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Channel: El cine de Solaris
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Ritual in transfigured time

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Rituales: el hilo que trenzamos a través de las creencias y las costumbres, también las compulsiones. Formalizan nuestra relación con la realidad, el trayecto narrativo de la propia vida. Son variadas coreografías las que se establecen en las relaciones con los otros en el escenario social. Específica, y sublimada, es la que supone el cortejo amoroso, la contorsión que se intenta hacer danza, como la escultura del ideal cuerpo que se celebrará en el movimiento cuando sea conjugado. Transfiguración: Si se mira atrás se toma consciencia de que la vida es el recorrido de la luz de un proyector, la sucesión de secuencias que configura la interacción entre coreografías, instantáneas y convulsión: la idea inmóvil, la repetición, el atasco del proyector o las interrupciones de las dudas e inseguridades, los tartamudeos de la expresión y del discernimiento.
Ritual in transfigured time (1946), es el cuarto cortometraje de Maya Deren. Eleanor Derenkowsky escogió el nombre artístico de Maya porque según las religiones dharmicas significa la naturaleza ilusoria de la realidad. Si la noción de realidad se edifica sobre la constitución de una trama, nuestra compartimentada relación con el espacio y el tiempo, su cine es transfiguración, el despiece de la trama en imágenes que son versos insurgentes, deslizamiento de estados emocionales, la metamorfosis de la mirada a través del negativo del sueño. En Ritual in transfigured time hay tres pasajes, tres tiempos, la realidad se invierte y su representación se subvierte (el espacio y el tiempo son otros). A través del espejo el recorrido es el de dos ojos que alteran la mirada, como la mujer (Maya Deren) que se presenta a través de los umbrales de dos habitaciones comunicadas. Desde el exterior, parece también una retina que se desplaza de una a otra. Sus manos se enlazan con el hilo desplegado entre ambas. Otro cuerpo irrumpe en el encuadre, la bailarina Rita Christiani, que cruza el umbral de la habitación, primero su mano, como si fuera la contraseña, porque recogerá el ovillo que comenzará a devanar, como el tiempo retrocederá.
El gato de Alicia, en A través del espejo, jugaba con un ovillo, antes de que Alicia quedara dormida y penetrara en el agujero de esa otra realidad que era reflejo distorsionado de la propia. El hilo de la vida finaliza en la muerte, y la transición del primer retroceso escénico lo efectuará ataviada como una viuda: otra mujer (Anais Nin) será la cancerbera que le propiciará cruzar ese umbral a través del cual ya se percibía el movimiento de las sombras. Ese otro escenario es un amplio salón en el que las figuras se entrecruzan como bailarines, pues sus gestos, sonrisas, son pautas de una coreografía establecida, las relaciones sociales, y por tanto constituida en repetición, por lo que las mismas acciones pueden repetirse, incluso en planos que son los mismos. Los movimientos de cámara se coreografían con los de los cuerpos o con planos estáticos que interrumpen la acción. En la multiplicidad se singulariza un cuerpo, como no se deja de buscar una relación que dote de centro de gravedad y presencia en el vértigo de lo indiferenciado que es diversidad difusa.
A través del encuentro de ambos cuerpos se realiza la segunda transición que es transfiguración en el escenario del cortejo amoroso, un decorado de resonancia griega, la pantalla platónica de la idealización, la coreografía de las rivalidades, miedos, inseguridades transmutadas en fugas, la conversión de la imagen sublimada en la distancia, la estatua, en cuerpo que se anhela y que a la vez se teme, forcejeo que se convierte en persecución. El agua representa la consecución de la relación placentera con el otro singular, búsqueda de réplica de la sensación de residencia en la placenta, la inmersión en el negativo de la vida, sueño de transfiguración, acto de realización, quizá naturaleza ilusoria, proyección desde las profundidades del yo que busca hacerse conjugación con la realidad y el otro a través de rituales o los versos rotos que permiten filtrar la música de las fisuras que más plenos nos hacen sentir. Y ahí es donde el cine de Maya Deren se despliega como un enigma que es estado de embriaguez y mirada desafiante.

