren' (1964) es claro. ¿Valen igual las vidas humanas que unas obras de arte, y más cuando estas, se convierten en emblema de un tesoro nacional, en representación de una identidad patria?. El conflicto surge cuando el ejército alemán, ya en retirada al final de la guerra, debe abandonar Paris. Y el coronel Von Waldheim (Paul Scofield), un amante apasionado del arte, decide llevarse todas las pinturas del museo del Louvre en un tren hacia Alemania. Las fuerzas de resistencia francesa están decididas a impedirlo. Claro que el sabotaje se complica porque el tren no puede ser destruido, lo que conlleva que se haga doblemente difícil la misión, sobre todo, y he ahí el dilema, porque supondrá poner más vidas en peligro para impedirlo, asumiendo que son sacrificios inevitables. La importancia de una maquina como protagonista, y objetivo, de la trama, impregna a la misma narración, tramada como un afinado mecanismo de relojería, en la que las estrategias y tácticas son las que hacen avanzar la acción, en ese duelo, o partida de ajedrez a contrarreloj, entre los intentos de la resistencia por impedir que ese tren salga de Francia, y las previsiones alemanas para dinamitar y eliminar sus propósitos y a quienes colaboran. Esa condición de escenario en el que ya se ha convertido este pulso, o misión, en donde los humanos ya son actantes, encuentra su correspondencia en los magníficos pasajes que narran cómo la resistencia usa la táctica de hacerles creer a los alemanes que el tren va en la dirección que creen, cambiando los letreros de las estaciones, pero desviándoles de su trayecto. Las imágenes finales alternando planos de las pinturas y de los cadáveres de los sacrificados es el remate elocuente de una obra ejemplar en su modulación narrativa y seca como un fustigazo en su rasgón de un tenebroso y doliente dilema, donde el escenario se superpone a la vida. Comando en el mar de la China. La carrera en zig zag a campo descubierto de los dos últimos supervivientes del comando hacia la base inglesa mientras intentan eludir los disparos de los soldados japoneses apostados en la selva de la que han salido corriendo, complementada con los acordes de la memorable banda sonora de Gerald Fried, es el portentoso corolario de 'Comando en el Mar de la China' (1970), de Robert Aldrich, una obra que derrocha acidez sobre los absurdos de la guerra y los desatinos de las rigideces de las jerarquías de la institución militar, sobre su sordidez y brutalidad. El admirable vigor narrativo del que hace gala Aldrich, sin que la tensión desfallezca por un momento, y convirtiendo a la espesura de la selva en crucial personaje (espacio que dificulta y condiciona; laberinto que hay que superar) o al sonido ambiental (de animales) como efectivo recurso que sedimenta una creciente atmósfera opresiva (como esa metáfora del embudo, en referencia al camino de vuelta a la base del comando, que usa el oficial japones al mando que les persigue). La citada secuencia final, en la que se dilata la revelación de quién de los dos ha sobrevivido, si el británico encarnado por Michael Caine o el único estadounidense del comando, el cintado héroe tardío al que hace alusión el título original (Too late heroe), interpretado por Cliff Robertson, es un excelso broche para una obra que 'captura' el aliento del espectador y no lo suelta hasta esas catárticas imágenes finales. La cruz de hierro. Orson Welles, en su momento, le envió una carta a Sam Peckinpah en la que le decía que 'La cruz de hierro' (1976), le había parecido, desde 'Sin novedad en el frente' (1931), de Lewis Milestone, la mejor película bélica de soldados en acción de combate. Desde luego, pocas más sobrecogedoras. Si Baudelaire hablaba de la belleza convulsa, la obra de Peckinpah encarna esa idea, en especial el climax en el que la palabra 'Demarcación' se convierte en la contraseña que, desafortunadamente, más bien invita a que el horror y el caos y la miseria humana dominen el campo de batalla de la vida. El protagonista, el sargento Steiner (James Coburn) encuentra en la guerra una paradójica sensación de hogar, la que proviene del compañerismo con los hombres a su mando. Esa solidaridad, complicidad y entrega, encarnación de un genuina amistad, que no he visto expresada con tal intensa y elocuente rotundidad en otra película del género. En contraposición, la mezquindad de su oficial superior, aristócrata prusiano, es tan grande que, como Steiner se niega a declarar que Stransky se comportó como un héroe en combate para que así consiga su anhelada cruz de hierro, que Steiner sí posee (al que califica como 'un trozo de hierro'), no le avisará a él y sus hombres cuando se traslade el resto del ejercito, dejándoles solos y 'vendidos' al ejercito ruso que va a tomar sus líneas, por lo que el pelotón de Steiner tendrá que sufrir un via crucis para superar las líneas enemigas antes de retornar a base. Por eso, ese desolador final citado, una de las cumbres del género y del cine, en el que son ametrallados por sus propios compañeros, resulta tan soberanamente desgarrador. Sólo resta el grito de impotencia, furia y desesperación aunque se acribille a la mezquindad . O la carcajada, con la que finaliza la película, la que sabe que todo es absurdo, accidental, porque la Razón hace tiempo que fue decapitada. En esa secuencia brilla el uso del montaje. Un recurso del lenguaje que nadie ha dominado ( o ha llevado a tales radicales cotas de hacer del cine inmersión sensorial en una experiencia) como Peckinpah. Por muchos avances que haya habido después, y mucho cine de acción que se haya realizado, nadie ha sido capaz de superar la refinada musical elaboración de sus escenas de acción ni, sobre todo, ha sabido extraer esa emoción que hace sangrar las entrañas. El cazador. La selva del otro infierno (¿sueño o despertar?). Elipsis sin transición. Del canto de los amigos en el bar, en el espacio hogar, al campo de batalla. Mike despierta, inconsciente tras algún enfrentamiento. La película de la guerra no es como se esperaba. Caos, crueldad, carne desgarrada, dolor, muerte. Un vietnamita lanza una bomba en un refugio oculto en el suelo, en donde están hacinadas mujeres y niños. Ametralla a una mujer, con una niña en sus brazos, que sobrevive. Mike le abrasa con un lanzallamas. Mike sigue en la fragua, entre fuegos. No son las vacaciones que esperaba. ¿Es una pesadilla o realmente ha despertado? La caza ya no es una acción en la distancia con una criatura nada amenazante como un ciervo, que sólo huye. La guerra es dispararse a la sien, no se puede condensar mejor lo que es. Quien sobrevive es porque ha tenido la suerte de que la bala haya perforado la sien de otro. El núcleo de la vivencia del infierno de la guerra es una cruel competición, para entretenerse, de ruleta rusa entre los prisioneros. Mike ya no dispara a ciervos, ahora sabrá qué es lo que puede sentir un ciervo, si de la pistola con la que se apunta a su sien surje una bala que destroce su cerebro. La guerra es ajenidad, el otro es representación, no puedes pensar que la bala perfora otro cuerpo, que otra vida se desvanece, sólo eliminas un símbolo. 'El cazador' (1978), es una inmensidad de la se dijeron inmensas estupideces sobre su discurso ideológico. Todo por no saber mirar. Apocalipsis now. El trayecto, o precipitación en el abismo, la pérdida y extravío de todo referente enfrentado a la esencial condición bárbara del ser humano, como una intensidad emocional que desgarra con más rotundidad con las secuencias recuperadas de los actos sexuales con las bailarinas en los helicopteros, y de la estancia en la colonia francesa, hace que el tramo final, el encuentro con Kurtz, adquiera, ahora en el 'Redux', un cuerpo espectral más armonizado, más coherente aún si cabe, con el desarrollo de ese desprendimiento de todo lazo con la razón. Ya no sólo tenemos ese despojamiento del sinsentido de la acción militar, de su condición de representación y espectáculo escénico, del primer combate, reflejo de la enajenación de quienes se creen su papel, como el Kilgore (Robert Duvall) que porta un sombrero de caballería, y pone la música de las Walkirias de Wagner en el asalto de los helicópteros al poblado vietnamita, como se embriaga con el olor del napalm y fuerza a unos soldados a hacer surf en mitad de una batalla. Es una memorable secuencia de introducción en la guerra como representación escénica que ha alcanzado la condición icónica en la memoria cinéfila. Es portentosa, pero es un eslabón más en una sucesión de secuencias extraordinarias que van desvelando y desnudando la absurda y alucinatoria entraña de la guerra, a través del nocturno espectáculo de las bailarinas para los soldados en medio de la selva, la injustificada ejecución de los vietnamitas de la barcaza (ya no hay distancia, como desde los helicopteros, es un cara a cara con la incoherencia de sus actos), y la ceguera de esa noche moral que ya les envuelve cuando cruzan hacia 'el otro lado del espejo', en el encuentro con los que combaten en un puente contra un enemigo invisible, perdidos y trastornados entre trincheras y drogas para entumecer y anular su sensibilidad (mientras otros suplican, lanzándose al rio, para que la barcaza les saque de ese infierno).Del espectáculo al horror. Capitán Conan. Cuando se estrenó 'Salvar al soldado Ryan' (Saving private Ryan, Steven Spielberg, 1999) Bertrand Tavernier arremetió contra su capciosa manera de representar la violencia. Calificaba su presunto realismo de estetizante, y de enaltecedor de la propia violencia. En 'Capitan Conan' (1996), elude toda espectacularización en su tratamiento de los combates. Adopta un punto de vista distante, sin énfasis en las acciones, para romperlo con detalles puntuales que ejercen de contraste, ya sea un soldado que permanece paralizado entre el trasiego de soldados sorteando las bombas y disparos del enemigo, una música sacra con una voz infantil que enlaza una serie de escenas de transición o los gritos de una matanza que se oyen fuera de campo en un túnel. El primer tramo de Capitán Conan nos sitúa en el frente de Oriente de la primera guerra mundial, en las últimas refriegas en Bulgaria, silenciado por la versión oficial. Como fuera de las normas establecidas funciona el comando de élite que lidera Conan (magnífico Philippe Torreton). No usan el uniforme reglamentario, y disfrutan de la dispensa de doble paga o de alimentos, que son inimaginables para los soldados corrientes, como recompensa al efectivo trabajo sucio que realizan en sus incursiones. Son los que hacen la guerra cara a cara. El despropósito más doloroso proviene del juicio por deserción contra un joven soldado. ¿Era cobardía o simplemente, como apunta Conan, que no valía para combatir? Poco importa cuando su juicio está condicionado por el rechazo que provoca en superiores de su misma casta aristocrática que lo ven como una vergüenza. Ni las preguntas ni los cuestionamientos tienen cabida. El joven soldado como el mismo Conan, ahora expedientado, son ya presencias molestas. Todo se dirimirá trágicamente en otra acción, un enfrentamiento contra el movimiento bolchevique insurgente, que tampoco constará en ninguna versión oficial. Los soldados no son más que piezas de un puzzle, útiles para cumplir una función, pero en cuanto cambia el escenario su papel puede variar, y si antes eran necesarios ahora pueden ser prescindibles. Salvar al soldado Ryan. La secuencia inicial de 'Salvar al soldado Ryan', de Steven Spielberg, es prodigiosa. Nos sumerge en la vivencia del combate, en su caos, en su confusión, en su fragor y agitación, como si fuéramos sacudidos, zarandeados como los mismos soldados que intentan alcanzar la orilla, entre el aire y el agua, sin lograr encontrar orientación ni suelo firme, mientras alrededor otros cuerpos son mutilados o perforados. Es la experiencia descarnada, casi física, que parece superar los límites entre la pantalla y el cuerpo, tal es la sugestión que por medio de su entrecortado montaje y diseño sonoro logra transmitir. Es una lección ejemplar de dominio de lo concreto, como lo había sido el primer tramo de 'La lista de Schindler', cuando meramente narra con modélica precisión la ascensión socio económica del arribista Schindler. Posteriormente, cuando introduce la mirada moral, ambas películas se hunden en la reiteración de lo maniqueo. Sus trayectos dramáticos son rudimentarios, en la distinción rígida de unos y otros, héroes o víctimas y villanos, hasta la infame manipulación de sus conclusiones para soliviantar nuestros peores instintos (el ojo por ojo, el júbilo por la desgracia ajena). .'Salvar al soldado Ryan' se constituye en un maniqueo via crucis donde los sacrificados soldados norteamericanos se enfrentan al inclemente monstruo alemán. El horror proviene de la crueldad de aquellos 'ogros', a los que no sensibilizaba ni siquiera al perdonarles la vida, mientras ellos se entregan a una ejemplar misión en la que se pone en riesgo varias vidas para salvar la del citado soldado(aunque desafortunadamente no se incida, pese a que lo señale uno de los soldados, en el absurdo de tal decisión). Afortunadamente el cine de Spielberg será más sutil y menos infeccioso en su mirada moral en obras excelentes como 'Munich' o 'El puente de los espías'. La delgada línea roja. La delgada línea roja' (1998), de Terrence Malick, es la antimateria intelectual y emocional de 'Salvar al soldado Ryan'. En una secuencia nuclear, excelsa combinación de movimiento de cámara de acercamiento y movimiento interior a través de la expresión de un soberano actor, Tall (Nick Nolte) contempla a los hombres felices por haber sobrevivido a una nueva batalla. En su rostro se debaten todas esas emociones, en el fondo quisiera ser como Stavros, el hombre que priorizó la vida de sus soldados antes que las ordenes de superiores. La desolación late en su expresión porque no cejará en seguir representando su papel y enviando a los hombres a la muerte. Es un hombre desgarrado, y rendido a su máscara. Este plano es casi como el corazón de la película, el gozne que da paso irreversiblemente a que el corazón de las tinieblas se adueñe de la película y de la vida de estos hombres atrapados en la tela de araña de este bárbaro teatro.¿Se ha visto más dolorosa y desgarrada secuencia de una batalla como la que tiene lugar después, y que significativamente, comienza con los soldados caminando entre la niebla, cuando atacan el poblado donde están los soldados japoneses, y donde la atrocidad y la desesperación no han alcanzado cotas semejantes de intensidad, de un lírismo tan sangrante, como si ya se clamara al cielo un impotente por qué, por qué esta loca ansía de destrucción, donde se ultraja ya sin limites a otro ser humano, llegando a arrancar sus dientes?.Ya no hay salida. Todos aquellos que han querido buscar la armonía, el amor o preocuparse por la vida de los otros, morirán, perderán la luz de un amor, ya no correspondido, o serán retirados del 'tablero de juego', retirados del campo de batalla. El resto es silencio. El silencio de la naturaleza que vibra en las aguas, testigo de la ciega y arrogante inconsecuencia del ser humano. Jarhead. La tercera parte de 'Jarhead' (2006), de Sam Mendes, enfrenta a la promesa del hecho físico del combate, que es más bien el encuentro con el Acontecimiento más que el deseo en sí de combatir, es dejar la espera y que por fin ocurra algo, pero el acontecimiento es un sinsentido. La distancia de la imagen es distinta a la vivencia del hecho. Si al final de la instrucción, antes de realizar el viaje a Irak, todos jalean con entusiasmo las imágenes del ataque de los helicópteros al son de la valkiria de Wagner en 'Apocalipse now', como inyección en la distancia de enemigo que hay que destruir, la confrontación con el hecho en si lo que revela es precisamente su condición apocaliptica, tiznada de absurdo y nausea. Han sido entrenados para entrar en combate, han sufrido ese vía crucis para tal propósito, y este no se realiza, lo que abunda en el desquiciamiento de su vivencia, porque era eso lo único que les sostenía. Todo queda en la distancia, entre los residuos de ese despropósito. En cambio, son bombardeados por el enemigo, e incluso disparados por aviones del propio ejército que los confunde con iraquíes. Swofford (Jake Gyllenhaal) espera como un acontecimiento, cual bautizo de índole religiosa, ese instante de vivir el combate. Se queda de pie mientras son bombardeados. Mendes, en esta admirable secuencia, realiza un travelling sobre el rostro de Swofford recibiendo la arena sobre su piel, mientras se distorsiona y difumina el sonido. Y descubre que se ha orinado en los pantalones. El miedo brota entre la enajenación. Convulsos momentos que pautan la consciencia de un sinsentido: En su marcha se encontrarán con un cementerio calcinado de coches y cadáveres. Swofford se sentará junto a uno de esos cadáveres en una hondonada y vomita. En el nocturno paisaje, encendido de rojo por las llamas de las torres de petróleo ardiendo, aparece un caballo impregnado de petróleo ante Swofford, el cual queda perfilado como una sombra ante aquellas torres de fuego. El sargento intentará incentivarle contándole porque se siente satisfecho con su vida en el ejercito y no añora las comodidades del hogar, pero su discurso integrador colisiona con la mudez y la mirada ajena de Swofford que ya no cree en el supuesto papel o cometido que debían realizar. En tierra hostil. El sargento James (un excelente Jeremy Renner) es un desactivador de bombas. Habría que remontarse a 1959, con la interesante 'Ten seconds to hell', de Robert Aldrich, para pensar en una obra centrada en tan tensa dedicación como la de los artificieros ( en aquel caso alemanes). La singularidad de James es que tal acción la desarrolla con un desapegado estoicismo, y hasta desprecio de las normas de ejecución, que exaspera a algún compañero de su equipo. Claro que no todo es lo que parece, y lo pone en evidencia su relación con un niño irakí. La secuencia en que cree que es el que han asesinado para colocarle una bomba en su interior que él tiene que desactivar descosiendo la sutura en la piel de su vientre, es de lo más elocuente. Una contundente secuencia que define al personaje, que se resiste a simplemente explosionarla. El francotirador. No deja de ser elocuente que en el climax amenace una tormenta del desierto (así fue calificada la primera operación bélica en Irak, La guerra del Golfo entre 1990 y 1991), que difuminará la percepción de las figuras en la nube de polvo. Será en esa secuencia cuando Kyle (Bradley Cooper) tome consciencia de que, efectivamente, debe volver a casa. Siente, por fin, que quiere volver a casa, como si recobrara su mirada, como si despertara de un sueño, o de un estado enajenado de mirada difuminada. Y para ello ha tenido que eliminar a su propio reflejo, el francotirador enemigo o rival. Esta conclusión se diferencia notoriamente, por sus sutiles matices, de la conclusión de 'Corazones de acero' (que vanagloria al soldado patrio frente a las huestes enemigas de superior número). Son asediados por los soldados irakíes apostados en una azotea, como si se equiparara esta con las torres gemelas. En ese instante, entre lágrimas, Kyle llama a su esposa para decirle que quiere volver. Y antes de ser recogido por sus compañeros, cuando ya no se distinguen las figuras entre la tormenta de polvo (cuando él ya ha comenzado a clarear su mirada), pierde el arma. Su padre le dijo que nunca la dejara atrás, y esta vez la deja, o la pierde cuando intenta salvar su vida. La cámara realiza un travelling de acercamiento hacia ese arma, como si fuera el travelling de acercamiento hacia una mirada que deja atrás, la mirada de la distancia del francotirador, la mirada que daba círculos alrededor de sí misma, la mirada que no sabía volver. La transición, el posterior plano es extraordinario, una de las más admirables ideas de puesta en escena de la filmografía de Eastwood. No hay transición clara, sino difusa. Un plano general de Kyle en un bar. Una figura solitaria en un bar de escasa luz con poca presencia humana alrededor. Parece un limbo. Su esposa le llama, y él le dice que está 'aquí'. Ha vuelto, está en Estados Unidos, pero aún está en un espacio intermedio. No ha podido dirigirse directamente a la casa, porque le cuesta cambiar de realidad. Las lágrimas le superan: la mirada ya no puede mirar sólo desde la distancia (donde el otro es mera representación).