Maya Deren - Ritual in Transfigured Time (1946) - Music added (2015) from Nikos Kokolakis on Vimeo.


La pequeña Lisa

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Hay a quien la suerte nunca parece sonreirle, dice alguien en 'La pequeña Lise' (Le petite Lise, 1930), de Jean Gremillon. La felicidad no es más que un sueño, cantan unos presos apiñados en camastros en una amplia estancia de paredes despojadas que parecen exudar sordidez y tristeza. La misma composición de los planos parece comprimirles, parecen apretarse contra los límites del encuadre. Entre estos se encuentra Berthier (Pierre Alcover), a quien le han indultado la condena por buen comportamiento. Quien expresa la primera frase es aquella a quien más desea volver a ver cuando sea liberado en 45 días, su hija Lise (Nadia Sibirskaia). Se lo dice a su novio, André (Julien Bertheau), mientras caminan rodeados de oscuridad, seguidos por la cámara, pensando cómo pueden encontrar el suficiente dinero para asentar los cimientos de una firme vida mediante el establecimiento del negocio de un garaje. Pero su vida parece cautiva de la oscuridad, sin encontrar dirección, como si fueran de espaldas. El padre sale para intentar también cimentar una vida normal mediante la consecución de un empleo. La foto de su hija con la que soñaba en prisión encuentra su correspondencia en las fotos en el espejo que Lise tiene de ella y André. Cada uno tiene sus sueños, cada uno intentará medios distintos para conseguirlo. Quien tiene prisa, y aún la vida por delante, no puede esperar, y es fácil que se tropiece. Del mismo modo que Lise tuvo que recurrir al trabajo de prostituta para sobrevivir, hecho que ha ocultado a su padre a quien dijo que se ganaba la vida como mecanógrafa, buscarán el atajo para alcanzar la cifra de dinero que les libere de la oscuridad y tristeza, y ese atajo supondrá el robo al prestamista a quien la hija había empeñado el reloj que su padre le había regalado tras ser liberado. Trozos de un jarrón roto, una pistola sin balas que se usó de modo infructuoso como instrumento intimidante y persuasivo y un reguero de sangre son las piezas de un puzzle roto, el de unas vidas que parecen seguir el sendero de su padre. Las historias se repiten, como los errores, y el infortunio que parece perseguir a unos como una estela de oscuridad y tristeza.
La singularidad de la tercera obra sonora de Jean Gremillon, cuyo guión, de Charles Spaak (La gran ilusión), sigue los patrones del melodrama folletinesco de suma de desgracias, destaca en el tratamiento de sus recursos cinematográficos, en la dilatada duración de las secuencias, más allá de la necesidad de desarrollo de una trama (los pasajes iniciales en la prisión perfilan una atmósfera emocional), o de planos (como si los personajes quedaran atrapados en una desolación de la que fuera difícil desasirse: la presentación de Lise junto a una farola, rodeada de una espesa oscuridad, como si estuviera desgajada de la realidad, una naufraga, y las figuras que se insinúan a su alrededor, hasta que aparece André: el beso que se dan como si ya cada beso fuera un rescate de una oscuridad que amenaza con hundirles; el plano largo sobre Lise como hiato en la secuencia en que previamente su padre descubre que empeñó el reloj que le había regalado y posteriormente que se había dedicado a la prostitución para sobrevivir y que está implicada en un crimen: suma de decepciones como si los barrotes le volvieran a atrapar).
Y sobre todo, el uso del sonido y la música: la citada canción en la prisión; un música de voces guturales que acompañan como subterráneo canto de condenados a André y Lise en el citado travelling que sigue sus espaldas en la oscuridad; en cambio, el ruido estridente y amplificado del trabajo en la fábrica donde Berthier solicita trabajo, con un añadido sonido repetitivo como letanía; la voz de Lise diciéndole a su padre tras reencontrarse después de tantos años que ahora escuchará su voz durante mucho tiempo: esa frase se superpone sobre planos de diversos espacios de la ciudad: esa voz define para Berthier su entera realidad, ella es su ciudad y universo; la música jubilosa de los cantantes y bailarines negros del club en el que trabaja André, en la secuencia final, cuando el padre toma consciencia de que fue su propia hija la que mató al usurero, aunque fuera para salvar la vida de André: la música se superpone sobre el sombrío plano general de Berthier ya en la comisaria asumiendo el crimen de su hija. El contraste es demoledor. La cámara retrocede. La tristeza y la oscuridad se adueñan de su vida. Fundido en negro para una vida que se perdió años atrás porque no supo contenerse y mató a la mujer que amargaba su vida, y que ahora se sacrifica para que la vida de su hija no se pierda definitivamente en la oscuridad por otra errónea decisión, por otro torpe impulso.

Under the shadow

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La cabeza arrancada de una muñeca, en un escalón que conduce a un sótano, un libro de medicina, que antes fue guardado bajo llave en un cajón como los sueños que se encierran como reclusos indefinidos, bajo el agujero en el techo provocado por la colisión de un misil que no explotó. Son tanto objetos, espacios, físicos, desgarrones, residuos del avatar externo relatado, como piezas de un puzzle disgregado que define la circunstancia vital, el conflicto que arrasa el interior de Shideh (Narges Rashidi) en la excelente producción británica 'Under The shadow' (2016), opera prima del cineasta iraní Babak Anvari, que transita de modo muy sugerente las coordenadas del género fantástico y de terror. En los primeros pasajes se define esa circunstancia: A Shideh no se le permite la posibilidad de poder materializar sus sueños de acabar sus estudios de medicina por sus vínculos pretéritos con facciones izquierdistas. Por otro lado, es mujer, lo que implica que su aspecto debe subordinarse a las exigencias de un entorno social. En su casa puede vestir con camiseta o chandal, pero en un espacio público debe taparse con la vestimenta que implica borrado de su condición femenina, los contornos del cuerpo desaparecen bajo un túnica negra que se enrolla sobre su cuerpo como símbolo de anulación. Imagen de que debe presentar si un extraño, por ejemplo un cristalero, viniera a su domicilio. En su hogar tampoco encuentra el necesario apoyo en su marido, Iraj, quien sí es ya médico. No sólo no cuestiona que hayan impedido materializar su ilusión, sino que incluso le reprocha su labor como madre de Dorsa. Querer realizar su ilusión no deja de ser una manifestación insurgente de querer salirse de la posición anulada a la que un entorno social de rígida tradición pretende abocar.
Hay un guerra fuera, la que enfrentó a Iran con Irak entre 1980 y 1988, cuya virulencia se incrementa por la amenaza de lanzamiento de misiles sobre Teherán, pero también una en el hogar de Shideh, en el que las diferencias de pareceres entre marido y mujer amenazan con tambalear el mismo matrimonio. La llamada a filas de Iraj no deja de ser el oportuno sonido de la campana que aplace un enfrentamiento que se estaba convirtiendo en un callejón sin salida. Las llamadas desde la distancia reflejan la escisión entre la nostalgia y la herida abierta en la relación. La caída de un misil que no explota, y que traspasa el techo del último piso, es la espoleta que coincide con el incremento de tenebrosos sucesos fantásticos relacionados con unas criaturas, los Djins, que trae el viento. Su asentamiento, la posesión de un entorno: precisamente, la perdida de la muñeca de su hija Dorsa. Una desaparición que se corresponde con la amenaza de desaparición de sus propios sueños. La muñeca no deja de representar su condición anulada de mujer en esa sociedad. Su hija, campo de batalla de reproches de su marido sobre su labor materna y lastre pasado que impidió poder dedicarse a los estudios, es también el campo de batalla con unos inquietantes seres que primero se insinúan con pasos en la distancia. Un fuera de campo primero, como una infección larvada que se propaga de modo solapado. Un misil no acaba de explotar en la cabeza de Shideh.