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Young adult
Mavis (extraordinaria Charlize Theron) se ancla en el pasado porque no quiere confrontarse con un presente a la deriva. Como si borrara veinte años de su vida entremedias, decide materializar lo que no logró realizar entonces, como si pudiera rectificar las contrariedades de la realidad y sus erróneas y torpes decisiones erigiendo una realidad paralela alternativa. Mavis opta, como fuga de su presente, por sentirse de nuevo aquella adulta en ciernes, la joven adulta (young adult) a la que alude el título, 'Young adult' (2011), de Jason Reitman, cuya vida aún estaba en proceso de perfilarse. Decide reconquistar a quien fue su amor en aquellos años, Buddy (Patrick Wilson), aunque esté casado, y acabe de tener un hijo. No importa, Mavis ha optado por la negación de realidad, la de su vida, una realidad que siente escombrarse entre fugaces e insatisfactorios encuentros sexuales, insatisfactorios en buena medida porque parecen intercambiales, y la de los escollos de las otras vidas ya apuntaladas y afirmadas en su propio sí definido escenario. No importa, como ella misma señala, 'todos acarreamos nuestro propio equipaje': la interferencia de esa otra realidad, esposa e hijo, es un cimiento frágil, un parche, un sustitutivo. Mavis siente que su vida no es propia, del mismo modo que es una 'ghost writer'/escritora negra de unos libros de éxito precisamente sobre esos 'jóvenes adultos'. Se siente un fantasma. Por lo tanto, por qué no se va a apropiar de una vida ajena, como quien irrumpiera en otro escenario para sustraer la pieza que falta en su sueño. La vida de Mavis cojea, está lesionada, se define por la falta, por las heridas interiores no cerradas, las de la frustración y la sensación de fracaso. Por eso, su cómplice, su reflejo distorsionado, en el pueblo natal al que retorna será Matt (Patton Oswalt), alguien con impedimento físico, fruto de un apalizamiento en aquellos años de vida adulta en ciernes y formación, cuando unos cerriles y compañeros quebraron su pierna y su pene porque creían era homosexual. Uno y otra arrastran lesiones distintas desde entonces. Pero Mavis, pese a todas las evidencias, prefiere ensimismarse en su enajenamiento, y negar la posibilidad de que la realidad y la voluntad de los otros contraríen sus deseos. No acepta que el hombre que anhela desde siempre sea una figura más en aquel entorno que considera mortecino. No acepta que pueda conformarse con lo que tiene, y menos sentirse satisfecho con la vida elegida. No acepta que esa sea la relación que quiera establecer con la vida, y con una mujer, con esa mujer. Siente que debe rescatarle como necesita rescatarse a sí misma de su vida a la deriva. Pero Buddy quiere esa música, quiere esa percusión, como la que brota de la batería que toca su pareja, Beth (Elizabeth Reaser). Mavis colisiona con la evidencia de lo que es, y decide volver a la superficie de su vida al pairo, esa vida que la asfixiaba, en la que era un bulto postrado en la cama, tal como nos es presentada. Decide tener sexo con su propia lesión, con su propia vida impedida, decide tener sexo con Matt quien, ya dormido, la abraza como aquel amante provisional del inicio. Vuelve a la realidad, retorna al tiempo, a su relación estrangulada con la vida y consigo misma. Y se enfrenta a la intemperie de lo que no ha sido ni logrado, a su vida sin firma, indistinta, difuminada. Por lo menos, con la mirada despejada.
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Los 14 mejores naufragios del cine
Hoy hace dieciseis años tuvo lugar la premiere de 'La tormenta perfecta', que destacaba en especial, o más bien sólo, por las espectaculares secuencias del naufragio del pesquero. El más célebre de todos los naufragios, sin duda, es el del Titanic, que ha propiciado diversas versiones cinematográficas. Aparte de la magnitud de la tragedia, este navío que no se consideraba posible que fuera hundido se convirtió en un emblema de la arrogancia humana frente a la propia naturaleza. (no somos los reyes del mundo). Un trozo de hielo determinaba su irremisible hundimiento. Hay obras en las que la lucha por la supervivencia tras el naufragio se convierte en el centro del relato, sea para poder alcanzar la superficie, como en 'La aventura del Poseidón', el rescate a contrarreloj, como a los tripulantes del submarino en 'Salida al amanecer', o en la travesía de los botes de salvamento, como en 'Náufragos', 'El mar no perdona''La vida de Pi' o 'Cuando todo está perdido' . En otras son pasajes de la narración. Pueden marcar al personaje, y al desarrollo dramático, como en 'Lord Jim', o son una permanente amenaza, como fuente de ilícito enriquecimiento, caso de 'Piratas del mar Caribe'. Y los hay que son culminación, caso de 'Tormenta blanca' o 'La tormenta blanca, o con sugerente resonancia simbólica, 'Moby Dick' y su variante reciente 'En el corazón del mar', o 'El lobo de mar' y 'Cena a medianoche'. El climax puede ser la conclusión de una cuestión puesta en interrogante, planteada en 'Almas del mar', aunque también en 'El mar no perdona': ¿ Qué es punible o qué es considerado inmoral cuando la supervivencia está en juego, y hay que decidir por sacrificios para que algunos se salven? En este selección de 14 películas con naufragios, no he contado con la obra maestra de Robert Zemeckis, 'Náufrago', por ser el superviviente de un accidente aéreo. Por acotar, he considerado sólo naufragios de barcos o submarinos. Almas en el mar. 'Almas en el mar' (1937), es una de las más estimulantes obras que ha dado el género de aventuras marítimas, dirigida por uno de los más grandes narradores estadounidenses, Henry Hathaway. Una obra que transita sobre las equívocas apariencias, o cómo estas pueden ser esclavas del ciego prejuicio, o ser utilizadas, por otro lado, por conveniencia. El Jubiloso humor se conjuga con la exuberancia de la aventura y las sombras del drama con admirable armonía. La obra se abre con un juicio, el que someten a Nuggin (Gary Cooper), cuya conducta en el naufragio de un barco, El 'William Brown', en el que viajaba hacia Estados Unidos desde Inglaterra, es puesta en cuestión, ya que aunque fue decisiva su determinación para que sobrevivieran alrededor de 18 pasajeros en un bote salvavidas, propició la muerte de otros. ¿Exime lo primero de lo segundo? Por añadidura, otra sombra se cierne en el juicio sobre su actitud, su actividad pasada como oficial negrero en barcos dedicados al tráfico de esclavos. Pero ¿es así? En la secuencia del naufragio, Hathaway tensa la narración con planos fragmentados,con un percusivo montaje, en el que coinciden los detalles de lacerante crueldad (la muerte de la niña; los esfuerzos de Nuggin para que el bote no se hunda, que implica que golpee o dispare a los que se agarran a los remos o al mástil que cayó sobre el bote) con los detalles conmovedoramente líricos: Su amigo Powdah (George Raft) opta por morir junto a su amada en el barco que se hunde, porque, como dice, hasta ahora no había encontrado ese sol en su vida (en alusión al comentario de Nuggin, en las secuencias iniciales, de que somos como girasoles que necesitan un sol en su vida: el amor libera, sea en la vida o en la muerte compartida). Cena a medianoche. Hay quien teme tanto los naufragios que los genera. Como los que propician los ciegos celos. Hay quien teme tanto que haya otra persona en la vida de quien dice amar, alguien que centre su mirada, que consigue que esa mirada huya. Hay quien teme tanto que otra persona haya interferido en su relación, como si la realidad fuera una disputa de voluntades que aspiran al mismo objeto, que es capaz de urdir una escenificación en la que contrate a alguien para que actúe como un supuesto amante. Pero lo que consigue propiciar, irónicamente, es que alguien, de verdad, irrumpa en la vida de quien dice amar, para rescatarla de la trama urdida, y de una relación que se asfixiaba en el enfermizo cautiverio. Por eso, la narración de 'Cena a medianoche' (1937), del gran Frank Borzage, culminará con la amenaza de un naufragio literal, propiciado por ese hombre celoso, para impedir la felicidad de quienes sí se aman. Porque el armador Bruce Vail (Colin Clive) no es un hombre que ame a su esposa Irene (Jean Arhur). Para él esta es una posesión, un objeto de lujo que le dota de distinción. Es como su barco. Las secuencias finales en el barco, que ocupan el último cuarto de hora de la narración, cuando está a punto de naufragar por la presión que ejerce Vail al capitán para que incremente la velocidad pese a la bruma y la amenaza de icebergs con el propósito de que se hunda ya que son pasajeros Irene y el hombre que ella ama, son un bello condensado de intensidad que alcanza la condición de exultante catarsis. El hombre ciego de celos,se suicidará con un disparo, por la posible catástrofe que ha propiciado. No se ve la acción terminal de quien vivía entre ficciones que le dominaban y que urdía, sino su pantalla (y su reflejo), el retrato de Irene, bajo el cual hay una maqueta del barco. No dejaban de ser lo mismo para él. El humo se expande en el encuadre, como la cortina o velo de humo de temores que dominaba la mente de Vail. Mientras, los amantes continuarán navegando con su amor cómplice. El lobo de mar. 'Lo que encuentres en ese bolsillo puedes compartirlo conmigo'. Es la primera frase que se dice en la magistral 'El lobo de mar' (1941), de Michael Curtiz. La dice Leach (John Garfield) a quien introduce una mano en uno de sus bolsillos con la intención de robarle nada más entrar en la taberna que ha cruzado como una sombra que procede de la negrura. Su circunstancia vital es la de un naufragio. No tiene dinero y está perseguido por la ley, por eso se ofrece a enrolarse en el carguero 'El fantasma', despreocupado de las previas muestras de rechazo de otro marinero que lo califica como el peor de los barcos en el que enrolarse. Es un inicio sombrío, descarnado, que anticipa el relato espectral, claustrofóbico. Con naufragios vitales comienza y termina con uno literal que implica el naufragio de las inclinaciones más abyectas del ser humano, la pulsión de dominio, el disfrute en la opresión y en el ejercicio del daño sobre los otros. Hay otros naufragios vitales que convergerán en esa naturaleza espectral que se nutre de las precariedades y que se afirma en la imposición sobre las mismas. En un barco de línea viaja Ruth (Ida Lupino), que solicita la ayuda de otro viajero, Van Weyden (Alexander Knox), para que se haga pasar por su esposo ya que es buscada por la policía. Pero Van Weyden es respetuoso con la ley y decide no involucrarse. Otra nave surge de la bruma y colisiona con ese barco, provocando su hundimiento. Ruth y Van Weyden serán recogidos por 'El fantasma'. Su capitán, Larsen (portentoso Edward G Robinson), que parece brotar de esas mefíticas brumas que parecen dominar el mar, y la realidad, es alguien que declara con orgullo lo que se expresa en un párrafo de 'El paraíso perdido' de Milton: 'es preferible regir en el infierno que servir en el cielo'. El naufragio final significa una doble derrota para el opresor: no sólo su universo cerrado, su pequeña célula de poder (en la que liberaba su amargura como veneno, la del que ha sido apartado de los privilegios, como representa su propio hermano, y que le ha convertido en un depredador de los botines de pesca de otros), se hunde, sino que no consigue que varíe la forma de pensar y sentir, por lo tanto, de actuar, de Van Weyden, quien piensa que no es inevitable que al ser humano le tenga que vencer la mezquindad en sus actos. Piratas del Mar Caribe. 'Piratas del mar caribe' de 1942 es genuino y contagioso sentido de la aventura. El dinamismo se conjuga con el humor de un modo orgánico y armónico, como celebración vital, haciendo carne de celuloide de su título original, 'Reap the wild wind' (Aprovecha el viento salvaje). No hay tregua en la narración, desde las primeras secuencias que nos sitúan en 1840, cuando el tráfico marítimo por las costas de Florida se veía amenazado por los saqueos de unos piratas que eran más bien empresarios sin escrúpulos que se propiciaban los naufragios para apoderarse de sus mercancías. En la primera secuencia, nos encontramos con que el capitán Stuart (John Wayne) yace inconsciente mientras el timón lo lleva su segundo, quien lo ha golpeado, para estrellar el barco contra las rocas, y así pueda King Cutler ( Raymond Massey) abordarlo y conseguir los beneficios por el 'salvamento' de sus mercancías. La enérgica y determinada Loxi (Paulette Godard), acompañada del capitán Philpott (Lynn Overman) verá cómo llega tarde, y a diferencia de Cutler, se preocupará de rescatar a los heridos. La atracción, como un oleaje, surgirá entre Loxi y Stuart, pero entra en juego un tercer vértice, Tolliver (Ray Milland), abogado que aspira a la dirección de la compañía para la que trabaja Stuart, y que también se enamorará de Loxi. Si Stuart parece, con su manifiesta virilidad, más firme, se descubrirá, cuando su validez se ponga en cuestión, como una voluntad más frágil y maleable ( por el manipulador Cutler). En cambio, Tolliver, que parece un engreido petimetre se revelará más determinado y perseverante ( un 'buque' difícil de lograr que se hunda, a diferencia de Stuart). El humor, vivaz, tan socarrón como mordaz, alienta la narración. La conclusión tiene lugar bajo el agua, con la presencia decisiva de un pulpo que, como fuerza del destino, decidirá quien es aquel que sabe desenvolverse mejor en las corrientes de las emociones. Náufragos. Náufragos' (1944), de Alfred Hitchcock, encontró cierta virulenta recepción en el momento de su estreno por su poco espíritu patriótico en tiempos de guerra y fue tachada incluso de pro fascista. Inclusive, John Steinbeck, que había realizado un primer guión, escribió repetidas veces solicitando que su nombre fuera retirado de una película que no apoyaba como debía al país en tiempos de guerra. Todas esas reacciones provocaron que, aunque iba bien en taquilla, fuera retirada de circulación por el estudio, la Fox, y casi permaneciera cuarenta años escondida en sus anaqueles. Esto quizá pueda sorprender, si se realiza una mirada superficial, a quien recuerde el acto final de 'ajusticiamiento' sobre el pérfido capitán alemán. Pero es un final sombrío. Y hay que considerar el detalle de que el único que no participe en el ajusticiamiento es George (Canada Lee) el único negro (camarero, para más señas), aquel que al principio, cuando le preguntan cuál es su voto en la primera discusión, pregunta que si de verdad les importa su opinión. Si los pasajeros de este bote salvavidas son como un microcosmos representativo de la sociedad estadounidense, ese detalle al fin y al cabo equipara casi con el enemigo. El racismo está en todas partes. Y el clasismo. Si hay algo que queda claro durante la película es que el entendimiento y la capacidad de organizarse resulta complicado. Por eso, es un detalle perversamente irónico que sea el capitán alemán, Willy (Walter Slezak), quien tome el mando en un momento dado, y que les haga sentir que tienen una dirección cierta, y les haga sentir por fin un grupo unido. No deja de ser vitriólica esa consideración sobre la condición humana, y el porqué un régimen como el nazi caló tanto en una sociedad. La diversidad que refleja el bote es emblema de unas diferencias casi irreconciliables. El proceso de la periodista Constance (Tallulah Bankhead) marca el hilo de la película. Durante el viaje, o deriva, irá perdiendo gradualmente todas sus pertenencias, sus símbolos, desde la cámara, a la pulsera en las secuencias finales, pasando por el abrigo de pieles, la maquina de escribir o su maleta, y hasta su aspecto en inicio impoluto al final será el contrario, manchada, despeinada y desaliñada. Puede verse como un antecedente de la Tippi Hedren en 'Los pájaros', o cómo despojar a la arrogancia, a la mirada distante sobre el mundo y los otros que aprende a 'mancharse'. Salida al amanecer. En 1950, el submarino británico ‘Truculent’ colisionó con un carguero, pereciendo 64 de sus tripulantes. Este trágico accidente había tenido lugar, casualidades de la vida, entre el rodaje y el estreno de la notable ‘Salida al amanecer’ (1950), de Roy Baker, centrado en el proceso de rescate contrarreloj para rescatar a los doce supervivientes, entre sus 54 tripulantes, de un submarino que queda ‘postrado’ en el fondo del mar tras estallar una mina perdida contra su proa. Baker narra con firme pulso las tensiones que sufren estos personajes, por su encierro, y entre ellos, además logrando extraer una vibrante emoción con detalles sutiles, a través de gestos y miradas, a medida que se va cimentando la unión entre los supervivientes (cómo el capitán Armstrong, interpretado por John Mills, capta que Snipe está simulando la molestia en la muñeca, para quedarse en el submarino, tras su previo ataque de ansiedad porque no asumía que se quedara con los cuatro últimos). Otros personajes que cobran relevancia son el cocinero Higgins (que en las secuencias iniciales, irónicamente, ha liberado una paloma de un compañero), el veterano, campechano, que aporta los apuntes más humorísticos, como cuando no acaba de creer que goce en el camerino de los oficiales, aunque tenga que ser por condiciones tan excepcionales, de una copa de oporto o meramente de compartir comida con sus superiores. Y, sobre todo, el fogonero Snipe (espléndido Richard Attenborough, que pareciera con su nervioso y quebradizo personaje, el reverso del mineral e implacable gangster de la excelente ‘Brighton rock’, 1948, de John Boulting), de vida ‘apretada’ porque vive por encima de sus posibilidades, ya que a su esposa le gusta a vivir a todo lujo, lo que le ha llevado a aceptar el trabajo en el submarino, pese a que no soporte los lugares cerrados (lo que puede verse en correspondencia con su ‘ahogo vital’), lo que provoca el principal conflicto entre los supervivientes, en los primeros días: su falta de control, su desquiciante ansiedad, la cual, de modo más desaforado, estalla en la estupenda secuencia en la que tienen que sortear quiénes serán los cuatro que saldrán por la torreta y quiénes, ya que no tienen más equipo de respiración, son los cuatro que tendrán que esperar a que les rescaten ( lo que puede determinar como mínimo una espera de una semana, pero también que mueran en el intento por falta de aire o alimento). El mar no perdona. 'Almas en el mar' se abría con un juicio al oficial cuya conducta en el naufragio de un navío, es puesta en cuestión. Aunque fue decisiva su determinación para que sobrevivieran 18 pasajeros en un bote salvavidas, propició la muerte de otros que querían ocuparlo. ¿Exime lo primero de lo segundo?. El principal pasaje dramático de 'El naufragio del Crescent Star' (1957), de Richard Sale, se centra en la misma circunstancia, y plantea directamente esa interrogante. El oficial Holmes (Tyrone Power), en un momento dado, ante la amenaza de una tormenta en el horizonte, tendrá que decidir si tiene que realizar lo que se resiste a tener que decidir porque él quiere salvar a los veintiséis ocupantes del bote (algunos de ellos, en el agua, agarrados al mismo). Pero, del mismo modo que cuando un barco se hunde, se suele decir 'Abandonen el barco', quizá tenga que obligar a abandonar el bote, a merced de las olas, a varios de esos ocupantes, porque sólo está habilitado para nueve personas, o apurando, para catorce. 'El naufragio del Crescent star' destaca, en primer lugar, por su áspera contundencia, sobre todo en los pasajes más conflictivos, y por la fisicidad que transpira ya desde su inicio. Se sienten sus magulladuras, sus costillas rotas, sus cuerpos maltrechos, sus heridas mal curadas. Los personajes se encuentran amenazados por los tiburones, pero pronto se evidenciará que la implacabilidad de escualo es aún más manifiesta entre los ocupantes del bote, sobre todo si está en juego la supervivencia, como evidencia el hecho de que quieran pronto desembarazarse un perro aunque ocupe escaso espacio. En los pasajes finales un personaje apuntará, con ácido sarcasmo, que por qué los peores, los más brutos, los más mezquinos o miserables, son los más fuertes, considerando quiénes son los que sobreviven y los que han sido sacrificados. Cuando la tormenta pasa, tras el sacrificio de los más débiles, hay quien pregunta cómo se calificaría la decisión de Holmes si la tormenta no les hubiera alcanzado. ¿Es una pregunta justa considerando las vidas salvadas? La última noche de Titanic. 'La última noche del Titanic' (A night to remember, 1958), de Roy Ward Baker, es una obra centrada en un hundimiento pero que flota y navega a toda vela. En este caso, se dedica poco tiempo a la presentación o dibujo de personajes, un cuarto de la narración. Evita ese trámite en el que incurrían casi todas las películas integradas en el llamado 'Cine de catástrofes', que alcanzó su momento álgido de éxito en los 70, porque el perfil de los personajes, además, solía ser poco consistente o sustancioso. Más bien incitaba, únicamente, la intriga de quién se salvaría o no. Sólo adquiere una cierta singularidad el segundo oficial Lightoller (Kenneth More). Ante todo es una película de conjunto, y sus piezas, en su trazo sencillo, no se escoran a lo esquemático. Resultan efectivas tanto la progresivas sombras que dominan el semblante del ingeniero que asume hundirse con el barco, como la desesperación contenida de quien tiene que convencer a su esposa e hijos de que suban a los botes sin él; el integrante de la tripulación que se desplaza entre pasillos cada vez más ebrio o aquellos que apuran una partida de carta hasta el último momento, o la persistencia de la banda de música pese a que sepan que no lograrán salvarse. El Titanic era un emblema de una sociedad, se regía por las categorías sociales que remarcaban las posiciones en el acceso a privilegios, y esas coordenadas determinaron que la mayor parte de quienes se salvaran de su hundimiento fueran los pertenecientes a las clases pudientes. El iceberg que no lograron entrever a tiempo representó la irrupción de una realidad que comenzaría a resquebrajarse en sus certezas. Al menos, ya no todo parecía seguro, previsible, aunque se haya seguido estableciendo jerarquías y categorías sociales. A este respecto, un contrapunto mordaz, resulta el hecho de que los insistentes envíos de telegramas de los adinerados saturara a un barco en las cercanías, por lo que el capitán al mando decidió cerrar comunicaciones. Pudiera haber salvado muchas más vidas si no se hubieran 'desconectado': piensan, además, que las bengalas que lanzan deben ser parte de alguna celebración de los ociosos privilegiados. Lord Jim. ¿Qué sabemos de las tormentas de nuestra mente, cómo nos enfrentamos a ellas? En los primeros pasajes de 'Lord Jim' (1964), de Richard Brooks, a través de una narración elíptica, la voz de Marlowe nos guía en la presentación de Jim (Peter O'Toole), desde que es un cadete marino bajo sus ordenes, con sus sueños románticos (novelescos e idealizados) de aventuras en las que actúa y reacciona como héroe (resuelto, determinado) ante cualquier contingencia y conflicto. Pero los sueños colisionan la realidad. O naufragan, más bien. Jim se enrola en un desvencijado barco, el Patna, que traslada a cientos de peregrinos. Y una tormenta deja en evidencia su escasa fiabilidad. A diferencia de sus superiores y compañeros oficiales, sí se preocupa de resolver el problema cuando el barco encalla, así como qué será de la vida de esos peregrinos. A los otros les da igual, seres sin conciencia. Pero Jim no es capaz de reaccionar como quisiera, y acaba en el bote con ellos, abandonando a los peregrinos a su destino. Jim sí tiene conciencia, no se esconde, y la reconoce públicamente, la pone a juicio. Asume su condena o desprecio, porque él mismo se ha ya juzgado. Se convierte en una sombra errante por los puertos, realizando diversos trabajos sin ningún realce. Debe penar su falta, su carencia de personalidad, de determinación. Y surge esa segunda oportunidad, en la que sí es capaz de reaccionar cuando un bote con mercancías de un comerciante, Stein (Paul Lukas), comprometido con las injusticias, sufre un intento de sabotaje, y consigue apagar las llamas del incendio provocado. Pero aún quedan llamas en su interior. Un solo gesto no es suficiente para conjurar los fantasmas que arrastra de aquella tormenta que derivó en naufragio. No hay manera de que se desprenda de esa lacerante sombra de culpa o verguenza que le pesa, aun cuando se le dé la oportunidad, al llevar unas mercancías a Patusan, de enfrentarse a aquellos, al mando de Ali (Elli Wallach), que intentan sojuzgar a los lugareños. Aún arrastrará la necesidad de realizar el sacrificio que compense su falta de determinación en aquel naufragio. La aventura del Poseidón. 'La aventura del Poseidón' (1972) es un ejemplo del cine de catástrofes que estuvo de moda en la década de los setenta, y su más depurada expresión. Precisión narrativa y matizado y sustancioso perfil de personajes se combinaron, por una vez, de modo armónico. En cuanto a la peripecia, el trayecto laberíntico que realiza el pequeño grupo dispuesto a probar suerte ascendiendo hasta la parte inferior del buque, ya que una gran ola ha vuelto del revés al Poseidón cuando celebraban la entrada en un nuevo año, se modula con vibrante intensidad, sin desfallecimiento, en buena medida porque las pausas entre los avatares más peliagudos que deben superar (ascender por una chimenea, un largo recorrido bajo el agua) se ven crispadas por las diferencias entre algunos de los integrantes del grupo, en especial entre quien adoptó la labor de lider y guía, el singular sacerdote que encarna Gene Hackman, y el sanguíneo policía interpretado por Ernest Borgnine. De nuevo, como en el caso del Titanic, la presión empresarial es la que pone en peligro el barco. También le exigen al capitán que navegue con más velocidad. En este caso, más que por el orgullo de conseguir records la motivación principal es el ahorro de dinero. La decisión de sólo unos pocos de buscar una salida, frente a la nula determinación del resto que decide esperar a un rescate, no dejaba de ser una metáfora de las circunstancias económicas. Pocos protestan, pocos se movilizan para buscar una salida. La ficticia peripecia narrada en la novela adaptada está inspirada en la que sufrió el Queen Mary en 1942 (algunas de las iniciales escenas se rodaron en este buque que se conservaba como atracción turística). Fue versionada, con menos inspiración, por Wolfgang Petersen en el 2006. Titanic. 'Titanic' se divide en dos partes, pero ambas se definen por la carrera de obstáculos. En la primera parte, los que deben superar la pareja de enamorados, Jack y Rose, que encarnan Di Caprio y Winslet, por pertenecer a ambientes y clases distintas, además de por estar ella prometida a un rico empresario que no ve precisamente con los más amables ojos esa interferencia. En la segunda, los que se deben superar para lograr sobrevivir al naufragio del Titanic. En principios, estos estarán relacionados con los de la primera parte, los esfuerzos de Rose para conseguir liberar a Jack de las esposas que lo mantienen apresado a una tuberías antes de que lo cubra el agua, y la huida que tienen que realizar de nuevo hacia las profundidades ya hundidas del agua para sortear las balas que dispara el prometido soliviantado y la posterior superación de escollos para retornar a la superficie. La fase final del naufragio definirá la templada resolución de Jack para lograr que, al menos, su amada, Rose, se salve, Porque si algo ha conseguido, en todas las facetas, es salvarla. La vida de Rose naufragaba por sentirse condenada a aceptar un matrimonio sin amor sólo por la necesidad económica, o por vivir en holgadas posiciones económicas, forzada por su madre. La primera parte que plantea y desarrolla el conflicto dramático se define por lo convencional, por seguir, con habilidad eso sí, unos patrones elementales (el de Romeo y Julieta combinado con la opresión social que representa el mismo buque). Cameron despliega todo su talento narrativo en los trepidantes pasajes del naufragio, sin que falten momentos inspirados (transiciones entre el ojo de la joven Rose a la centenaria Rose que evoca los sucesos; la hermosa secuencia de los cuerpos helados en el agua entre los que rescatan a Rose). Al Titanic le llaman el buque de los sueños. Y estos también naufragan, aunque no su recuerdo, que permanece indeleble ocho décadas después. La tormenta perfecta. 'La tormenta perfecta' (2000), de Wolfgang Petersen, coincide con la previa 'Tormenta perfecta', de Ridley Scott, en que su interés se restringe a la espectacularidad de las respectivas secuencias climáticas finales. Porque ambas, se caracterizan por unos personajes con escaso relieve ni siquiera como estereotipos. Aunque es más notorio en el caso de la obra de Petersen, porque su planteamiento suscita la simpatía, y porque es una obra narrada con aplicada corrección. Son personajes corrientes y molientes, unos meros pescadores. No hay destacable singularidad ni tampoco notorios conflictos dramáticos en sus vidas, ni en el barco ni en la vida que dejan atrás. Por un lado, podría haber sido un interesante contraste entre esas vidas ordinarias y el suceso extraordinario que padecen con esa tormenta perfecta que hunde el pesquero y acaba con sus vidas. Y plantear una obra con estilo realista, para dar un giro radical en sus últimos pasajes. Pero lo ordinario resulta demasiado anodino aunque tenga los rostros de George Clooney o Mark Wahlberg. No llega a importar demasiado la suerte que pueden correr en las secuencias finales. Se puede admirar los brillantes efectos espaciales pero no preocupa demasiado quien sobrevivirá o no. Sin duda, Petersen logró extraer mucha más fuerza dramática de los avatares que padecieron los tripulantes de 'El submarino' (1981). La vida de Pi. En 'La vida de Pi' (2012), de Ang Lee, el narrador, Pi, ya adulto), señala al oyente de su relato que los avatares que narrará le harán apuntalar su creencia en Dios, pero lo que evidencia es su condición de invención, o la necesidad de la ficción de toda figura divina creada por el hombre, ya que responde a la necesidad de dotar de estructura a la vida para no sentir que se está meramente expuesto a la intemperie de los elementos, a la aleatoriedad. Pi, en su juventud, no deja de buscar en todas las diversas religiosas instituidas esa figura divina que amar, que no deja de ser la necesidad de buscar el firme cimiento. Varían las versiones pero no deja de ser parecido relato, o parecida funcionalidad. Pero la película, como la vida, es un relato sobre pérdidas, renuncias, y despedidas que no se logran realizar. Siempre quedará un fleco suelto, algo pendiente, inconcluso. La vida se interrumpe, como los sueños pueden no realizarse. Estamos expuestos a los naufragios, a la pérdida de los que amamos, a las relaciones soñadas que no se materializan, y a las relaciones que se deterioran o terminan, a los accidentes de la vida que la pueden incluso arrancar de cuajo, a la misma tormenta de nuestros impulsos e instintos. En este sentido la conclusión de la película no se desliza en la sugerencia de la ambigüedad como Yann Mantell en la novela adaptada. Cuando el narrador aporta la otra versión, queda manifiesto cuál versión es la real: Como lúcida paradoja, la versión no visualizada, la segunda, es la real. Claro que la versión visualizada, la que centra el relato, no sólo es la versión que busca atemperar la desolación de la vivencia, sino que además intenta extraer aprendizaje. La fábula es el relato simbólico que transforma el caos y la manifestación del horror (de la capacidad ilimitada del ser humano de infligir daño) en un proceso y trayecto de conocimiento. La desaparición del tigre, la criatura con la que ha compartido 227 días en un bote en el mar, cuando entra en la selva sin echar una mirada atrás al joven Pi, no deja de reflejar la pesadumbre que nunca desaparecerá en las entrañas de Pi: no haberse despedido de sus padres o hermano, muertos durante el naufragio o después, en el caso de la madre, asesinada por uno de los supervivientes con quien compartió bote. Pi no quiere relatar lo que sería describir un hecho, cómo el cocinero del barco mató a los otros dos supervivientes, un marinero y su madre, para poder alimentarse de sus cuerpos. Prefiere transfigurar el hecho para convertirse en reflexión sobre la naturaleza humana, la naturaleza accidentada de la realidad, y sobre sí mismo, sobre cómo superó aquel acontecimiento, aquel naufragio interior vital. Cómo forcejeó con el tigre en su interior, cómo de él extrajo fuerza, y cómo no dejó que le dominara. Cuando todo está perdido. El título original de 'Cuando todo está perdido' (2013), de J.C Chandor, 'All is lost', es díáfano en su sentido, 'Todo está perdido'. Aquí no hay duda, la intención metafórica es clara, evidente. Es el contraplano metafórico de la obra previa de su director, 'Margin call' (2011), sobre los agentes económicos que propiciaron los temblores del cataclismo económico en el 2008 que determinaron que se extendieran paulatinamente la grietas que han desestabilizado no sólo la sociedad estadounidense, sino por extensión todo el planeta. En la peripecia que vive el hombre sin nombre que encarna Robert Redford, en su lucha por sobrevivir en alta mar cuando se abre un boquete en su barco, se condensa la circunstancia del ciudadano de a pie que se ha encontrado con una inestabilidad, en la que en cualquier momento puede abrirse una vía de agua en su vida, hasta hace poco, aparentemente segura. Es significativo que lo que provoca el boquete en el casco del barco sea un contenedor lleno de zapatos que flota en medio del océano, un residuo de una economía sostenida sobre la especulación, y que ha implicado que se pise a muchos para que floten, y con todos los lujos, unos pocos. 'Cuando todo está perdido' aplica los estilemas del documental observacional. No importa la psicología. No sabemos quién es el personaje que encarna Robert Redford. A qué se dedica, por qué está navegando por el océano, sus vínculos afectivos. La narración comienza con su despertar, cuando nota una sacudida en el barco, y aprecia que hay un boquete por el que entra agua. La narración se centra en las peripecias que tendrá que vivir para sobrevivir. El protagonista es un cuerpo, pero también un arquetipo, sobre todo definido por quién está encarnado, Robert Redford, por lo que representa, una imagen residual de la integridad, alguien que ha mantenido una actitud crítica o cuestionadora de los poderes fácticos. Fue el hombre que encarnó a Jeremiah Johnson en aquella peripecia de supervivencia en entorno natural inhóspito, no exenta de resonancias metafóricas, dirigida por Sidney Pollack en 1972. No se tensa el relato, sino que se busca una desafectada observación de todos los lances que vive, o padece, el protagonista, sea cuando el barco da una vuelta de 360 grados, cuando se hiere en la frente al golpearse contra una barra, cuando tiene que liberar todo el agua que ha inundado el interior, cuando debe superar una potente tormenta, cuando se encuentra sin agua en el bote salvavidas, cuando intenta orientarse con unos instrumentos de medición cuyo uso debe aprender en el manual de instrucciones, o cuando intenta hacerse con bengalas por naves que pasan a su lado.
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En el valle de Elah
Deerfield (portentoso Tommy Lee Jones) es un hombre que piensa que los cimientos de su mirada son sólidos. Suministra grava para las carreteras, suministra convicción a sus hijos para que sientan que deben servir a su patría en cualquier guerra, cuya intervención siempre estará alentada por un propósito justo, aunque su vida corra peligro. En su mirada ondea la mirada, orgullosa. No siente ni piensa que su país necesite ayuda ni auxilio, porque es quien lo suministra. Por eso, corrige el error de quien, ignorante porque es extranjero, salvadoreño, iza la bandera del revés, y como le indica cuando se iza así es porque el país necesita ayuda o auxilio. En el trayecto de la espléndida 'En el valle de Elah' (In the valley of Elah, 2007), de Paul Haggis, Deerfield verá cómo se rasgará la cornea de sus convicciones, cómo su mirada comprenderá que su país sí necesita ayuda y auxilio. Se encuentra desgarrado, malherido. Por eso, en la secuencia final, iza una bandera rasgada, la bandera que le envió su hijo desde el frente en Irak, correspondiente a su mirada lesionada, a la de tantos otros soldados que torturaron presos, disfrutaron, ya desquiciados, con la saña de la violencia, y sufrieron tales traumas que sus mentes implosionaron, convirtiéndose en un amasijo despezado en el que ya no disciernen la realidad, como si les dominaran súbitamente los espasmos del horror no asimilado. La piedra que el joven David lanzó contra Goliath, ese relato que para Deerfield justifica el envío de los jóvenes a la guerra, incrustó sus astillas en sus mentes. Su mirada siempre piensa que la amenaza proviene del exterior, si no es de un país extranjero, de otros que no perenecen a los suyos: pensará que los autores del crimen son inmigrantes, narcotraficantes mejicanos, y sospechará del soldado de esa procedencia. Deerfield colisionará con la mirada de su propia hijo, descubrirá cómo era, tomará consciencia de su despedazamiento, descubrirá que necesitaba ayuda y auxilio. La sobria narración de 'El valle de Elah', se ve alterada por las incrustaciones de las imágenes grabadas en móvil durante la contiende en Irak. Son las astillas que irán dejando asomar ese horror, son las astillas que irán desgarrando los cimientos de la mirada de Deerfield durante la investigación, primero de la desaparición de su hijo, y después de su asesinato. Los pedazos de su cuerpo despedazado, quemado, acuchillado cuarenta y dos veces, son el reflejo de las miradas de quienes fueron sus asesinos, y también la propia, porque ese crimen también lo podría haber realizado él. Cualquiera de esos soldados, tal era su perturbación, podría haber sido el asesino como la víctima. De hecho, es lo que son, asesinos y víctimas. ¿Por qué enviaron a un niño? Le pregunta el hijo a la detective Sanders (etraordinaria Charlize Theron). 'No lo sé', contesta ella. La detective Sanders es la mirada que no se pliega, que se enfrenta tanto a sus propios compañeros, por su arrogancia despectiva, debido a que es mujer, y sus superiores, como a los militares que también llevan la investigación, y pretenden imponerse como señores feudales que consideran intrusas otras miradas. Incluso, a la seca suficiencia de Deerfield. Insiste, afirmada en el hecho de que el asesinato ocurrió en su jurisdicción y no en la militar como suponían, y consigue que le adjudiquen el caso. Su mirada firme, su pelo recogido en una coleta, su vestuario sobrio y elegante, como una coraza, reflejan su determinación. Su mirada condensa la convulsión del conocimiento doloroso. Amoratada por un codazo accidental de Deerfield, con un esparadrapo que cruza su nariz, su mirada evidencia la desolación, la mirada que sólo sentirá el abismo pero no logrará encontrar un consolador porqué, ante el relato del soldado que apuñaló cuarenta y dos veces al hijo de Deerfield, una acción que fue realizada sin premeditación ni consciencia ni motivación, como el resorte de unas entrañas heridas, un acto que reflejaba una herida compartida. No hay justificaciones, nada que amortigue la consciencia y constatación de que la experiencia en la guerra deja heridas no visibles que pueden matar progresivamente las entrañas, descomponer las miradas en astillas. En paralelo, es asesinada una mujer, a la que habían negado la ayuda que solicitaba porque temía que incrementara el desquiciamiento de su marido, otro soldado que había retornado de la guerra, tras que estrangulara al perro delante de ella y su hijo. Pero nadie se preocupa de la muerte de un perro. Nadie parece querer ver ese desquiciamiento, esas entrañas rasgadas. Haggis había escrito el papel de Deerfield pensando en Clint Eastwood, pero aunque a éste le pareciera un guión excelente, y lo es, estaba embarcado en otros proyectos, y sugirió a Tommy Lee Jones. La obra utiliza una estructura parecida no distante de la posterior de 'Francotirador, otra mirada mordaz e implacable al conflicto bélico irakí, tramando la narración sobre la anatomía de una mirada, y su demolición, desde el interior del propio relato. Sus respectivos protagonistas no difieren en mirada. En este caso, sí hay un contrapunto, en el personaje de la detective Sanders, como Eastwood planteó una doble mirada a un conflicto bélico desde las dos perspectivas de los ejércitos enfrentados en su magnífico dueto 'Banderas de nuestros padres' (2006) y 'Cartas de Iwo Jima' (2006), en las que Haggis fue co guionista. Incluso, podría haberse titulado, de modo mordaz, como su última obra, la estupenda mini serie 'Show me a hero' (2105). También hay otra mirada femenina que ejerce de contrapunto, la de la esposa de Deerfield, Joan (Susan Sarandon), quien le reprocha que por inculcarles sus convicciones desde pequeño no le haya dejado un hijo vivo. Protagoniza una secuencia magistral, a la altura de los momentos más destacados del cine de Eastwood, cuya influencia no deja de percibirse: un plano general nos muestra cómo Deerfield recoge a su esposa en el aeropuerto; en la morgue militar observa desde fuera, a través de las persianas el cuerpo mutilado e incompleto de su hijo, que sólo se percibe a través de reflejos. Tras no permitírsele entrar, para verlo de cerca, se marcha por otro pasillo, abrazada a su esposo. Se alejan de la cámara, en un plano de larga duración, hasta que se detiene para abrazarse a su esposo entre las convulsiones del llanto. En la escueta despedida en el aeropuerto, la proximidad alivia, de modo pasajero, las distancias a través de un plano contraplano. Deerfield contempla cómo ella se aleja. Probablemente, hay heridas que se convertirán en distancia. Pero también en la proximidad del conocimiento que enfoca no desde la distancia del ideal sino desde la consciencia de lo real. Por eso, iza una mirada desgarrada. Mark Isham compuso una magnífica banda sonora.