Las apariciones parecen relacionarse con la perdida. carencia o no visibilidad de rostro, de identidad, como la que cree que es su marido en la cama, figuras entrevistas en el umbral o que desaparecen en una fisura en el techo, o esa figura femenina cubierta enteramente, incluidos los ojos, por la túnica. El edificio se irá desalojando de inquilinos hasta que ya sólo queden madre e hija, como si ya se confundieran el espacio externo y el interior de la mente de Shedah. Sótanos en los que se dirime la confrontación con el fantasma de la anulación, boquetes de explosiones aplazadas, como amenaza que se cierne sobre la realización de los sueños, representado en ese libro de medicina cuyas páginas se desbocan porque fue truncado su provecho. Cabezas desgajadas que permanecen en el campo de batalla como recordatorio de un espacio íntimo irresuelto. Anvari modula una impecable atmósfera que parte de la lacerante cotidianeidad de las negaciones y anulaciones, de los conflictos que han devenido en infecciones, reflejadas en la deriva fantástica posterior en la que los siniestros espectros reflejan las turbulencias de un viento que no amaina sino que quiebra los cristales, muerde como un rostro extirpado y arrasa como la amenaza de una bomba que no se sabe cuándo explotará.

Sully

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En la elección de un título, 'Sully' (2016), de Clint Eastwood, se adivina la resonancia de una serie de preguntas. ¿Quién es Sully? ¿Qué representa? ¿Qué hizo o dejó de hacer? ¿Su logro fue consecuencia de la pericia o un golpe de suerte? ¿Es un héroe o un incompetente al que le sonrió la fortuna? 'Sully' se inicia con los miedos, con los dilemas, con las turbulencias del yo que se cuestiona a sí mismo. Comienza con la conmoción y el temblor, con el pánico posterior que piensa en la catástrofe que pudiera haber sido. Comienza con la onda expansiva emocional que sacude a Sully (Tom Hanks), como el vapor que emana en el cuerpo que amenaza con derrumbarse tras la tensión vivida. Comienza con las interrogantes sobre lo que hizo o dejó de hacer porque sus decisiones son puestas en cuestión por el Comité que investiga el accidente. El mismo se pregunta si reaccionó como debiera. Salvó las vidas de 155 pasajeros y la de los tripulantes del avión que pilotaba realizando un amerizaje de emergencia sobre las aguas del río Hudson. En los más de cuatro minutos que duró el trance entre que una bandada de aves colisionó con el avión, averiando los dos motores y ese amerizaje no consideró que fuera posible realizar un aterrizaje en dos aeropuertos cercanos, porque hubiera supuesto un desastre.
'Sully' comienza con las interrogantes, prosigue con las versiones ajenas, con las perspectivas de otros durante el vuelo y amerizaje (los pasajeros) y la puesta en duda de su decisión basadas en simulaciones, y concluye con el contraste cuando la simulación aplica las variables de las turbulencias y convulsiones de lo real (el factor humano, la tensión del momento, la conmoción ante lo imprevisto, el tiempo de reacción: en las simulaciones hay previsión de lo que va acontecer). ¿Cómo se interpreta la realidad si no se vive, cómo se interpreta desde la distancia que sólo ve un cuadro de factores, un entramado de ingeniería? ¿Qué apariencia tiene la realidad si no se es el otro? Sully en principio es calificado como héroe, pero la matemática de los factores que no considera la variable humana (la capacidad de reacción y las decisiones por reflejo y conocimiento intuitivo) de Sully, pone en cuestión la lucidez y pertinencia de sus reacciones (en cierta medida, por la ofuscación de los intereses: el error humano favorecería los intereses de las aseguradoras como eximiría de responsabilidad a la empresa).
En el cine de Eastwood se ha explorado y analizado tanto las figuras individuales que son consideradas como héroes. Ha explorado sus sombras, sus contradicciones, miedos y heridas. Sully es alguien que simplemente sabe realizar su trabajo, alguien con cuarenta y dos años de experiencia como piloto que, en una circunstancia excepcional de peligro, sabe reaccionar con los suficientes reflejos que provienen del conocimiento de su tarea. Pero no deja de preguntarse si hizo lo correcto. En el cine de Eastwood también se ha explorado cómo las instancias del poder manipulan y distorsionan la representación de los hechos, o cómo la sordidez de sus intereses intentan superponerse, como es este caso. No basta con que haya 155 vidas salvadas, hay intereses que deben protegerse. Su turbiedad pone en entredicho la capacidad de entrega de quien supo, sin pensárselo, salvar la vida de otros realizando su tarea. Por eso, lo que representa Sully es una integridad que destaca en un paisaje de turbios intereses mercantiles y financieros.