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Un holograma para el rey
Una vida de holograma, una vida colapsada, como la del sistema al que pertenece, y representa. La vida de Clay retrocede, y se estanca. Acompasada al colapso financiero del 2008, y su recesión posterior, Clay (Tom Hanks) perdió su hogar y su matrimonio se quebró. El holograma que constituía su vida se desintegró. Un soplo, y desaparece la ilusión virtual, y queda la intemperie, el desierto. Clay es un ejecutivo de una corporación que se traslada a Arabia Saudi para intentar consolidar un contrato comercial, con respecto a un medio de comunicación mediante holograma, con el Rey. Se traslada a un espacio en construcción, la Metropólis de Economía y Comercio (trasunto de la Ciudad económica del Rey Abdullah), que se encuentra en medio de la nada, el desierto, como Clay intenta reconstruir su vida, su espacio interior. Se traslada a un espacio cultural, el árabe, que no ha dejado de ser un escenario de disputas financieras y económicas desde hace décadas para su país, Estados Unidos. Es tanto lo otro, como el coto de caza económica que propulse la propia economía cual oasis anhelado. Es el rival y la pieza preciada. Clay se desplaza entre hoteles y carreteras y empresas, construcciones provisionales, construcciones en proyecto, de futuro aún incierto, como una vacilante y desconcertada criatura en un laberinto en el que intenta encontrar la sensación de que pisa cimiento firme así como la dirección adecuada. Se desplaza, encuentra callejones sin salida, barreras ante las que recula o tropieza, o sobre las que decide saltar. Hay personas que parecen que no están pero sí están, citas que se suspenden y demoran y que se logran reajustar cuando se toman direcciones que no habían sido señaladas. Clay se desplaza, y busca las contraseñas. Aunque quizá la dirección no sea la que cree que debe tomar, la que supone que debe ser su objetivo, esa dirección que, al fin y al cabo, sigue consolidando una relación con la realidad a través de hologramas, la especulación financiera a través de lo intangible, mientras en el interior se extienden los desiertos, en proporción inversa a la opulencia de las construcciones que se erigen, la barrera de la realidad que esconde la rapiña y la desproporción y la vanidad de las apariencias y el ávido consumo de los lujos. Clay se desplaza, como una interrogante que se busca, se desprende del quiste que le entorpecía en sus entrañas, como le extraen quirúrgicamente el voluminoso quiste de su espalda. Y logra dotarse de cuerpo a través de quien se lo extrae, quien representa lo otro, la doctora Zahra (Sarita Choudury), con quien en las bellísimas secuencias finales, se sumerge en el agua, en las corrientes que fluyen, dentro y fuera, en el espacio líquido que hace sentir presencia, y dota de presencia al otro. Dos cuerpos fluyen conjugados, recobran su condición de cuerpos de deseo, ambos separados de su realidad de cuerpo tras sus rupturas sentimentales, y el holograma se hace fluido, y el otro es uno, y en el entre la realidad se expande en lo posible. Con 'Un holograma para el rey' (2016), cuya narración se despliega como un liquido que fluye sutilmente, Tom Tykwer realiza su obra más armónica desde 'La princesa y el guerrero' (2000). Tom Tykwer, de nuevo en colaboración con Johnny Klimek, compone otra estupenda banda sonora.
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16 mascotas del cine
A lo largo de la historia del cine los animales también han sido estrellas, en ocasiones protagonistas de películas, y secuelas, o de series de televisión. Máscotas ha habido de todo tipo, no sólo los más usuales, perros y gatos, sino monos, cerditos, mulas, canguros, delfines, osos, leopardos, elefantes, focas, leones, guepardos, cervatillos, caballos, gansas ('La gran prueba'), palomas ('Un muerto recalcitrante'), y hasta caimanes, como Daisy, en la producción británica. 'Un caimán llamado Daisy' (1955). Como la selección podría haber sido prolijamente extensa, he reducido la selección a 16 mascotas. Hay algunas célebres, como Rin Tin Tin, Lassie, Flipper o Totó (de El Mago de Oz), aunque hay otras que no están incluida, como la mona Chita. la mula Francis o el caballo Furia, para dar espacio a otras menos conocidas, como el león Zamba, la foca Slicker, la monita Josephine, la gueparda Sonia, el perro Skippy, el leopardo Nissa, la cervatilla Pippin, la perra Dolores, o la más premiada mascota en la vertiente de producciones cinematográficas (sí, hay unos Oscars para animales desde 1951 a 1986, los Patsy), el gato Orangey (de 'Desayuno con diamantes'). Rin tin tin. Un pastor alemán (1918-1932), que se convirtió en toda una estrella de la pantalla. Fue rescatado en el campo de batalla de la primera guerra mundial por un soldado estadounidense, Lee Duncan, quien, tras entrenarlo, ofreció sus habilidades en los Estudios cinematográficos. Protagonizó veintisiete películas determinantes para sacar de la bancarrota y consolidar la posición de los Estudios Warner. Posteriormente, otros perros usarían su nombre, hasta la muerte de Duncan en 1960. Su hijo no fue tan exitoso, y el presunto nieto, que fue utilizado para promocionar el uso de perros en la segunda guerra mundial y que intervino en una película con Robert Blake, probablemente estaba lejanamente relacionado. Parece que si es cierto el hecho de que en la primera votación de los Oscars en la categoría al mejor actor, los miembros de la Academía estaban dispuestos a darle el Oscar a Rin Tin Tin, pero pensaron que no daría una imagen muy seria de ellos, y se lo concedieron al acto alemán Emil Jannings por la magnífica 'La última orden', de Josef Von Sternberg. Josephine. La monita Josephine sabía jugar al billar y al golf, además de conducir un coche. Colaboró en diversas producciones durante la década de los 20. Con Harold Lloyd en ' A sailor made man' (1921), de Fred C Newmeyer 'El hermanito' (1927), de Ted Wilde y J.A Howe, con Charles Chaplin en 'El circo' (1927) o 'Buster Keaton en la magistral 'El cameraman' (1928), de Edward Sedgwick, en la que las imágenes finales que son consideradas magistrales no fueron rodadas por el personaje de Keaton sino por la monita. Y aparecería en 'Casablanca' (1943). Skippy. El fox terrier Skippy participó en dos de las mejores comedias de la Historia del cine, la quintaesencia y consolidación de la screwball comedy: Interpretó a Mr. Smith en 'La pícara puritana' (1937), de Leo McCarey, junto a Cary Grant e Irene Dunne, cuyos personajes lidian por su custodia en el proceso de divorcio, y en 'La fiera de mi niña' (1938), de Howard Hawks encarnó a George, el perro que esconde el preciado hueso intercostal que Grant y Hepburn se esfuerzan en encontrar denodadamente. Pero sobre todo fue popular en aquella década por interpretar a Asta en 'La cena de los acusados' (1934), de WS Van Dyke, y en su segunda secuela, ya que otros perros encarnarían a Asta en las cuatro posteriores, y en su derivación en serie de televisión. Nissa. El leopardo Nissa interpretaba tanto a 'Baby' como al agresivo leopardo escapado del circo en 'La fiera de mi niña' (1938), de Howard Hawks. Durante el rodaje Katharine Hepburn se sintió mucho más cómoda que Cary Grant en compañía del leopardo. El actor requirió la participación de dobles en las secuencias que compartía con el animal. Una reticencia que era constante objeto de bromas por parte de la actriz. Nissa fue entrenado por Madame Olga Celeste, que se encontraba en cada escena tras las cámaras látigo en mano. Si hubo de intervenir en cierta ocasión para que no se abalanzara sobre Katharine Hepburn. Esta portaba una camisa con elementos de metal que se balanceaban, y cuando se volvió bruscamente Nissa hizo el amago de lanzarse sobre su espalda. Madame Olga intervino prontamente con el látigo. Desde entonces, no se permitiría que Nissa anduviera libremente por el plató. Totó. La terrier que acompañaba a Dorothy en 'El mago de Oz' (1939), de Victor Fleming, se llamaba real o primeramente Terry, y aunque ante todo sería recordada por esta película (fue tal su éxito que incluso su dueño, Carl Spitz, la llamaría Toto desde entonces), tuvo un larga carrera cinematográfica: Otro papel estelar fue como el compañero, de trágico destino, de Spencer Tracy en la magnífica 'Furia' (1936), de Fritz Lang. Los giros del destino son sorprendentes. Los dueños de Terry, de Pasadena (California), le llevaron a Spitz, entrenador y educador de perros, para ver si conseguía que dejara su recurrente hábito de mojar la alfombra. Pero cuando Spitz se puso en contacto con ellos, tras realizar su labor educativa, se encontró con que el matrimonio había desaparecido y era imposible ponerse en contacto con ellos. Con lo que decidió adoptarlo. Un año después le visitaron Hedda Hopper y Clark Gable para hacer unas fotos promocionales a éste con Buck, el San Bernardo de Spintz con el que Gable había trabajado en 'La llamada de la selva' (1935), de William Wellman. Terry se hizo notar, y encandilar, lo que determinó que Spitz la llevara a los estudios de la Fox para la audición de una película protagonizada por Shirley Temple, 'Bright eyes' (1934), de David Butler. Cuando Temple vio lo bien que se llevaba con su perro pomeriano se decidió contratarla, y supuso el inicio de su carrera cinematográfica, en títulos como 'Ready for love' (1935), de Marion Gering, la excelente 'El ángel de las tinieblas' (1935), de Sidney Franklin, o 'Corsarios de Florida' (1938), de Cecil B DeMille. Cuando la MGM anunció que iba a producir 'El mago de Oz' , Spitz sabía que era el idóneo equivalente del perro descrito en la novela de L Frank Baum, así que le instruyó para que aprendiera los trucos del perro de la novela. Dos meses después sería llamado para que realizara la audición. Mervyn LeRoy había realizado pruebas ya a cien perros. Terry fue aceptado sin realizar ninguna prueba. Su salario semanal era de 125 dolares, superior al que cobraban los 'munchkins'. Vivió dos semanas con Judy Garland, que se quedó tan prendada con la perrita que quiso comprársela a Spitz, quien se negó. Terry hizo todo lo que se le requería en el rodaje aunque no aceptó de buen grado lo de ponerse en la cesta mientras unos ventiladores gigantes simulaban un tornado. Tras el gran éxito de la película ( incluso se pagaron elevadas sumas por el autógrafo de su patita), participó en películas como 'Mujeres' (1939), de George Cukor, 'Calling Philo Vance' (1940), de William Clemens, 'Twin beds' (1942), de Tim Whelan, 'Tortilla flat' (1942),de Victor Fleming, hasta 'George Washington slept here' (1942), de William Keighley, tras la que se retiraría del cine, falleciendo en 1944. Slicker. Slicker es la foca que recibe siempre jubilosamente a Tyler, el personaje de Goerge Raft en la espléndida 'Lobos del norte' (1938), de Henry Hathaway. Le besa, llora cuando le hieren, casi ladra como un perro y palmea feliz con sus aletas en compañía de Tyler. La foca Slicker ya había participado en una película, e intervino en dos más. Había sido cogida en el Pacífico, y llegó a manos del H.W Winston, quien la entrenó para que fuera capaz de realizar diversas habilidades, subir por las escaleras, andar sobre sus aletas, sostener una pelota, montar a caballo y hasta rescatar a quienes se ahogaban. Lassie. Pal encarnó al primer Lassie, en 'El coraje de Lassie' (1943). En principio Pal fue rechazado por ser macho, siendo contratado como doble. Pero la reticencia de la perra contratada a realizar ciertas secuencias propició la oportunidad de Pal que las realizó impecablemente. Muchas de las escenas las lograría realizar en la primera toma, por lo que la película que iba a ser en blanco y negro, pasaría a ser en color, y en escala de producción de serie A. Pal interpretó a Lassie en seis secuelas, y en los dos episodios pilotos de la posterior serie televisiva en 1954. Para esta, fue Pal quien decidió quién sería el niño protagonista. Aquel con quien se llevaba mejor, Tommy Rettig, fue el elegido. Su hijo protagonizaría el resto de la serie, aunque Pal estaba presente en el rodaje hasta que ya su salud se deterioró en 1957. Pippin. Audrey Hepburn y el cervatillo Pippin, o Ip, hicieron muy buenas migas durante el rodaje de 'Mansiones verdes' (1958), de su entonces marido Mel Ferrer. En la película, que transcurre en la selva de Venezuela, el personaje de Hepburn vive en contacto armónico con la naturaleza. El cervatillo la sigue a todas partes. Para ello, el entrenador sugirió que viviera con ella las semanas previas. Y efectivamente, le seguía a todas partes y dormía con ella. Eran inseparables. Audrey le llamaba 'Ip', y en cuanto decía su nombre el cervatillo acudía. Bob Willoughby les retrató en una serie de fotos en su hogar, en el supermercado o de compras en tiendas de ropa. Mel Ferrer, tras que la actriz sufriera su segundo aborto, se lo regaló. Pyewacket. Kim Novak y el gato siamés Pyewacket, compañía ronroneante e hipnotizante de la bruja que encarna Kim Novak en la deliciosa 'Me enamoré de una bruja' (1958), de Richard Quine. Fueron utilizados doce distintos gatos. El entrenador comentaba que resultaba más práctico instruir a cada gato para realizar unas específicas acciones en la película que intentar que un gato las realizara todas. Dolores. En la joya desconocida 'Al otro lado del puente' (1957), de Ken Annakin, adaptación de un relato de Graham Greene, la perra Dolores se convierte en personaje crucial en la transformación de su egoísta protagonista, cuando este se que había adoptado otra identidad al otro lado de la frontera, en Méjico, para escapar del fisco, se encuentra en una posición indigente y despreciado por todos. Su única compañía, una perra. Dolores fue elegida en una perrera de Liverpool. Fue tal el impacto que causó la perra que el entrenador logró apoyo financiero para un refugio de perros al que dio el nombre de Dolores. Orangey. El gato Orangey es el único doble ganador de los premios Patsy, el equivalente animal de los Oscars. Lo ganó en su debut, la comedia 'Rhubarb' (1951), de Arthur Lubin, junto a Ray Milland y Jan Sterling. Rhubarb es el nombre de su personaje y el nombre, en jerga del beisbol, que se da las discusiones en el campo de juego. Un equipo de beisbol es lo que hereda precisamente el gato. Orangey ganaría el Patsy diez años después por su más célebre papel, el gato sin nombre de Holly, el personaje de Audrey Hepburn en 'Desayuno con diamantes' (1961), de Blake Edwards. Entre sus doce apariciones en pantalla, también fue el protagonista de la memorable secuencia de 'El increible hombre menguante' (1958), en la que amenaza la vida del reducido personaje protagonista. Y tiene papel relevante como Cleopatra en la estupenda 'La comedia de los terrores' (1963), de Jacques Tourneur: sus reacciones propician algunos de los mejores gags: su expresión cuando alguien cae de un tejado, su 'glup' cuando escucha a alguien hablar de veneno, o cómo tapa sus oídos con las tapas cuando escucha cantar a la esposa del personaje de Vincent Price. Es la mirada sobre el absurdo de los personajes humanos, por eso centra los títulos de crédito finales en el que la cámara sigue su paseo. Hay quien no le apreciaba como cierto ejecutivo que le calificó como el más cicatero gato que había conocido. Por lo que parece, arañó y mordió a bastantes de los intérpretes con los que trabajó. Y solía tender a desaparecer, por lo que tenían que detener el rodaje o la grabación hasta que fuer encontrado. Llegaron a poner perros a la salida del set de rodaje del Estudio para que el gato no escapara. Sonia y los elefantes. Sonia era el nombre de la gueparda, natural de Namibia, que intervino en 'Hatari' (1962), de Howard Hawks. Jan Oelofse, que había capturado a algunos de los animales utilizados, fue el entrenador a cargo de Sonia y de los pequeños elefantes. Con respecto a la escena en la que Sonia entra cuando Elsa Martinelli se está tomando un baño, Oelofse estaba tumbado tras la bañera (que le daba, según remarcaba con humor, cierta privilegiada perspectiva sobre las nalgas de la actriz). Desde su posición llamaba a la gueparda para que entrara. Habían puesto yema de huevo y material que oliera como sangre en las piernas de la actriz, el cual se suponía que era jabón, y así consiguiera atraer a Sonia para que las lamiera. Aunque Oelofse también estaba al cargo de otros 42 animales, su principal responsabilidad eran los elefantes, los cuales, como Sonia, sólo le obedecían a él (y con quienes durmió incluso algunas noches en la misma jaula). En la secuencia final, cuando los elefantes corren por las calles de la ciudad detrás del personaje de Elsa Martinelli, lo hacían detrás de Oelofse que corría delante de ella, obviamente, fuera de encuadre. Zamba. El león Zamba había sido encontrado casi moribundo cuando era un cachorro, junto al río Zambezi de Zambia por una pareja de fotógrafos que se encontraban de safari. Ella fue atacada por el león cuando era curado, pero sabían que su amigo Ralph Halfer podía ser el adecuado entrenador y educador. Halfer, además, destacaba por su perseverante lucha para que los entrenadores de animales dejaran de usar modos crueles para dominar y amaestrar a las fieras. Ralph usaba el tratamiento del afecto, que implicaba paciencia, comprensión, amor y respeto. Zamba Participó en treinta producciones tanto cinematográficas como televisivas. Su primera intervención acreditada fue como 'King' en 'El león' (1962), de Jack Cardiff, Durante su dilatado rodaje, alargado un año por las constantes lluvias en Kenia, Zamba hizo pronto buenas migas con la protagonista, la niña Pamela Franklin, quien ayudó a Ralph en el cuidado del animal. También llegó a ser buen amigo de Robert Mitchum en 'Safari en Malasia' (1963). En cambio, Jerry Lewis estaba tan aterrorizado con Zamba en la escena que compartían en el 'El terror de las chicas' que portaba escondida una pistola. En la comedia 'Un león en mi cama' (Fluffy, 1965), de Earl Bellamy, un científico, encarnado por el gran Tony Randall, se obceca con la posibilidad de que un león pueda convertirse en una mascota. Fluffy es el objeto de su experimento. Ralph era quien doblaba a Randall en las escenas que compartía con el león. Aunque Zamba hizo tan buenas migas con la actriz Shirley Jones, que posaba su cabeza sobre su regazo, y escuchaba embelesado cómo ella tocaba la guitarra. Ralph confiaba tanto en Zamba que permitió que se convirtieran en inseparable compañeros de juego de su hija Tana. El león nunca lamía la piel de la niña, sólo sus ropas, porque la aspereza de la lengua podía herir su piel. Nunca dejaba asomar sus garras cuando estaba junto a ella. Y la niña solía cabalgar a sus lomos. El oso Ben. Un oso negro protagonista de 'Mi oso y yo' (Gentle ben) la serie estadounidense emitida entre 1967 y 1969. Convivía con el guardabosques, encarnado por Dennis Weaber, futuro McCloud, su esposa e hijo. La acción transcurría en los pantanos de las Everglades de Florida. Fue interpretado por el oso Bruno, que había participado como oso adulto en la precuela, la película 'El oso Ben' (1967), que transcurría en los bosques de Alaska. Intervino en doce producciones, entre ellas, junto a Paul Newman, 'El juez de la horca' (1972), de John Huston, dandose la curiosa coincidencia de que el juez Bean, que encarnaba Newman, tuvo un oso con el mismo nombre. El mejor amigo de Bruno era el león Neill, que le acompañaba en los rodajes, cada uno con su propia habitación. La esposa de Huston jugaba con el león durante el tiempo que Bruno estaba rodando sus escenas, aunque no pudo evitar que orinara a un periodista o acechara alrededor del trailer de Jacqueline Bissett con el consiguiente susto de esta. El oso Bruno fue quien consiguió más elogios de los críticos. Se dijo que robaba toda escena que compartía con Newman. Flipper. Un delfín protagonista de la serie estadounidense emitida entre 1964 y 1967. Previamente había protagonizado dos películas, 'Mi amigo Flipper' (1963), de la que se realizaría otra versión en 1996, protagonizada por Paul Hogan y Elijah Wood, y 'Flipper y los piratas' (1964). La acción transcurría en Florida. Aún hoy en el acuario de Miami se sigue presentando el show de Flipper. Es un animal de compañía de la familia Ricks, y ayuda en rescates marinos. Se utilizaron cinco hembras, por ser menos agresivas que los machos, y carecer su piel de las cicatrices causadas por los combates entre machos. Excepto para el número llamado 'el paseo de la cola', en el que sí fue necesario utilizar a un macho que poseía esa habilidad. La famosa voz de Flipper pertenecía a un ave, el Cucaburras. Moose y Enzo. El terrier del padre de Frasier en la serie homónima fue interpretado por dos, padre e hijo. De 1993 al 2000 por Moose, y desde ese año hasta la finalización de la serie en el 2004, por Enzo. Moose acabó convertido en actor canino porque su familia originaria en Florida no podía con su hiperactivdad. No dejaba de ladrar, mordía todo, se subía a los árboles, desaparecía. Por lo que con dos años y medio decidieron darselo a una empresa de educación y entrenamiento animal, la cual se lo envío, vía avión, a una educadora y entrenadora de Los Ángeles, Mathilda deCagny. Durante los grabaciones, untaban de aceite de sardinas en lata las mejillas de los actores,o con paté de higado sus orejas, para que el perro les lamiera. Se hizo célebre el gag recurrente de Eddie mirando fijamente a Frasier. Uno de sus cachorros fue Enzo, del que decían que era tan inteligente que se lo podían imaginar leyendo The New York Times. Protagonizó 'Mi perro Skip' (2000), en la que su padre participaría como su versión de más edad. Moose viviría sus seis últimos años de retiro junto a Enzo y Jill, la perrita que participó en 'Mejor imposible'.