Su figura se convierte en un emblema de cohesión, que sutura las heridas de un conflicto que se arrastra desde el 2001 cuando dos aviones se estrellaron contras las Torres gemelas. En la pesadilla inicial de Sully, en la que imagina en la primera noche, tras el amerizaje, que el avión se estrella contra un edificio de New York, resuena las huellas de un temblor pero también los fantasmas de corresponsabilidad de los intereses turbios del propio país en aquellos hechos. ¿Se hizo todo lo que podía hacerse o se dejó hacer? Y también ¿Por qué pensar lo peor? ¿Por qué dejarse dominar por el miedo o por el recelo ante otra posible catástrofe? En 'Francotirador' se ponía el dedo en la llega con respecto al necesario olvido de ese ansía de vengar la afrenta. Ya desde el 2003, desde 'Mystic river' no ha dejado de poner el dedo en esa llega, cuando indicó los cadáveres enterrados que la ciega ansia de venganza oculta tras los desfiles celebrativos. Desde el dueto 'Banderas de nuestros padres/Cartas de Iwo Jima' a 'Gran Torino' ha planteado cómo la amenaza no proviene del exterior, de otras razas u otras nacionalidades, que quizá la corrupción está en el interior, como evidenciaba 'El intercambio'. El modelo que representaba el político sudafricano, en 'Mandela' se contrastaba con su opuesto, el político estadounidense Hoover en, 'J Edgar', otro implacable análisis de los abusos de poder, como en 'Ruta suicida', 'Sin perdón' o 'Poder absoluto'. En 'Sully' apuntala que es necesario mirar en la dirección que señala hacia el rescate de la unión. Y la figura aglutinadora es una mirada que no deja de interrogarse sobre lo que realiza, que tiembla con expresión de liberación cuando le notifican que todas las vidas que dependían de él están a salvo. La mirada que hizo firmeza de su temblor para convertir el agua en cimiento, en suma, lo que no parecía concebible. Quizá haya que reconstituir con otros parámetros la mirada sobre la realidad. La excelente banda sonora está compuesta por Christian Jacob y The Tierney Sutton Band, y el tema principal por Clint Eastwood.

Comanchería

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Los comanches fueron los reyes de la llanura, pero ya no lo son. Dominaron la árida región de West Texas, que se extiende entre los estados de Texas y Nuevo Méjico. Luego los blancos se apropiaron del territorio. Les sustrajeron hasta el aliento de una cultura, los diseminaron, como esquirlas de una explosión. Ahora, quienes lo dominan, a unos y otros, son los bancos. Comanche significa 'enemigo de alguien'. En 'Comanchería' (Hell or high water, 2016), la mejor obra de David MacKenzie, con guión de Taylor Sheridan ('Sicario'), los hermanos Howard, Toby (Chris Pine) y Tanner (Ben Foster), saben quiénes son sus enemigos: los bancos que quieren expropiar su hogar por no poder pagar la hipoteca. Hay quien apunta que es ridículo que ya sean lejanos tiempos en los que podías realizar robos y poder vivir bien. Ahora cualquier ciudadano se siente desamparado ante los legalizados robos que realizan los bancos. Permiten que les sustraigan la vida mientras no dejan de pagar intereses. Tanner apunta que resulta complicado conseguir lo que se quiere, como quien sabe qué sombra le persigue. Pero Toby ha decidido enfrentarse con esa sombra, quizá porque sabe que le queda poco para convertirse en una. 'Comanchería' fue el primer título original, que fue sustituido por 'Hell or high water', una expresión que, por un lado, implica que 'Haz lo que tengas que hacer, no importa las circunstancias', y por otro, es una clausula en los contratos que indica que los pagos se realizarán religiosamente, no importa las dificultades que sufra la parte que paga. Toby no acepta que el banco se quede con sus tierras, no acepta esa implacable clausula (que define nuestro mísero tiempo expropiaciones y desahucios), está acostumbrado a padecer la pobreza desde siempre, pero quiere que sus hijos puedan disfrutar de unas estabilidad económica, de una falta de preocupación por su futuro debido a un precario presente, gracias a los pozos de petroleo que se han encontrado en sus tierras. Por eso, decide tomar lo que le han robado legalmente. Decide realizar varios robos hasta conseguir la cifra correspondiente al pago de hipoteca.
Para ello involucra a su hermano, Tanner, quien ha permanecido una decena de años en prisión. Sabe desenvolverse en esas circunstancias. Es puro nervio y resolución. A veces se puede exceder, sobrepasar el umbral de lo expeditivo, pero sabe cómo solventar una situación de peligro cuando se hace necesario hacer uso de las armas con presteza, sin pestañear. Toby en cambio se define por el gesto grave, como si acarreara un pesar de que debe desprenderse, el que ha acumulado por la ruptura de su matrimonio, la precariedad económica y el cuidado, durante sus tres últimos meses de convalecencia, de su madre recientemente fallecida. Cuando una camarera le da conversación en un bar, porque es manifiesto que le gusta, él responde con la mirada baja pero con amabilidad. No busca, pero es atento y considerado. Su mirada está enfocada hacia otra dirección, la vida a la que se plegó y subordinó y que pretenden sustraerle del todo, esa mirada que se dibuja en su rostro como una huella de dolor mientras escucha a su espalda como su hermano hace el amor con la recepcionista de un hotel. Tanner, en cambio, se reveló, incluso disparó a su padre, quien golpeaba con más fuerza e insistencia si se resistían a él, como hacía Tanner. Toby encajó los golpes de la vida sin casi cambiar el gesto, pero hay un extremo que no está dispuesto a sobrepasar. No acepta que los bancos arranquen el último resquicio que le queda de vida, o al menos a sus hijos, con los que no ha sabido ser ese padre que les dote de los necesarios cimientos firmes de vida. Decide dar un radical giro a su vida.
En la extraordinaria primera secuencia, la cámara realiza en un largo plano secuencia un giro de eje: es el primer atraco que realizan. El apagado ritmo ordinario de la desértica vida en esos poblados de New Texas, que adquieren el rango de vida de personaje, se ve sacudida, casi se podría decir que dotada de vida, por unos ladrones poco convencionales que no actúan como el resto, y que parecen más bien surgidos de otra época. Eso lo advierte pronto el ranger Hamilton (Jeff Bridges). También se encuentra en ciernes de un giro radical en su vida, la próxima jubilación ya en tres semanas. En su proceso de investigación forma otro dueto singular de contraste con el mestizo Alberto Parker (Gil Birmingham). Como un fantasma solitario permanece despierto toda una noche, cubierto por una manta, con la expresión de quien sabe que ya no tendrá más misiones que dotarán de propósito al paso de los días, y ocultarán la consciencia del desgarro de implacable discurrir de las manecillas del reloj, cuya soledad sabe que sentirá resonar en unas pocas semanas cuando se pregunta cómo rellenará sus días, un temor que oculta con sus chanzas que traspasan los márgenes de lo políticamente correcto y sus mordaces ironías, porque sabe su fin inminente como el modo de vida de los cowboys que se lamentan de la vida que llevan mientras alejan ganado de un fuego que se extiende por la llanura. Se verá despojado de la tarea que ha colmado su vida, la tarea que representaba su vida, esa tarea que realizaba con certero ojo. Ese ojo que sabrá eliminar e identificar con determinación y convicción. Un hombre que se retira en los márgenes se mirará con el hombre que se negó a que le despojaran de todo para no verse abocado más allá de los márgenes donde yacen todos aquellos a los que han sustraído hasta el aliento de vida. El resto es silencio. Nick Cave & Warren Ellis componen otra excelente banda sonora.