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Las películas de Charlize Theron, de peor a mejor
Charlize cumple 41 años. La actriz sudafricana prontó demostró que no sólo era una modelo para adornar portadas sino que era una actriz con un poderoso carisma y un sutil dominio de los más complejos registros interpretativos. Sus personajes, sobre todo, se definen por las sombras, siniestras, gélidas, por un temperamento rotundo y una imponente autoridad, aunque no ha dejado de evidenciar que sabe expresar o traslucir las facetas más frágiles, patéticas o vulnerables. Dado que su filmografía bordea los cuarenta títulos, he limitado esta selección de sus películas de peor a mejor a quince películas. He dejado de lado algunas que no merecen demasiado comentario, por su escaso interés o condición formularia, como 'Dulce noviembre', 'Mi gran amigo Joe', 'Hombres de honor', 'Atrapada', 'Aeon Flux' o esa apagada variante de la sobrevalorada 'La semilla del diablo', 'La cara del terror', u otras en las que su participación es más bien breve, como The road' o '15 minutos'. Las crónicas de Blancanieves: el cazador y la reina de hielo. En 'Las crónicas de Blancanieves: el cazador y la reina de hielo' (2006), Charlize despliega en su reina Ravenna toda la perfidia posible, como un gato que se estira ronroneando, con ese dominio escénico que transpiraba la Catwoman que encarnó Michelle Pfeiffer en 'Batman vuelve', aunque la condición doliente de la villanía de esta se acerque más a la de la hermana de la reina Ravenna, la reina Freya (Emily Blunt), la mujer helada por la decepción amorosa que decide, por reacción despechada, que el amor no puede ser posible para nadie en su reino. La perversidad y ruindad de Ravenna es más pura, no hay ni amargura ni frustración, a no ser la de la amenaza posible de su vanidad, de nuevo móvil para sus acciones crueles, como en la previa 'Blancanieves y la leyenda del cazador'. Tiene que ser la más bella y fascinante del reino. Sólo aparece en la secuencia inicial, y en la secuencia climática, pero su su amenaza no deja de estar latente, pese a que durante el trayecto dramático el conflicto se desarrolle entre los amantes separados durante siete años y la reina de entrañas heladas que les separó. En ese substrato de desconfianzas,despechos y emociones congeladas es donde reside el interés de una película que, aun fácilmente olvidable, discurre con apreciable dinamismo, por lo menos más que la anterior obra, de la que es tanto precuela, en su prólogo, como secuela. Y además de la presencia de Theron, se beneficia de la aportación de otras dos grandes actrices, como Emily Blunt y Jessica Chastain, quien participó por obligaciones de contrato tras protagonizar la múcho más anodina y torpe 'La cumbre escarlata' de Guillermo Del Toro. Lejos de la tierra quemada. En 'Lejos de la tierra quemada', Theron interpreta a las consecuencias. Es la primera película de Guillermo Arriaga, conocido antes por sus guiones para Alejandro Iñarritu o la excelente primera obra de Tommy Lee Jones, 'Los tres entierros de Melquiades Estrada'. Sobre todo, por su dislocación de la estructura de los mismos. El orden lineal se altera, los tiempos y las perspectivas se combinan. El relato empieza por las consecuencias, por lo que el rostro de Theron se convierte en la interrogante que se extenderá sobre buena parte de la narración. Por qué la expresión de esa mujer parece un tizón ardiendo, constantemente nublada, como si su cuerpo estuviera dominado por una desesperación que no logra aliviar. Por eso, su intepretación es lo más destacado, logra hacer sentir el conflicto de esa mujer que se ha alargado durante años, razón por la que transita de cuerpo en cuerpo sin querer afirmarse en ninguno como quien se castiga a la errancia eterna. A través de quien la encarna en su adolescencia, la hoy chica de moda Jennufer Lawrence se revelará esas razones. Aunque el montaje no parezca tan caprichoso como resultaba en '21 gramos', progresivamente la película pierde centro de gravedad y densidad dramática. Cuanto más ya se sabe, más se diluye la película, cuando precisamente su conclusión debería alcanzar la condición catártica, como en los mejores puzzles narrativos de Atom Egoyan. En tierra de hombres. Su interpretación de la minera que se enfrenta a sus compañeros masculinos y a su empresa le supuso su segunda nominación a los Oscars en la categoría de mejor actriz. Es una película necesaria y a la vez prefabricada. Es una película que denuncia unos abusos e intenta sensibilizar aportando su particular dosis para que se produzcan cambios en las mentalidades más retrogradas, en este caso las masculinas que establecen rígidamente qué dedicaciones tienen que realizar hombres y mujeres, y que por lo tanto legitiman las humillaciones y el acoso sexual por supuesto intrusismo. Y por otro es una película que, sobre todo, en su segunda parte, recurre, de modo poco sutil, a recursos de guión, en giros dramáticos o evoluciones de personajes, que resultan un tanto impostados y forzados. Bienvenida es una película que homenajee a una mujer que se enfrentó a todo un estado de cosas, lo que es decir el sistema, que no dudó en llevar a juicio a su empresa para denunciar la serie de humillaciones a las que se veían sometidas las mineras por sus compañeros masculinos de trabajo. Y comprensible que condense en un corto de espacio de tiempo lo que en la realidad fue un proceso que duró 23 años hasta que se pagó la multa por la denuncia interpuesta. Pero aunque esté de nuevo impecable Charlize (quien reconoció que su experiencia en la improvisada secuencia de la reunión de los mineros fue la más devastadora de su vida de actriz; se sintió tan incómoda que le provocó brotes de urticaria) la película resulta tan gratificante, por sus intenciones combativas, como limitada por su construcción dramática un tanto formularia. La maldición del escorpión de jade. Charlize Theron interpretó dos papeles que no diferían demasiado en dos películas de Woody Allen, 'Celebrity' y 'El misterio del escorpión de jade'. Con sus diferenciadores matices en ambas realiza dos breves intervenciones como representación quintaesenciada de la mujer despampanante. Por supuesto, para buscar el efecto cómico, a través de la frustración y la contrariedad. En 'El misterio del escorpión de jade' juega con la ironía de que el detective protagonista que encarna el propio Allen no aproveche la disposición del personaje de Charlize porque cae en un estado de hipnosis determinado por un mago que le utiliza para realizar en ese estado el robo de joyas. Charlize interpreta a la bella imponente, entre caprichosa y espontánea pero no insustancial, y desde luego nada fatal, de las novelas negras que escribieron autores como Raymond Chandler o Dashiell Hammet. Ciertamente, la película se resiente de la propia interpretación de Allen, motivo por el que él mismo la considera una de sus peores películas. No consiguió que actores como Tom Hanks y Jack Nicholson aceptaran interpretar el papel, por lo que se resignó a ser el protagonista, lo que enfatiza demasiado el lado caricaturesco. Monster. Patty Jenkins decidió que Charlize era la actriz idónea tras ver una escena dramática de 'Pactar con el diablo', en la que la no tenía reparos en que su nariz moqueara. Se dijo que no era una actriz demasiado preocupada por lo que aparenta. Charlize no dudó en deformarse y desfigurarse con sobrepeso y con la caracterización, para interpretar en 'Monster' a una asesina en serie que fue condenada a muerte por asesinar a seis hombres, aunque la obra se preocupa de dotar de los oportunos matices para comprender las circunstancias y las razones que condujeron a esos crímenes. En cuanto dotas de contexto, el monstruo deja de ser una abstracción, y las calificaciones y los juicios se encuentran con la dificultad de ser tan rotundamente sentenciosos. La asesina era también víctima, y la actriz logra conferir la necesaria complejidad a su interpretación. Ganó el Oscar a la mejor actriz, porque ya se sabe que sobre todo se aprecian las desfiguraciones, además de las emulaciones de celebridades y enfermedades y adicciones varias. La distorsión parece ser la contraseña para el reconocimiento. Hay otras interpretaciones de Theron tan poderosas como esta, pero esta tenía las características adecuadas para premios y reconocimientos. Hancock. 'Hancock' es de esas películas en las que se aprecia que está contenida otra película que podría haber sido más potente, quizás si se hubiera rodado la primera versión del guión, que databa de diez años atrás, que era más oscura, y si hubiera sido dirigida por un director que sepa desenvolverse con las sutilezas y las complejidades. Aún así es una obra apreciable, desde luego amena (a lo que ayuda su brevedad: menos de hora y media) y probablemente la más equilibrada de su director, que ante todo se siente cómodo con la pirotecnia, como quien grita mayúsculas. Y en buena medida, gracias a la labor de su trío protagonista (probablemente, Will Smith no haya estado nunca tan afinado). Tampoco se diluyen sus incisiones, aunque no se le saque todo el jugo posible, como en ña educación del superhéroe en la primera mitad (con suplemente de lo políticamente correcto) para limitar sus tosquedades, esas que le llevan a realizar destrozos públicos u otros daños colaterales cuando efectúa sus misiones salvadoras, desgreñado, malencarado y oliendo a alcohol. Pero el giro de guión más sugerente está en la revelación de la real condición del personaje de Charlize Theron, una superheroina con aún más poderes que él, lo que propicia que, sin mucho esfuerzo, devore la propia película con su fulminante carisma. Hasta se extrae cierta emoción en esa paradoja de que la proximidad de dos con superpoderes provoque que se debiliten y les convierta en vulnerables mortales. Prometheus. Por su forma de moverse y mirar, por su forma de dominar el espacio, por su forma de portar su vestimenta, se puede percibir entre los tripulantes de la nave que el personaje de Charlize Theron es quien lleva el mando. Su firmeza es tal que otro personaje le pregunta si no es un robot, pero esa firmeza no tiene que ver con rigidez, como revela su respuesta, nada susceptible, sino más bien epicurea: una invitación a sus aposentos. Su personaje sabe cómo reaccionar en cada momento con decisión, sin dudar, cuándo abrasar a quien puede ser una amenaza, o cuándo abandonar la nave, sin en ningún momento dejarse llevar por emociones que la nublen (aunque sean las de la compasión o la solidaridad). Es un personaje secundario, pero muy bien perfilado por la propia actriz. 'Prometheus', de Ridley Scott es una película que gana con las revisiones. Más allá de que Ridley Scott no haya realizado una gran obra desde 'Blade runner', o sea, ya 34 años, no deja de ser una de las más apreciables (tampoco precisamente abundantes) de su filmografía, en la que destaca la interpretación de Michael Fassbender, que crea el personaje más fascinante. Modula con eficacia sus derivas narrativas, con sus consiguientes sorprendentes giros, despliega un par o tres de secuencias brillantemente turbadoras dentro de la nave alienígena, y sugiere unas muy interesantes interrogantes que quizá deriven en esa consciencia de que los seres humanos somos sin duda el virus más agresivo y dañino. Pactar con el diablo. En 'Pactar el diablo' (1997), quizá la más estimable obra de Taylor Hackford, Charlize representa la pieza sacrificial para quien puede subordinar todo a la ambición. En el 'puede' está el juego irónico, o perverso considerando la coda de la película. Mientras el abogado que encarna Keanu Reeves se ve seducido por los fulgores de la ambición que progresivamente difumina los límites de su alcance, los lujos que depara la opulencia a la que se accede por su más que bien remunerado trabajo, su esposa, encarnada por Charlize Theron, sufre el peaje consiguiente de desprenderse de los escrúpulos o de plegarse a a las exigencias de un entorno, dejando de lado los dilemas de conciencia. Charlize borda la desesperación en la que se va sumiendo su personaje. En un universo regido por el cuidado de las apariencias, básico para mantener una posición de privilegio, su mirada, primero, y también su cuerpo, con sus modificaciones y deterioro, se convierten en la fisura que evidencia una corrupción extendida alrededor, ante la que el protagonista tarda en reaccionar, ya que el brillo de los reflejos vence al cuerpo de las emociones: y ella se suicida con un trozo de vidrio roto. Más allá de diablos y referencias biblícas, es mordazmente evidente la metáfora sobre la degradación a la que aboca el capitalismo salvaje que encabritado nos sigue dominando pese a colapsos financieros. Operación Reno. El impactante inicio de 'Operación Reno' (2000) muestra los cadáveres de varios hombres ataviados de Papá Noel en el exterior e interior de un perdido casino en la nada (cerca de Reno). El relato nos guiará hacia ese desenlace trágico en un vacío casino en el que unos hombres buscan la riqueza que no existe, un espejismo como las ilusiones de una sociedad de la opulencia que refleja en cada casino la posibilidad del acceso a la riqueza mientras esconde con la mano sus trucos. Papa Noel no existe, los regalos se compran. A Charlize no le convenció demasiado el resultado de la película. Reconoció después que aceptó intervenir por sus deseos de trabajar con un cineasta que admiraba mucho, John Frankenheimer. Tampoco fue una de las obras mejor recibidas de este, la última estrenada en cines, aunque volviera a demostrar, tras 'Ronin', que pocos cineastas actuales eran capaces de rodar una escena de acción como él. Y además dinamizaba con mordacidad un relato de falsas apariencias, obra del guionista de 'Scream'. Gary Sinise se apropiaba de la función con su perversa interpretación de la villanía, pero Charlize no le quedaba a la zaga con su proteica condición que en un momento parece una cosa y después otra, ahora está aliada con uno, después desvela que con otro y por último resulta que realmente con otro, revelándose como la más ladina de todos los participantes en este juego de simulaciones para conseguir el botín. Además, pocas veces su sexualidad se ha desplegado de forma tan exuberante y contundente, como refleja su primer encuentro sexual con el personaje de Ben Affleck. Las normas de la casa de la sidra. En 'Las normas de la casa de la sidra', una frase de buenas noches a unos huérfanos se convirtió en en el emblema de distinción de esta sugerente obra: 'Buenas noches, Principes de Maine, reyes de Nueva Inglaterra'. Sobre todo, por la forma en la que expresaba Michael Caine, probablemente decisiva para que alcanzara con su retrato de un tan modélico como patético médico abortista el Oscar al mejor actor secundaria. Era como la boya en un mar encrespado por una tormenta, o la luz en la gélida oscuridad. Esa que sentirá en sus carnes su pupilo, huérfano reconvertido en médico, cuando decide salir al mundo para buscar su propio lugar, no el que se supone que tiene que ser, y colisiona con normas que cercan las acciones humanas y que son infringidas por quienes abusan de su posición, o con las frustraciones de los sueños, como esa pantalla de un cine al aire libre ante la que habla con la mujer que amará, encarnada por Charlize Theron, cuando esta decida mantenerse junto a su marido, parapléjico a causa de heridas de guerra, en vez de seguir sus sentimientos y amarle a él. Como las mejores obras de Lasse Hallstrom, transmite una alquímica templanza. Un trayecto terapeutico desde la inmersión en las frágiles y dolientes sombras de las emociones hacia la serenidad de una mirada conciliada, como si te arroparan con una manta a la vez que te hicieran sentir que por muchas adversidades que sufras no debes desprenderte del impulso de querer materializar lo que sueñas. Mad Max: fury road. Su mirada cada vez tiene más de furia retenida, un alfiler presto a proyectarse. Y esa negrura se ha hecho temblor, con ese prodigioso equilibrio de furia y pesadumbre que dota de elevación dramática a 'Mad Max: fury road' (2014): el camino de furia que indica el título lo define su mirada y ,la progresión dramática de su personaje. Durante el rodaje se dañó las cuerdas vocales debido a los gritos que profería. No deja de representar el reflejo mutilado en el espejo del propio Max, una mujer a la que le falta medio brazo, y pelo rasurado como si se hubiera despojado de género y fuera la conjunción de ambos, el pelo de una condenada que se subleva contra sus grilletes, no sólo los de su género. En su nombre, Furiosa, se refleja que es la encarnación de ese camino de furia al que hace alusión el título. Es la determinación y la consciencia. Se ha decidido a enfrentarse a quien abusa de su poder, Immortan Joe, y sustrae el símbolo del mismo, su harén de jóvenes esposas, para dirigirlas a un espacio con impronta mítica. Es la consciencia de una necesidad de redención, de dejar de ser quien no se quería ser, una esbirra de una estructura social injusta definida por la jerarquía abusiva y el dominio de los recursos. El cuerpo mutilado, equivalente a la sensibilidad degradada, maltrecha, se enfrenta al desierto de la actitud que prioriza la explotación de recursos o de otros seres humanos. Furiosa encarna la furia de los justos a la que se une el que se sentía mutilado en su interior pero ya no dispuesto a creer posible que la realidad podía transformarse. Max vivía preso de su pasado, de su pesadumbre, otra máscara que le asfixiaba, como la que porta, como un bozal, cuando es capturado por quienes abusan de su posición de poder. Desprenderse de esa máscara le liberará y hará de su cuerpo la furia efectiva que complementa la determinación de la rebelión. El personaje de Furiosa resulta el más elaborado. Y la actriz la dota de la necesaria imponente presencia, con una mirada que es pura ascua cual gesto de dientes apretados, y a través de la cual sí se generan destellos de vibración emocional (como su grito desesperado, en plano general, en medio de un espacio árido sin casi contornos, cuando toma consciencia de que lo que buscaba no existe). Es quien dota de fuerza gravitatoria al frenesí. Celebrity. Charlize que primero había conseguido notoriedad como modelo, había declarado que no quería interpretar a una modelo en la pantalla. Allen le escribió una carta en la que le pedía que cambiara de opinión para participar en 'Celebrity' (1997). Y le regaló una breve pero jugosa intervención como una modelo polimorficamente perversa en la que no hay un poro de su piel que no sea una posible zona erógena. Por supuesto, la posibilidad de la realización suscita el temblor y ofuscación del guionista protagonista encarnado por Kenneth Brannagh, trasunto del propio Allen, y por tanto que se estrelle, literal y figuradamente, y así frustre esa oportunidad de tocar el cielo de la sublimación erótica. Es otro de los mordaces pasajes de este notable relato en blanco y negro sobre las inconsistencias y vacuidades del universo de la celebridad, pero también de los que no carecen de inquietud artística y no dejan de ir a la deriva entre prostituciones laborales e indefiniciones sentimentales. Por eso, finaliza con una desoladora petición de ayuda, aunque sea en una pantalla, a través de lo que un avión traza con humo en el cielo, de quien se siente un náufrago entre tantas pantallas de humo ambulantes alrededor, íncluso él mismo. Young adult. Mavis (extraordinaria Charlize Theron) se ancla en el pasado porque no quiere confrontarse con un presente a la deriva. Como si borrara veinte años de su vida entremedias, decide materializar lo que no logró realizar entonces, como si pudiera rectificar las contrariedades de la realidad y sus erróneas y torpes decisiones erigiendo una realidad paralela alternativa. Mavis opta, como fuga de su presente, por sentirse de nuevo aquella adulta en ciernes, la joven adulta (young adult) a la que alude el título, 'Young adult' (2011), de Jason Reitman, cuya vida aún estaba en proceso de perfilarse. Decide reconquistar a quien fue su amor en aquellos años, Buddy (Patrick Wilson), aunque esté casado, y acabe de tener un hijo. No importa, Mavis ha optado por la negación de realidad, la de su vida, una realidad que siente escombrarse entre fugaces e insatisfactorios encuentros sexuales, insatisfactorios en buena medida porque parecen intercambiales, y la de los escollos de las otras vidas ya apuntaladas y afirmadas en su propio sí definido escenario. No importa, como ella misma señala, 'todos acarreamos nuestro propio equipaje': la interferencia de esa otra realidad, esposa e hijo, es un cimiento frágil, un parche, un sustitutivo. No acepta que pueda conformarse con lo que tiene, y menos sentirse satisfecho con la vida elegida Mavis siente que su vida no es propia, del mismo modo que es una 'ghost writer'/escritora negra de unos libros de éxito precisamente sobre esos 'jóvenes adultos'. Se siente un fantasma. Por lo tanto, por qué no se va a apropiar de una vida ajena, como quien irrumpiera en otro escenario para sustraer la pieza que falta en su sueño. En el proceso, se enfrenta a la intemperie de lo que no ha sido ni logrado, a su vida sin firma, indistinta, difuminada. Por lo menos, con la mirada despejada. En el valle de Elah. Como modelo había sido la imagen de Christian Dior para el perfume 'J'adore', desde el 2004, y entre el 2005 y 2006 ganó tres millones dolares como la imagen de los relojes Raymond Weil. Quizá fuera la razón de que, al estrenarse 'En el valle de Elah', los medios se fijaran en cuestiones irrelevantes como el hecho de que su personaje, una oficial de policía, no remarcara su belleza. Centraron su atención más en su coleta que en la obra en sí. Ella replicó con contundencia: “¿Qué queréis? ¿Queréis que interprete a una detective de Alburquerque que es madre soltera vestida con un traje de Dior?”. La detective Sanders es la mirada que no se pliega, que se enfrenta tanto a sus propios compañeros, por su arrogancia despectiva, debido a que es mujer, y sus superiores, como a los militares que también llevan la investigación del asesinato de un soldado, mutilado y quemado, y pretenden imponerse como señores feudales que consideran intrusas otras miradas. Incluso, a la seca suficiencia de Deerfield (Tommy Lee Jones), el padre del soldado asesinado. Insiste, afirmada en el hecho de que el asesinato ocurrió en su jurisdicción y no en la militar como suponían, y consigue que le adjudiquen el caso. Su mirada firme, su pelo recogido en una coleta, su vestuario sobrio y elegante, como una coraza, reflejan su determinación. Su mirada condensa la convulsión del conocimiento doloroso. Amoratada por un codazo accidental de Deerfield, con un esparadrapo que cruza su nariz, su mirada evidencia la desolación, la mirada que sólo sentirá el abismo pero no logrará encontrar un consolador porqué, ante el relato del soldado que apuñaló cuarenta y dos veces al hijo de Deerfield, una acción que fue realizada sin premeditación ni consciencia ni motivación, como el resorte de unas entrañas heridas, un acto que reflejaba una herida compartida por la víctima y asesinos por su experiencia enajenadora en el frente de Irak. La otra cara del crimen. 'La otra cara del crimen' (2000) es una pieza musical, hilvanada con sombras, un requiem, orquestado por la exquisita música fúnebre de Howard Shore, y el portentoso sentido de la modulación de Gray. Sus obras están atravesadas por las tinieblas. En sus composiciones las sombras son peso, los volúmenes se hacen espesura. Sus planos son dilatados, como si el tiempo se escanciara lentamente, como un goteo, como si se fuera desprendiendo de la vida. Los rostros se convierten en máscaras secas, como el de Leo (Mark Walhberg), mientras el resquicio de lo que suponía su aliento de vida, su prima, (Charlize Theron), desaparece. Porque Willy (Joaquin Phoenix), quien fantaseaba con disfrutar de los privilegios del 'castillo', en esa familia relacionada con el negocio del ferrocaril que combina la apariencia de los negocios legales con la corrupción, con ser el príncipe que se casaba con la princesa, la hija del rey. Willy no acepta perderla, no acepta ver reflejado en su mirada la decepción, por haber hincado la rodilla y tragado el veneno de la traición para seguir ascendiendo en esa negrura de brillos engañosos. Por eso, durante la narración se suceden los apagones. Su prima era luz para Leo, y su muerte es el apagón que le impulsa a la sublevación con un entorno que ya sentía como una prisión no visible. Charlize también estuvo a punto de sufrir un apagón cuando en una secuencia Joaquin Phoenix no midió bien las distancias y la golpeó de verdad.
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Los 12 mejores personajes de Dustin Hoffman
Dustin Hoffman cumple hoy 79 años. Nominado en siete ocasiones al mejor actor protagonista, y ganador en dos ocasiones, por 'Kramer contra Kramer' y 'Rain man', es uno de los intérpretes estadounidenses más admirados y reputados de su generación. Las mejores películas en las que participó, pertenecen a la década de los setenta. Posteriormente, han sido más intermitentes, aunque aún su estatus de estrella se extendiera hasta la década de los noventa. Pese a participar en fiascos de comedia como 'Ishtar' o crear un memorable personaje secundario en 'Dick Tracy', su nombre se asociaba a la película de prestigio, como refrendaban 'Billy Bathgate, 'Héroe por accidente' y 'Mad city', o adaptaciones teatrales como 'La muerte de un viajante' y 'American Buffalo'. Por eso, sorprendía que se convirtiera en inesperado protagonista de películas de ciencia ficción, como 'Estallido' o 'Esfera', eso sí, no como héroe de acción, sino como mente pensante de científico. En este siglo ha alternado personajes secundarios, en sugerentes obras como 'Descubriendo nunca jamás', 'Extrañas coincidencias', 'El perfume' o 'Más extraño que la ficción', con protagonistas en pequeñas producciones, como 'Nunca es tarde para enamorarse. Por fin, coincidió en un reparto con Gene Hackman, su amigo desde su época de estudiante a finales de los 50, en 'El jurado', e incluso, nunca es tarde para decidirse, probó suerte con la dirección, con la estimulante 'El cuarteto'. Destaco doce de sus mejores interpretaciones. El graduado. El papel que catapultó a Hoffman a la notoriedad lo consiguió, como él mismo declaró, como quien deshecha todas las opciones hasta que encuentra en el fondo del barril la única opción que resta. Un personaje que en principio, por la descripción en libro, parecía destinado a un actor como Robert Redford, que fue desechado por Nichols porque no resultaba creíble como alguien que pudiera ser rechazado por una mujer. Y Benjamin, el protagonista de 'El graduado', es alguien que se dedica durante el último tercio a perseguir a Elaine (Katharine Ross) la chica que también le ama pero le rehuye. La razón, su madre, que no deja de representar su falta de ilusión o malestar. En el principio, Ben es un chico de 21 años recién graduado que siente que no quiere ser aquello a lo que parece destinado a ser según cómo están marcados los trayectos de vida. La señora Robinson (extraordinaria Anne Bancrofft), la vecina insatisfecha con su vida y su matrimonio, con la que inicia una mera relación sexual, representa su falta de incentivo con respecto al futuro que se le presenta. Ella es la prueba manifiesta de quien tomó un desvío en su camino que no tiene nada que ver con sus ilusiones juveniles. En la excelente secuencia en la que él propone que además de tener sexo también conversen, ella evidencia que no logró lo que aspiraba realizar cuando estudiaba Bellas Artes. Su vida es una patética sombra de lo que un día deseo que fuera. De alguna manera, Mrs Robinson es el fantasma dickensiano de las navidades futuras. Le muestra aquello en lo que puede convertirle su apatía e indecisión (una figura que flota en la piscina que se deja llevar por la corriente de la inmovilidad). Amar a la hija implica apostar por la ilusión. Pero tendrá que esforzarse para conseguirle. Incluso asaltar el sacro altar de una iglesia, y sabotear un matrimonio recién bendecido. Con la irreverencia se puede dinamitar la realidad para que no se convierta en un inercial trayecto de renuncias. Cowboy de medianoche. En 'Cowboy de medianoche' (1969), de John Schlesinger, Rizzo, el personaje de Hoffman, parece el contrario del apuesto joven y alto tejano rubio, encarnado por Jon Voight, que ha llegado a la urbe de Nueva York para prostituirse con entusiasmo. Su ilusión es convertirse en amante de las mujeres urbanitas que cree dispuestas a pagar por sus lozanos encantos. Rizzo, en cambio, es menudo, además cojea, y frente a la apariencia siempre impoluta e impecable del tejano cowboy, parece que exuda alguna infección interior. Su mismo cabello oscuro parece rezumar grasa, como su piel no parece dejar de sudar. Además, siempre está sin afeitar, pareciera que nunca se limpia. Transmite una sensación enfermiza. De hecho, no deja de corromperse su interior. Se quiere convertir en el representante de ese apuesto cowboy, que parece representar las esencias del americano genuino, pero no deja de representar la corrupción y turbiedad de una ciudad y una sociedad urbana que parece descomponerse en sus entrañas aunque intente cuidar tanto las apariencias. Por eso, fallece en la secuencia final, ya convertida en icónica (memorable aquel episodio de Seinfeld con Kramer remedando su personaje). Las ilusiones vanas, el propio autoengaño, mezcla de ingenuidad y vanidad, del personaje de Voight se confrontan con la podredumbre real de la pantalla de los sueños. Por eso, marcha en medio de la nada y hacia la nada, porque no hay dirección real. Perros de paja. La película fue controvertida porque parece que descolocó a muchos, sobre todo a quienes padecen el mal de la mente cuadriculada. Desconcertó el tratamiento de la secuencia en que Amy (Susan George) es violada; hubo quienes consideraron que su planteamiento y tratamiento era degradante para ‘la mujer’, y que erotizaba y sensualizaba la violación; además les descolocaba el hecho de que ‘parecía’ que ella gozaba, sin preguntarse qué implicaciones tenía en los primeros escarceos, relacionadas su despecho por su frustrante relación con su marido David (Dustin Hoffman.Peckinpah intercala, cuando su ex novio Charlie ya la está forzando, penetrándola, las imágenes mentales de Amy con David, o apartando la mirada de Charlie para focalizarla en el fuego del hogar, para intentar contrarrestar la vejación. Peckinpah lo dijo bien clarito: David es el villano, que al final revela su verdadera faz. El núcleo dramático de 'Perros de paja' (1971) es la relación David-Amy; los personajes alrededor son como emanaciones de su conflicto (en especial el grupo que trabaja en la remodelación de la casa: Charlie y sus amigos) de toda la violencia que palpita en su relación, o en especial, en David, el presunto racionalista y ‘adulto’ (en una ocasión, reprocha a Amy que siga actuando como una niña, que crezca; no deja de ser mordaz ese plano en el que vemos a David subido a un columpio). David es el monstruo, la mente cuadriculada, la emocionalidad insegura, hasta acomplejada (pese a sus brotes arrogantes, que tienen mucho de autoafirmación obtusa). Es la prototípica actitud masculina pleistocénica que llega a acusar a Amy, cuando esta señala de qué descarado modo lúbrico le miraban los chicos, y que es ella la que lo provoca por ir vestida con minfalda y sobre todo por no llevar sujetador. Dustin Hoffman cuestionó a Peckinpah la elección de una actriz no sólo tan joven, sino con ese aire de ‘Lolita’, que él no veía que 'pegara' con alguien como David, Pero la elección no pudo ser más atinada. Amy solivianta a David, porque carece de su envaramiento, de su rigidez cuadriculada ( y es otro hombre que no soporta que la mujer que, supuestamente, ama sea tan admirada por otros). Así que el grupo de Charlie (también representación del pasado sexual de Amy) y sus amigos se convierten en pantalla y contrapunto (a la vez que espectadores) del conflictivo escenario de su relación. Son incluso, en registro casi fantástico la proyección fantasmal de su violencia, de sus fisuras: los chicos alardean en el bar de las bragas que uno ha cogido; en la siguiente secuencia asistimos a la primera acre y violenta discusión entre David y Amy (en la que David, en su espacio de poder, el de las ecuaciones en la pizarra, remarca que no juegue con él; que no le contraríe, en suma). Papillón. En ninguna ocasión se ha asemejado tanto Dustin Hoffman a un pequeño roedor como con su caracterización de Louis Dega en 'Papillón' (1973), de Franklin J Schaffner. Parece que se desplaza de puntillas,y con precaución. Parece que mirara detrás de unas barreras a través de sus gafas con lentes de gran aumento (con las que necesitaba llevar unas lentillas), como nunca estuviera seguro de si enfoca con precisión. Dice que se inspiró en el guionista Dalton Trumbo, en sus maneras tímidas y reservadas. Como en'Cowboy de medianoche', contrasta de modo extremado con el otro protagonista masculino, Steve McQueen. Uno parece que recula, el otro no deja de intentar impulsarse hacia delante, aunque no deje de colisionarse durante largos años con los muros y los barrotes. Ambos son dos distintos de tipos de reclusos, aunque coincidan en su condición de resistentes, actitud que apuntala su complicidad. En el gesto de McQueen se mantiene esa determinación que ya había propulsado en su personaje de 'La gran evasión'. En cambio, Hoffman parece que busca guarecerse en cualquier recoveco u hoyo como forma de resistir el agujero de la reclusión, con esa perseverante confianza en que su esposa acabe liberándole de ese encierro. Pese a todo, en ocasiones, se deja arrastrar por la determinación de su amigo, y participa en algunos de sus intentos de huida. Hasta que ya el desgaste. Por eso, no salta con el personaje de McQueen cuando este decide abandonar la isla a nada saltando desde una gran altura al mar. Prefiere seguir con sus pequeños pasos esperar a que le toque el turno de la liberación programada. Lenny. Hoffman mostró en principio sus reticencias a la hora de aceptar el personaje protagonista de 'Lenny' (1974), de Bob Fosse. No le parecía que el guión tuviera la suficiente profundidad. Pero la figura del célebre y controvertido cómico Lenny Bruce, repetidamente detenido durante los sesenta por atentar contra la moral pública por sus recurrentes alusiones explícitas al sexo y su lenguaje obsceno y malsonante, le fascinaba. Al principió pensó que no era el actor adecuado para interpretarlo, pero tras leer su autobiografía y ver grabaciones de sus actuaciones, sintió una fuerte afinidad con esa figura provocadora, que hacía de la espontaneidad fundamento de sus actuaciones. Y a Hoffman le gusta tanto provocar como improvisar en sus interpretaciones. Hoffman dotó de cuerpo y ritmo a esa celeridad característica de las actuaciones de Lenny Bruce, y las turbulencias que dominaban su vida íntima, como si se encontrara siempre en pleno fragor de batalla consigo mismo, en sus relaciones afectivas, o con unas normas sociales que no dejaron de intentar anularle haciendo uso de una ley restrictiva, que no era sino una mordaza para acallar su mordaz irreverencia. Por eso, funciona el blanco y negro en este película, rezuma infección, porque refleja ese entorno que no dejaba respirar el talento inconformista e insurgente de quien disentía con lo que después sería calificado como políticamente correcto. Lenny hizo arte con la incorrección, pero fue derrotado por la infección carente de color y de vida que dictaba las leyes y las reglas de conducta y expresión. Todos los hombres del presidente. Durante los meses previos al rodaje de 'Todos los hombres del presidente' (1975) que dedicó a transitar por la redacción del Washington Post, Por la melena que porta en la película fue confundido, por una periodista especializada en el tema de la ciencia, con un chico de los recados (copy boy). Eso define lo bien que se amoldó a la película, en la que casi no se hace notar, ya que la película parece una transposición de los sobrios modos actorales del otro protagonista, Robert Redford. Aunque, por sus maneras de fumar, y gestualidad de febrilidad contenida no deja de traslucir el temperamento nervioso y el carácter con una pizca de arrogancia de su personaje, el periodista Walter Bernstein, quien junto a Bob Woodward, destapó con el caso Watergate la corrupción gubernamental. El título es una variación del 'Todos los hombres del rey', adaptada al cine previamente por Robert Rossen en 1951 en 'El político', una aguda disección de las corrupciones, enajenaciones y vanidades políticas. En este caso, a través de la minuciosa y determinada investigación de dos periodistas que no cejan en su propósito de dotar de luz a la turbulencias de las sombras de las instituciones que detentan el poder. Más allá de los despachos de la redacción, los exteriores, sobre todo los nocturnos, parecen espacios inhóspitos, en el que la amenaza parece acechar de modo