La llegada

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En la alquimia, el símbolo del uróboros, un símbolo que muestra a un dragón o serpiente que engulle su cola, expresa la unidad de todas las cosas, conjuga lo consciente y lo inconsciente, lo material y lo espiritual. Su cualidad circular representa la naturaleza cíclica, la purificación de los ciclos de la vida y la muerte, nada desaparece sino que cambia de forma en un ciclo eterno de destrucción y creación, por eso representa la infinitud. Es un símbolo que se puede apreciar en la portada de su genuina representación musical, el admirable album 'Sines' (2014) del gran grupo neozelandés Jakob. O en la poesía de los Cuatro cuartetos de TS Eliot. 'La llegada' (Arrival, 2016), de Denis Villeneuve es la genuina y hermosa traslación fílmica de ese talante alquímico. En la secuencia introductoria la voz de la lingüista Louise Banks (Amy Adams) señala que uno de nuestros límites es cómo vivimos el tiempo, su orden. En la narración, la alternancia de tiempos parecerá la que no es. Lo que creemos pasado puede que sea futuro. Como la forma de representar y vivir el espacio puede ser otra diferente a la geometría euclidiana. La incógnita que transfigura y transforma la concepción espacio temporal en la que vivimos enclaustrados es la llegada de una nave espacial alienígena, una hendidura o fisura, una interrogante en forma de nave que se presenta tanto de forma vertical como horizontal, y cuyo desplazamiento en su interior trastorna toda concepción de percepción y desplazamiento, lo que parece altura resulta ser horizonte. Lo que es llegada es umbral. La llegada, por supuesto, suscita recelo. Lo que proviene de otro ámbito, y es desconocido, y con lo que resulta difícil y arduo entenderse,porque se ignora su lenguaje, se recibe con cierta desconfianza, dada la recurrente tónica humana de definir las relaciones colectivas e individualidades en rivalidad y hostilidad. Convivir con la diferencia ha reflejado que no resulta complicada que devenga en conflicto: No soy el otro sino uno mismo, y en la diferencia me afirmo.
Louise es requerida para intentar descifrar cuáles son las pautas del lenguaje de esos alienígenas. Quiénes son, de dónde provienen, y sobre todo, cuál es su propósito. La sempiterna pregunta de quien es el otro y qué pretende, si es una amenaza o no. La comunicación es un proceso esforzado aunque se comparta lengua y patrones culturales. Los equívocos son factibles, lo que piensas que es el nombre del animal que nunca has visto sobre el que preguntas cuando llegas a una tierra no explorada hasta entonces puede significar 'no entiendo'; un arma puede ser un instrumento o herramienta, no necesariamente un objeto de amenaza violenta. La forma de comunicarse de los alienígenas es a través de unas emanaciones que adquieren una forma semicircular semejante al uróboros. La actitud de Louise, como la del astrofísico Donnelly (Jeremy Renner) ejemplifica el talante que ante todo prioriza la comprensión, que anhela la conexión, que busca los nexos. La realidad y la misma comunicación es una línea de puntos de incógnitas que hay que intentan completar con paciencia y esfuerzo. Aprender, conocer, amar, implica esfuerzo, como bien señalaba Maugham (Morgan Freeman), en 'Seven' (1995), de David Fincher, en la que el siniestro John Doe (Kevin Spacey) no dejaba de ser, como aquí los alienígenas, el contrapunto, aunque en su caso siniestro, de nuestra inconsistencia, de nuestra tendencia a la destrucción y la apatía, el ensimismamiento y el recelo.
Doce naves han aterrizado en distintos puntos del planeta, y las distintas potencias intentan lidiar con esa incógnita. Buscan, en primera instancia, la conjugación entre unas y otras, pero la desconexión es inevitable, porque la desconfianza, y por tanto el ánimo beligerante (aunque justificada en la razón defensiva pese a que los alienígenas no hayan realizado manifestación alguna agresiva) supera el paciente esfuerzo de intentar comprender qué quiere y quién es el otro. Aquella hendidura que es incógnita suspendida cual interrogante sobre sus cielos se convierte en una intrusión molesta, ya sólo porque se ignora cuáles su sentido y propósito; el por qué está ahí propicia una incertidumbre perturbadora como una espada de Damocles permanente. La mano que tiembla, la que sabe de qué están hechos los temblores, es la que busca en el reflejo a través del cristal de separación, es la mano que busca a la otra sea como esta sea.