invisible, como si la realidad estuviera contaminada por la corrupción, realzado por la sombría fotografía de Gordon Willis. Esa desazonadora atmósfera, así como la precisión de su modulación dramática, fue desplegada y multiplicada por David Fincher en su magistral 'Zodiac'. Marathon man. Hoffman optó por pasarse noches sin dormir para conseguir que su personaje transmitiera, con su desaliño y su aspecto poco saludable, la sensación de que vive una tensión emocional extrema. De hecho, su personaje ya se encuentra en tensión con su entorno antes de que su vida se vea amenazada por la irrupción de un criminal de guerra nazi, bajo los rasgos de Laurence Olvier, que piensa que tiene algo importante para él. En los primeros pasajes se evidencia que no soporta ser superado por los demás, como demuestra su competitividad con otros corredores en el parque. Y está en lid con la sociedad, con su pasado y su presente, por el suicidio de su padre, cuando era perseguido por la Caza de Brujas del Comité de actividades antiamericanas. Siente, y se palpa esa febrilidad en sus gestos y miradas, que su padre merece un perdón y el reconocimiento de su inocencia, por eso dedica su tesis al tema de la tiranía en la sociedad estadounidense. Por eso, no deja de ser irónico, como distorsionado reflejo, que se vea perseguido por un dentista nazi que torturaba judíos en los campos de concentración. El acceso a ese universo paralelo de tramas turbias (por la consecución de unos diamantes) tiene lugar a través de su hermano, encarnado por Roy Scheider, la contraseña que facilita la irrupción en su vida de quien que le tortura como torturaba a los judíos, con los utensilios de un dentista, pero sin anestesia. Como si reviviera, transfigurada, la pesadilla que sufrió su padre. La aparente normalidad de su hermano (siniestra, de todos modos, porque es un empresario relacionado con el negocio del petróleo), desvela que es un agente gubernamental. Del mismo modo que la mujer, interpretada por Marthe Keller, que cree conocer por casualidad, y que cree que le corresponde en el amor, también no es lo que parece, y si logra seducirle es también porque sabe tocar la tecla de sus complejos y arrogancia. Hoffman no quiso acceder a que su personaje ajusticiara a su antagonista, como indicaba la novela adaptada y el guión de William Goldman, porque consideraba que perdería su humanidad si lo hacía. Libertad condicional. Eddie Bunker era aquel convidado de piedra conocido como Mr Blue en 'Reservoir dogs' (1992). Su presencia era un homenaje de Quentin Tarantino. Bunker había sido atracador de bancos en los escasos momentos que disfrutó de libertad, entre una estancia penitenciaria y otra, durante treinta años, hasta mediados de los 70, cuando por fin logró dar un volantazo a su vida, en lo que fue decisivo la buena recepción de sus primeros esfuerzos literarios. Su primera novela, 'No hay bestia tan fiera', publicada en 1973, llamó la atención del cineasta Ulu Grosbard. No porque quisiera rodarla sino por cuán impresionado se la recomendó a Dustin Hoffman, al que conocía desde hacía una década. En la primera secuencia de 'Libertad condicional' (1978), Max (Dustin Hoffman) sale de la cárcel tras estar seis años recluidos. Bunker comentaba cómo en ciertas obras cuando un delincuente salía de la cárcel enseguida le esperaba otro plan de robo. Lo que se espera es abandonar esa vida, esa cárcel tanto fuera como dentro, porque en parte arrastras en tu interior una tendencia que puede ser propulsada por una imprevista combinación de factores, como una bestia que se despertara. El único deseo de Max es construir otra vida, una vida integrada, como la de tantos miles de ciudadanos que ejercen su rutina de trabajo y relaciones afectivas. Max espera encontrar un lugar donde dormir, un trabajo con el que comenzar a ganar unos dolares y disponer de la posibilidad de sentir ese nudo en el estómago que causa el tener una primera cita con una chica que te gusta. Pero, además de la voluntad, también cuenta el azar,y la injerencia de los otros, intencional o no. Y Max toma consciencia de que su nueva vida puede derrumbarse en cualquier instante, aunque sea por un equívoco, sobre todo si dependes de un agente de la provisional demasiado preocupado por dejar bien claro, aunque sea con una sonrisa de hiena, que él es quien marca las pautas. Grossbard forja un diamante narrativo en el que modula con precisión las agitaciones que van apoderándose de Max, expuestas brillantemente en secuencias como la de su irrupción en un casa de prestamos para conseguir el subfusil que no le ha proporcionado, como había prometido el suministrador, para realizar el atraco previsto esa noche. Su respiración delata esa furia, la realidad no puede írsele de las manos, tiene que seguir disparando, como conseguir el máximo de billetes o joyas, como si le superara su sentimiento de despecho por no darle la vida las oportunidades que él pedía. Su mirada comprende su error, su ofuscación, cuando se mira, arrodillado, con el amigo cuya mirada se extingue, cuya muerte ha propiciado por un atraco defectuosamente realizado. Tootsie. 'Tootsie' gira alrededor de un actor al que nadie quiere contratar por su conflictivo y picajoso carácter y que, por ello, decide pasarse por actriz como única manera de conseguir un papel, Y así es, en una telenovela, Hospital general. Pero sobre todo trata de un hombre que se comporta mejor con las mujeres cuando se hace pasar por una mujer. No hay como ponerse en la piel del Otro para sentir y conocer su perspectiva. Inversión de papeles, como se invierten las siglas de su identidad masculina, Michael Dorsey, y femenina, Dorothy Michaels, mujer con apariencia de señorona, con cardado protuberante, como sus mismas gafas,que así logran disimular la prominente nariz del actor, como recurso de diferenciación entre uno y otra. Hoffman realizó una prueba de caracterización en el colegio de su hija, haciéndose pasar por tía Dorothy, y según dice logró convencer a todos de que era una mujer. Quizá fuera así, pero no deja de parecerme que se percibe demasiado la impostura, como también en el caso pretérito de Jack Lemmon y Tony Curtis en 'Con faldas y a lo loco'. Simplemente, se acepta como parte del juego, tan desquiciado y exagerado como los mismos lances argumentales de la telenovela, que no dejan de tener su gracia, aunque más los tendrían los de la venidera 'Escándalo en el plató'. Eso sí, chirría sobremanera la meliflua música, y sobre todo un par de montajes al son de insoportables canciones. Pero Hoffman borda su papel en sus vertientes masculinas y femeninas, como brilla el reparto en general, y hay momentos cómicos, incluso algunos no carentes de aristas dramáticas, que evitan que desluzca del todo el maquillaje de una película que está al filo de descascarillarse. Rain man. Cuando llevaban ya tres semanas de rodaje de 'Rain man' (1988), de Barry Levinson, Hoffman le dijo que consiguiera a Richard Dreyfuss o quien fuera, porque pensaba que estaba realizando una de sus peores interpretaciones. En principio, Hoffman iba a interpretar al otro hermano, Charlie, ya que se suponía con más de cincuenta años, pero él insistió en interpretar a Raymond tras conmoverse con un niño prodigio, ciego y con parálisis mental, que interpretaba música de oído Su insistencia en que no fuera discapacitado sino que fuera autista, con habilidades prodigiosas, determinó que Martin Brest abandonara el proyecto. Durante un año se instruyó minuciosamente sobre el autismo, y logró una extraordinaria interpretación, matizada en la forma de nunca mirar a los ojos de los demás, la ritualización de los gestos y de las acciones como resorte defensivo, sus pasitos cortos, su rigidez física, como si habitara otra dimensión distinta a la de los así llamados normales. Más allá del bienintencionado propósito de que su personaje sirva de contrapunto sensibilizador para otra de las representaciones de la depredadora actitud materialista que sólo se preocupa de la consecución de beneficios, encarnado en su hermano, su interpretación se eleva sobre el resto de una discreta película que contiene la secuencia predilecta de Hoffman en su filmografía, aquella en la que está en el interior de una cabina telefónica junto a su hermano, y anuncia con su característico oh oh que se ha tirado un pedo. Ambos improvisaron el consiguiente diálogo mientras, se supone, resistían los efectos del gas no precisamente aromático. Fue la tercera vez que Hoffman participó en una película ganadora en los Oscars, tras 'Cowboy de medianoche' y 'Kramer sobre Kramer', y ninguna ha resistido bien los embates del paso del tiempo. La cortina de humo. Un mes antes de que se convirtiera en escándalo público y copara toda la atención mediática la relación del presidente Clinton con Monica Lewinsky, y posteriormente el gobierno decidiera bombardear una fábrica en Sudán, 'La cortina de humo' (1998), de Barry Levinson, que se realizó en una pausa de rodaje de 'Esfera', narraba cómo se arrojaba una conveniente cortina de humo sobre otra relación sexual de un presidente, en este caso con una niña, mediante la creación de un conflicto bélico con un país del que la mayor parte de los estadounidenses no sabe nada, Albania. El consejero arreglatodo que encarna Robert De Niro recurre a un productor cinematográfico, interpretado con despendolado histrionismo, como un niño que dispone de un scalextrix y un ibertren a escala gigante, por Dustin Hoffman, para hilvanar esa conveniente ficción que distraiga la atención pública del escándalo sexual durante al menos los onces días que restan antes de las votaciones de las elecciones presidenciales. Ruedan escenas que supuestamente acontecen durante un bombardeo en Albania, componen canciones que se convertirán en himnos, crean rituales sociales que adquieren resonancia global simbólica con detalles triviales como unos zapatos usados colgados de los árboles o crearán un héroe rescatado tras las líneas enemigas después del anunciado fin de las hostilidades. El productor orquesta la producción más ambiciosa, aquella que manipula la misma realidad. Con gozo contempla no sólo cómo la ciudadanía se cree todo aquello que urden, sino cómo determinan sus reacciones emocionales y sus pareceres. La diferencia con las urdimbres ficcionales de los políticos es que un productor cinematográfico sí necesita el reconocimiento de su despliegue creativo realizado, lo que implicará su perdición. Necesita aplauso y premios, mientras que los políticos, con sus juegos de maquillaje de las fisuras de realidad entre sombras, sólo desean que permanezca intacta su posición de privilegio. Esfera. 'Esfera' incide en una evidencia. Los psicólogos pueden estar tan mal o peor que sus pacientes. En 'Esfera', adaptación de una novela de Michael Crichton, quien parece que intentaba crear una variante del 'Solaris' de Stanislaw Lem, Hoffman es un psicólogo que tiempo atrás redactó un informe en el que explicaba las razones de por qué un biólogo, un matemático, un psicólogo y un físico podían ser el mejor comité de bienvenida para unos alienígenas. Eso creen que sean los tripulantes de una nave espacial encontrada en el fondo de mar que parece estar ahí encallada desde siglos atrás. Y en su interior encuentran una esfera que remite al planeta Solaris, porque parece materializar los temores recónditos, o no solventados, de los que intentan esclarecer aquel enigma. Hoffman puede parecer el más equilibrado, o el menos cuadriculado, de entrada, pero no es sino un espejismo. No sólo por la conflictiva relación que mantuvo en el pasado con la bióloga que encarna Sharon Stone, que fue paciente suya, se irá evidenciado que quien parece contener más conflictos irresueltos es el supuesto conocedor de la mente y sus fragilidades y contradicciones. La amenaza que se cierne sobre ellos, en distintas variantes, de medusas a pulpos pasando por serpientes marinas, no deja de ser una proyección física de lo que se tambalea en su propia mente. Un desequilibrio paradójico, pues parece recubierto por sensatez, que Hoffman matiza con eficacia.
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Cautivos del mal
El guionista James Lee Bartlett (Dick Powell), la actriz Georgia Lorrison (Lana Turner) y el director Fred Amiel (Barry Sullivan son los tres damnificados por el productor Jonathan Shields (Kirk Douglas) en 'Cautivos del mal' (The bad and the beautiful, 1952), de Vincente Minelli. O así se sienten. Desde luego, resentidos están. Lo de damnificados es matizable. O es lo que quiere plantear el productor Pebbel (Walter Pidgeon) cuando, en las secuencias introductorias, les reúne para convencerles de que colaboren en el nuevo proyecto de Shields, un reinicio, porque ha estado dos años inactivos tras sufrir su productora una grave crisis financiera. Ellos se sintieron traicionados, y utilizados sin escrúpulos, motivo por el que decidieron no colaborar de nuevo con él, por lo tanto sienten la vertiente de 'lo malo/the bad', del título, pero Pebble intenta persuadirles de que vuelvan a colaborar con él, incidiendo en lo 'hermoso/the beautiful', en la positiva influencia de Shields en el progreso de sus respectivas carreras, que no ha ido sino en ascenso, tanto que es su éxito y sus premios los que pueden conseguir la financiación necesaria, y en cambio ya no el nombre de Shields. Georgia siente que Shields utilizó el resorte de su enamoramiento, haciéndole creer que le correspondía, para conseguir que interpretará su primer papel de protagonista, por el que él había apostado pese a las reticencias del resto. Aunque sería el primer peldaño para convertirse en la célebre estrella actual. Amiel no le perdonó que se apropiara de su proyecto más anhelado, en el que habían trabajado juntos, no sólo adjudicándose los méritos del guión, sino ofreciéndole la dirección a un cineasta más prestigioso. Aunque fuera decisivo en proporcionarle los cimientos para convertirse en el director actual ganador de dos Oscars. Bartlett no le perdona que sus tácticas para conseguir sus objetivos derivaran en el accidente aéreo en el que fallecería su esposa, Rosemary (Gloria Grahame). Aunque ahora es un ganador del Pulitzer, por una novela inspirada en su esposa. Shields sabe orquestar las oportunas teclas que posibiliten que consiga sus objetivos, por lo que sabe manipular a sus colaboradores, y también dejarlos de lado cuando ya pueden ser prescindibles, o cuando la misma emoción puede interferir. Claro que no puede controlar todas los factores de la ecuación, como un accidente aéreo. Pero también le falta humildad, como le señala el prestigioso y veterano cineasta al que intenta convencer de que se pliegue a sus ideas, o lo que es lo mismo, a sus miradas. Shields sabía que Bartlett no conseguía por su interferencia o influjo la adecuada concentración que propiciara la inspiración necesaria para adaptar su propia novela. Bartlett, hasta entonces profesor universitario, es un guionista novel, de carácter templado y afable, sobrio y contenido, tanto que nunca deja transparentar las tormentas que puedan turbarle. Shields apuesta por él, también frente a las reticencias de otros, porque considera que su novela posee cualidades cinematográficas, y le cree capaz de escribir el guión. Pero aunque le ayude posibilitando la ilusión de que trabaja en el espacio idóneo (le trae la mecedora y otros utensilios que Bartlett necesita para conseguir inspiración en su hogar, en vez del refinado escritorio que le compró su esposa), sabe que la mente de Bartlett se escinde, en parte por celos, también propulsados por la naturaleza presumida de su esposa. Una y otro reconocen que la estancia en Hollywood amplifica ambas vertientes en cada uno (y significativamente encuadrados en un espejo). Shield utiliza la estrategia contundente de distraer a quien distrae al guionista con quien suscita los celos de su esposo, un actor de éxito, sin que Barlett lo sepa, y aísla a este en una cabaña con su única compañía. La estrategia es efectiva, pero no cuenta con la desgracia no prevista. El afinado guión de Charles Schnee (uno de los guionistas de 'Río Rojo', 1948, de Howard Hawks, y 'Las furias', 1950, de Anthony Mann, y guionista de 'Los amantes de la noche, 1949, de Nicholas Ray, y de la posterior incursión en el mundo del cine de Minelli con Douglas, 'Dos semanas en otra ciudad', 1962), también relata, a través de los tres distintos relatos de una traición, el ascenso y caída de la carrera como productor de Shields: Con Amiel, sus comienzos, cuando logra convertirse en productor ejecutivo de serie B (tras conocerle en el funeral de su padre, también productor, como otro de tantos extras a los que Shields paga para que no sea un entierro solitario), con Georgia en su fase de consolidación (el afianzamiento sobre el engaño, pero también sobre la propia negación, ya que en la secuencia en la que la rechaza tras que ella haya conseguido el éxito, queda manifiesto la turbiedad de su ambivalencia o colisión entre pragmatismo y la vulnerabilidad de los sentimientos), y con Bartlett, cuando sufre el declive por la arrogancia de querer también dirigir. Minelli orquesta con elegancia esta inmersión en las tan turbias como vibrantes bambalinas de la elaboración de las películas, con el mismo envolvente hechizo que transmite Shields, su don persuasivo (motivo por el que Minelli le dijo a Douglas que moderara sus intensidades y potenciara su encanto). Minelli convierte esa seducción en exquisitas coreografías de movimientos de cámara. Incluso la cruda secuencia del accidente automovilístico que sufre Georgia es, aunque no corte el plano, es una cuidada coreografía de movimientos de la actriz, la cámara y el coche, que se encontraba sobre una plataforma. Pero, también, en planos fijos, a través de los movimientos y miradas de los personajes, como cuando Bartlett, en primer término, escucha a Shields, a su espalda, que ha desaparecido del encuadre, en una habitación trasera, que sí sabía que su esposa viajaría en ese avión, y Shields entra en el encuadre, cruzando una zona de sombras, hasta que Bartlett se vuelve y le golpea. En este sentido es elocuente que en las tres secuencias iniciales, que presentan a los tres resentidos o damnificados, recurra a elaborados movimientos de cámara con reencuadres, con Amiel (él mismo realizando un movimiento de cámara con grúa) y Georgia (incluso con esta un significativo reflejo en un espejo).mientras que a Bartlett lo encuadra en un largo plano fijo en el que contesta la llamada de Shields, estatismo acorde a su contención.
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Siete psicópatas
Marty (Colin Farrell) intenta escribir un guión que se titula 'Siete psicópatas', pero está bloqueado. Intenta escribir un guión sobre psicópatas que carezca de violencia y en cambio transmita sentimientos pacíficos, armónicos, por eso su primer psicópata no sabe si describirlo como budista o amish, hasta que se decide por cuáquero. Está bloqueado y en colisión con la realidad, no se puede calificar su relación con esta como armónica, por eso su guión se sustenta sobre la contradicción, como quien intenta que la realidad sea como no es. 'Siete psicópatas' (Seven psycopaths, 2013), la película de Martin McDonagh se centra en un guionista que roba sus ideas alrededor, porque no las encuentra en sí, y aún más las roba a sus amigos Billy (Sam Rockwell) y Hans (Christopher Walken), quienes se dedican a robar perros para ganarse la vida gracias a la recompensa de los dueños cuando se los devuelven como si los hubieran encontrado. Marty también presenta las ideas ajenas como si se le hubieran ocurrido a él. Y no se define precisamente por su sagacidad perceptiva: no es capaz de ver que uno de sus amigos es un psicópata asesino y el otro inspiración de un relato sobre un psicópata, o lo que de modo impreciso califica como tal. La imprecisión define la vida y la mirada de Marty, ¿cómo va alograr hilvanar un guión coherente si el guión de su vida se define por la imprecisión? Billy y Hans se apellidan respectivamente Bickle, como el personaje de De Niro en 'Taxi driver' (1976), de Martin Scorsese; también habla ante el espejo y su trastorno no difiere del suyo. Cada uno vive su película, o necesita que la realidad se asemeje a una película que se amolde a sus deseos: Billy necesita que pasen cosas, que haya tiroteos y muertes, sea en la realidad, con los asesinatos que comete, o en las escenas que imagina para el guión. En cambio, Marty no sabe qué hacer con su vida, ni con su cabeza, en suma, con qué relato perfilar su vida, emborronado o desdibujado en la indecisión, como en la misma relación con su novia. Como con su idea de un psicópata vietnamita con hábito de sacerdote que se encuentra en una habitación con una prostituta, tan indefinido e incoherente, como se siente él, o siente su relación (borracho, sin ser consciente de ello, desprecia a su novia con la calificación de `puta`). Marty no sabe cómo es su vida alrededor, roba de sus amigos las ideas, pero ignora que uno. Billy, es el psicópata que la prensa califica como 'Jota diamantes' (por la carta que sobre los cuerpos de quienes asesina). y el otro, Hans, es la inspiración del psicópata cuáquero, precisamente a través de un relato compartido por Billy. Hans de hecho se apellida Kieslowski, la tragedia domina su vida, la muerte de su hija que determinó la persecución de su asesino, en el presente la muerte de su esposa. Más que un psicópata se diría que es una víctima de las circunstancias, pero ya se sabe que los relatos pueden ser equívocos o imprecisos, a veces el ángulo no es el certero. Esta película es escurridiza, como un cruce entre Scorsese y Kieslowski, tan extraña, y desconcertante, en su desarrollo y condición, como la anterior, y excelente obra, de McDonagh, 'Escondidos en Brujas'. En ambas el espacio es un personaje más, allí, con otra historia de asesinos, aunque de encargo, en Brujas coincidían diversos tiempos por la misma combinación de edificaciones pertenecientes a diferentes siglos, como se confundía la misma ficción con la realidad, acentuada con el rodaje que tiene lugar en sus calles. En 'Siete psicopátas' no prima la oscuridad sino la luz, pero esta es engañosa, además,el desierto no deja de parecer una extensión de la misma urbe de Los ángeles. Marty parece que quisiera realizar un guión que se acerque más a esos relatos en los que aparentemente, en cuanto acontecimientos de trama, no parece pasar nada, como en el cine de Kieslowski, mientras que Billy aboga por el cien de Scorsese en el que no parece que dejen de pasar acontecimientos, uno aboga por la contención y el otro por la exuberancia, uno por la melancolía y el otro por la desmesura. Se escenifican los relatos para el guión, los que se les ocurren a uno y otro, del mismo modo que las decisiones en el guión y la realidad se confunden. Marty aboga por un tercer acto que contraríe las expectativas convencionales, y en vez de tiroteos derive en conversación entre personajes en el desierto, y así es, y Marty, Billy y Hans terminan en el desierto dirimiendo las posibles líneas de guión a la vez que a la espera de dirimir el conflicto con Costello (Woody Harrelson), el gangster dueño del perro Shi tzu que aún tienen en su posesión, y que es otro de esos siete psicópatas, el perro no, sino Costello, ya que el perro mira a los humanos como la mirada que ajena que no se preocupa de lo que les apremia, desespera, aflige o inquieta. Es la mirada pacífica, quizás budista, o de amish, la actitud que intenta integrar en su vida Marty. Y sí, en el desierto, hablan, sí, pero no hay desierto de acontecimientos, porque no faltan tiroteos, aunque quizás no tengan el desarrollo esperado, ni la conclusión convencional. Esta es una fábula: hay perros, conejos (como el que porta el personaje de Ton Waits, asesino en serie de asesinos en serie, incluido el asesino del Zodiaco que convivía con decenas de conejos), y entre otros animales, por supuesto, los humanos. Es una obra sobre la vida como relato, sobre la creación de relatos, sobre la vida como proceso de inventar y gestar relatos con la propia vida, o sobre la incapacidad de crear un relato, y quedarse inmóvil, atascado en las contradicciones, y por tanto en la irresolución, como el propio Marty. Y, por tanto, es una película sobre el placer de generar relatos. Y la asunción de que los relatos no pueden negar los accidentes ni la muerte. El relato de la conclusión climática ideada por Billy transcurre en un cementerio en el que confluyen todos los personajes, como si el mismo Marty diera rienda suelta a su impotencia y frustración ( su novia acribillada). Marty y Hans se dejan matar, como si así se tacharan del papel, como si así la negación se tachara de la mirada de Marty a la vez que este comienza a mirar alrededor en vez de quedarse atorado en su ensimismamiento. Marty se desbloquea, asume que la realidad sangra y duele, y enmudece la mirada con las sombras que saben de la pérdida. Es mudez que impulsa la exuberancia de la invención. Es un relato a través del espejo, por eso el asesino en serie que asesinaba asesinos en serie porta un conejo blanco. No es budista o amish, pero no deja de ser una singular paradoja, y la vida ante todo se define por las paradojas, mientras los comunes animales humanos bregan con las contradicciones. Y los reflejos en los relatos, en ocasiones, si se sabe mirar alrededor, con la sabiduría de la mirada periférica, pueden ayudar a resolverlas. Por eso, hay conclusiones que son un principio. Carter Burwell entrega una banda sonora tan estupenda como la que compuso para la obra anterior de Martin McDonagh, 'Escondido en Brujas'.
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Regreso a casa
Hay regresos que no lo son cuando resultas un extraño. No regresas, porque no existes en la mente de aquella con quien esperaste durante años reencontrarte. Tu pasado se convirtió en una espera, y se encuentra con un presente que es una ausencia. No te dejaron ser cómo querías, porque no pensabas como el régimen dominante, y no te dejan ser porque no hay ya una mirada de reconocimiento. 'Regreso a casa' (Gui lai, 2014), de Zhang Yimou, dota de cuerpo, a través de la peripecia singular, a un modo colectivo de desactivar la memoria histórica mediante el recurso de sedimentar una amnesia que anule la consciencia de un daño infligido y de una persecución del diferente fundada en el estigma, en este caso concreto la disensión en tiempos de la Revolución Cultural china. El olvido, a su vez, se convierte en prisión. La memoria histórica propicia la posibilidad de que un error no se repita, no parchea brechas ni heridas. En cambio, si recuerdas la negación, quedas marcado por el daño, ignoras lo que se prefiere silenciar. Y el que fue perseguido, y enviado a campos de trabajo, apartado de la sociedad, como un cuerpo infecto, se ve condenado a la condición de sombra, el gesto disidente queda borrado, y sólo permanece la sustracción, la huella distorsionada de la opresión en el mero olvido. No se recuerda el despropósito, porque la humillación sufrida ejerció un borrado completo. La marginación efectuada entonces se extiende a los tiempos en los que ya de modo explicito no se ejerce esa opresión ni sus consiguientes estigmas. En los pasajes iniciales de 'Regreso a casa' se precisa la persecución. En el posterior núcleo y desarrollo del relato, las consecuencias del borrado. Lu (Chen Daoming), que ejercía como profesor, fue encarcelado por disidente durante la Revolución Cultural, opuesto a un sistema. En las primeras secuencias se narra cómo logra escapar del campo de trabajo para intentar unirse con su esposa, Feng (Gong Li), pero su hija Dandan (Zhang Huiwen), que ve peligrar sus posibilidades de conseguir los mejores papeles como bailarina, no duda en denunciarle, y por tanto en frustrar ese reencuentro en una estación, entre la multitud, detalle que acrecienta la sensación de desamparo, de tragedia singular imperceptible en el bullicio general. Lo singular quedaba diluido en la relevancia de la abstracción de lo colectivo, la uniformización sobre la individualidad. Cuando Lu sea liberado tras el fin de la Revolución cultural, el impedimento no será la traición sino la desmemoria, la amnesia de su mujer, quien le confunde una y otra vez con la misma persona, el señor Fang, convencida de que su marido retornará el día cinco, expectativa que se convertirá en ritual de espera el cinco de cada mes durante largos años, como una infección que se hubiera apoderado de su mente de modo irremisible. Lu recurrirá a varias estrategias para intentar despertar el recuerdo pero siempre será de modo infructuoso. Incluso, urdirá la escenificación de un regreso el cinco de un mes por si de ese modo consigue que le asocie con quien realmente es, pero tampoco lo consigue. Sigue viendo a un extraño, o al señor Fang, quien se revelará que es la raíz de ese atasco, o quiste emocional convertido en tumor, causante de su trauma, ya que, aprovechándose de su posición de poder en el sistema dominante, la violó, humillación que determinó que olvidara a quien amaba, como si no pudiera asumir mirar a su rostro estigmatizado con el estigma de su propia humillación, como si hubieran sustraído cualquier resquicio de integridad en un genuino amor compartido por la infección de la humillación y la opresión, aspecto desolador en el que también incidía Yimou en la excelente 'Amor bajo el espino blanco' (2010). Ambas recurren a las esencias tradicionales del melodrama clásico, por lo tanto se enfoca primordialmente en los sentimientos, lo que deriva en que pueda ser calificado de empalagosa o cursi por quienes no consideran que ese enfoque aporte pedigree a su alcance conceptual, y más bien desluzca su rigor, desprecio que también afectó a otro desprejuiciado melodrama que miraba de frente a los sentimientos, la estupenda 'Una vida en tres dias', de Jason Reitman. Desde luego, ese enfoque en los sentimientos no me parece que impida que la conclusión de 'Regreso a casa' sea efectivamente demoledora, de una tristeza insondable. Feng y Lu esperando en la estación, encuadrados tras unos barrotes, a una figura que no vendrá porque es quien, como un fantasma, está al lado de la mujer que ama, la mujer que después de los años sigue sin recordarle. Su vida se ha convertido definitivamente en una prisión.
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The Majestic
La realidad que es, la realidad que se quisiera que fuera. A veces, se confunde lo que es con lo que se teme, como lo que se quisiera que fuera puede ser una ilusión que es autoengaño o un impulso que intenta transformar la realidad. Somos lo que proyectamos, somos lo que soñamos. La realidad es una pantalla que se intenta ajustar a las necesidades y deseos. En 'The Majestic' (2001), Appleton es un guionista que se pliega y adapta a las voluntades y necesidades ajenas, las de los productores de los Estudios. Aspira a dejar de ser un guionista de producciones B y ascender al escalafón de las producciones A. En el plano de apertura, la cámara se mantiene sobre su rostro, mientras escucha las propuestas de los productores acerca de su guión. Su semblante refleja cuánto le disgustan, pero cuándo le preguntan su parecer declara que todo le parece estupendo. Cuando, por las equívocas apariencias, piensan que pueda ser comunista, o estar relacionado con ellos, por su asistencia a cierto grupo años atrás (aunque la motivación fuera más bien para ligar a una chica), no duda en aceptar declarar ante el Comité de Actividades Antiamericanas, porque ve cómo su realidad se desmorona, como el Estudio no le contratará más, y cómo su misma novia le abandona porque también piensa que comparte el ideario comunista. La realidad se revela como una prisión, en un sentido figurado, otra variante de las exploraciones de la realidad como prisión que Darabont ha planteado en su admirable filmografía, de modo más explícito en 'Cadena perpetua' (1994) y 'La milla verde' (1999), y de modo figurado o alegórico en 'Enterrado vivo' (1990) y 'La niebla' (2007). Un accidente propicia que sufra un golpe en su cabeza, y que olvide quién es. Y otros creerán que es otro. Ese otro es su opuesto: de convertirse en un estigmatizado, en una figura sospechosa de ser un indeseable, ahora parece el héroe modélico, el hombre que en el campo de batalla de la segunda guerra mundial salvó a ocho compañeros sin temer exponer su vida. Appleton rehuía exponerse, y optaba por el camuflaje de confundirse con la voluntad de su entorno. Esta nueva identidad que le atribuyen, o que proyectan sobre él, de nombre Luke Trimble (nombre inspirado en la figura del guionista Dalton Trumbo), es la figura ejemplar y admirada, querida por todo su entorno, esa pequeña población de convivencia armoniosa que parece representar un ideario de integridad. En este espacio de proyecciones, los personajes ven lo que quieren y necesitan ver, que Appleton sea efectivamente Luke, porque parece restituir las heridas de las pérdidas, la desolación del horror (la muerte de tantos jóvenes de ese pueblo), porque hace sentir que la realidad pudiera ser como se quiere que sea, sea para el padre, Harry (Martin Landau), como para la que era su novia, Adele (Lauren Holden), pero también para una comunidad que había ocultado bajo una lona en un sótano el monumento de homenaje a los caídos. Una y otra son formas de intentar negar la realidad, aunque la segunda, creer que Appleton es Luke, se funde aparentemente en la afirmación. Por eso, resulta coherente que el espacio que 'despierte' sea el de las proyecciones de ilusiones, el cine cerrado del pueblo, y que este, además, sea propiedad de Harry, el padre de Luke (porque Luke se acerca a la condición de personaje de película, como los actores, 'dioses de la pantalla', que hacen creer lo imposible y en lo posible). La decepción por la mezquina persecución del que piensa de modo diferente, ejemplificada en el Comité de Actividades Norteamericanas, se torna ilusión con el remozamiento y la reapertura del cine Majestic. La realidad se siente, desde la ilusión, majestuosa. La destartalada realidad se ve transfigurada con el maquillaje de la apariencia. El espacio se convierte en escenario que certifica la unión de la comunidad, una misma ilusión, unos mismos sueños, un proyector que transmite la luz que se necesitaba. Irónicamente, lo único que Appleton recuerde serán películas. Como, elocuentemente, la película favorita de Adele, que arraigó en ella el deseo de ser abogada, la notable 'La vida de Emile Zola' (1938), de William Dieterle, en concreto la secuencia en la que Zola defiende a Dreyfuss ante el tribunal, todo un modelo de lucha contra la estigmatización, en aquel caso por la condición de judio, y los abusos del poder, en clara equiparación con el Comité de Actividades Antiamericanas. Esa la luz que es impulso, como la del faro junto al que conversarán momentos depsués. Será precisamente durante la proyección de una película, la producción de serie B cuyo guión escribió, cuando Appleton recupere la memoria. Y en hermoso recurso retórico coincidirá con el infarto del padre durante la proyección, que le conducirá a su muerte. La ilusión se desvanece, irrumpe de nuevo la muerte, y la decepción, con la desolación de Adele de confirmar lo que de todos modos ya intuía desde un principio pero prefirió negarse a asumir, y la turbia mezquindad de los representantes del poder que le requieren para realizar la declaración prometida ante el Comité de Actividades antiamericanas, que ahora, para exonerarse de que no quiso huir, implicará la delación de personas que ni siquiera conoce. Pero pese a sus temores y vacilaciones iniciales, en los que de nuevo vuelve a primar su instinto de supervivencia, porque considera que la realidad es lo que teme, decide, como Zola,enfrentarse a la institución que pretende imponer su voluntad y resistir con el pensamiento que no se doblega sino que combate con lo que quisiera que fuera, una realidad que acepta que cualquiera puede pensar como quiera. Y la ilusión, en este caso, se convierte en impulso acción, o como decía Cioran, 'ser de natural combativo, intolerante, sin reclamarse de ningún dogma'. Por eso, ya no se dejará imponer por el fuera de campo de la voluntad de los otros. De nuevo, la cámara le enfoca mientras los productores exponen sus propuestas, pero esta vez si expondrá lo que piensa, sin temor a la disensión. La afirmación de la voz propia es la fundamental resistencia para que la realidad de uno no sea lo que otras voluntades quieren que sea. Cada uno escribe su propio guión. Mark Isham compone una estupenda banda sonora, en la que se se acerca más que nunca a Thomas Newman, quien compuso las obras previas de Darabont, 'Cadena perpetua' y 'La milla verde'.
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Star Trek: Más allá
No sabes ya quién eres ni cuál es el propósito de tu tarea. No sabes cuál es la dirección, porque ya no sientes que haya dirección. Sientes que permaneces atascado en el círculo de la rutina. Tu tarea es una rueda que gira sobre sí misma, como la forma de la nave de la que eres capitán. Te sientes ya más bien un funcionario que realiza trámites, las mismas rutinas una y otra vez, con escasas variaciones, las que puntúan qué parejas rompen o qué parejas se forman en la tripulación. Te preguntas qué hay más allá, si realmente lo hay, si no puedes esperar más de lo que ya realizas o de lo que realizan los que conforman tu alrededor. Así se siente el capitán Kirk (Chris Pine). En las excelentes secuencias iniciales de 'Star Trek: Más allá (Star Trek: beyond, 2016), de Justin Lin, con guión de Simon Pegg y Doug Jung, se condensa la cotidianeidad de unas rutinas en la nave, en la que la sensación de acontecimiento parece extirpada. Se condensa el malestar de quien ya se siente más ajeno que integrado, de quien se siente más lejano de su alrededor que cercano. Kirk se pregunta por el propósito de su tarea, por eso se plantea abandonar ese puesto (una posición que siente como un ámbar que le asfixia como si fuera a vivir en un bucle), y solicitar uno en la subcomandancia. Kirk se siente perdido, como quien vaga a la deriva en el espacio. Se decidió a adoptar ese papel en un escenario, esa posición en la nave, responsable de una tripulación, porque quería emular a su padre, ser como él, o tanto como él, pero ahora se pregunta quién es y para qué realiza lo que realiza. ¿Qué es lo que necesita, qué es lo que le falta? Irónicamente, en la misión que le encomiendan, su nave es despedazada, desmenuzada en varios trozos, por una fuerza enemiga, que provoca, a su vez, que la tripulación se disperse, como las esquirlas resultantes de una explosión, como si reflejara su deseo de abandono, de liberarse de esa vida que no le suministra ya satisfacción. Kirk no se siente integrado en esa vida de conjunto de la nave. Por eso, su sombra, su reflejo siniestro, adquiere la forma de una colmena, una miriada de pequeñas naves que destruyen y abaten su nave, como él deseaba hacer de un modo figurado. El desarrollo narrativo, con vivaz dinamismo, orquesta el reagrupamiento de esas esquirlas, acompasado a la evolución de Kirk, a la recuperación de una confianza, y el discernimiento de su dirección y propósito, que encuentra paralelismo también en Spock (Zachary Quinto), quien también piensa en variar de dirección su vida, tras la muerte de su padre, y sustituirle en la dedicación diplomática. Precisamente, la idea de la unión hace la fuerza, es un concepto que será puesto en cuestión por quien representa la figura del doble o sombra de Kirk, Krall (Idris Elba), como el personaje de Benedict Cumberbatch representaba también su lado siniestro en la obra previa, la notable 'Star trek: en la oscuridad, (2014), de JJ Abrams. Krall califica esa idea como propiciadora de brechas de vulnerabilidad, porque la solidaridad y la empatía entre quienes se sienten cercanos facilita las confesiones para evitar el daño de los que se quiere. Significativamente, el fantasma o la sombra que le perturba y ofusca el discernimiento a Kirk, representa la necesidad de un conflicto que funde sentido y propósito a través del combate con una fuerza enemiga. Por ello, en los escenarios del planeta donde tiene su base predomina lo pedregoso, o los bosques tupidos. Si en 'Star trek: en la oscuridad' se desentrañaba cómo los enemigos pueden ser los monstruos creados por una conveniencia, en clara equiparación del personaje de Cumberbatch con Bin Laden, que luego de ser utilizados puedan realizar sus reclamaciones que, al no ser atendidas, deriven en otro conflicto, en este caso, se pone en cuestión la necesidad de que haya un conflicto para que el combate cree la ilusión de una realización: se necesita luchar contra algo para contrarrestar la sensación de vacío. De modo significativo, se revelará que el doble o sombra de Kirk, Krall, fue también un capitán de otra nave de la flota interestelar, alguien que no encontraba en los tiempos de paz un propósito, como si fuera una mera tarea ornamental, y que se sintió abandonado, apartado, convertido en una figura innecesaria. Se sintió perdido en la nada de una dedicación que no sentía como propia, en que sentía que no era. Y su mente se convirtió en una espiral, como una turbina que le fue devorando sus entrañas hasta convertirle en la variación monstruosa de su enajenación y extravío. Es el reflejo en el espejo de lo que amenaza con desequilibrar la desorientación de Kirk. De hecho, será con su nave reparada con la que lograrán salir de aquel planeta, del mismo modo que repara su desconcierto vital. Más acá puede estar el fantasma de su perturbación por no sentir que tenga una dirección ni lugar en el escenario de la vida. Más allá, en cambio, está lo posible, y no es sino el apoyo en los otros el firme cimiento en el que poder seguir fundamentando una tarea que, pese a estar sujeta a la gravedad de las rutinas, no deja de disponer de la ligereza de imprevisibles brechas hacia el infinito de lo posible. Aunque sea la batalla contra los monstruos de sus propios reflejos.
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