En la alternancia de tiempos se refleja la amenaza de vida y la ineluctabilidad de la muerte. Lo que parece el final quizá sea el principio. El contrapunto narrativo, como los son los alienígenas para los humanos, es la enfermedad y muerte de una niña, la hija de Louise. La muerte siempre nos espera. La muerte fue y será. Es pasado y futuro, y el presente brega con esa consciencia. Nuestros límites quedan cercados en la incógnita, aunque la consciencia no anula la vivencia del presente, pese a que cierta tendencia humana prefiera vivir con la convicción de la invulnerabilidad, de que no hay un termino, de que no hay pérdida y desaparición, de que todo prosigue incluso cuando se supera el umbral de la muerte. 'La llegada' es una bellísima obra que alienta la conjugación y la unión, que interroga sobre la sumisión a unos restringidos límites de relación con los otros y con las mismas coordenadas de la realidad. Es un cautivador canto poético, pura fluencia y armonía musical, sobre lo posible. Johan Johansson ha compuesto otra extraordinaria banda sonora para un cineasta cuyas narraciones son fluencia líquida musical, inmersión emocional. Dices que repito algo que ya he dicho. Lo diré otra vez. ¿Volveré a decirlo? Hay, nos parece, a lo sumo un valor limitado En el conocimiento que se deriva de la experiencia. El conocimiento impone un diseño y falsifica, Porque el diseño es nuevo a cada instante Y cada instante, una nueva y estremecedora Valoración de cuanto hemos sido. Solo nos desengañamos De aquello que engañándonos ya no podía dañarnos. En medio, no solo en medio del camino,12 Sino en todo el camino, En un zarzal, en una selva oscura O al borde de una ciénaga13 En donde cada paso es peligroso, Monstruos y fuegos fatuos nos acechan Y estamos bajo riesgo de algún hechizo. Para llegar adonde estás desde el lugar en el que no te encuentras, deberás seguir un camino en el que el éxtasis no existe. Para acceder a lo que no conoces debes seguir una senda de ignorancia. Para poseer lo que no posees debes recorrer el camino de la desposesión. Para poder ser quien aún no eres debes seguir el sendero en que no estás. Y sólo sabes lo que ignoras y lo que no tienes es lo que tienes y estás donde no estás. (...) Hogar es el lugar del que partimos. A medida que envejecemos El mundo se nos vuelve más extraño, más compleja La ordenación de muertos y vivos. No el intenso momento Aislado, sin un antes ni un después, Sino la vida entera que arde en cada momento. Y no la vida entera de un solo hombre Sino de viejas piedras indescifrables.27 Hay un tiempo para el anochecer bajo la luz de las estrellas Y un tiempo para el anochecer a la luz de la lámpara (El anochecer con el álbum de fotos). El amor se acerca más a sí mismo Cuando dejan de importar el aquí y el ahora. Los viejos deberían ser exploradores, Aquí o allá, no importa dónde. Debemos estar inmóviles y sin embargo movernos Hacia otra intensidad, En busca de una mayor unión, una comunión más profunda, A través del frío oscuro y la vacía desolación, El grito de la ola, el grito del viento, las grandes aguas28 Del petrel y de la marsopa.29 En mi fin está mi principio.30 ~ (T.S. Eliot, Four Quartet, East Coker (133-146)

Los exámenes

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En las fotografías de acontecimientos especiales se requiere una sonrisa, un gesto que indica celebración. Claro que cada sonrisa contiene su historia. Quizá no se corresponda con lo que se siente, quizá el recorrido hasta ese acontecimiento ha estado veteado con circunstancias no precisamente armoniosas. Pero es importante la imagen que se proyecta, por encima de todo. Hace sentir que no se está en unos márgenes de carencias y frustraciones. Cada sociedad está compuesta de pequeñas corrupciones, esas que se consideran necesarias para permanecer con una sonrisa en la fotografía del acontecimiento. Se asume que no se corresponde con el ideario ético que se ha proclamado y que se ha intentado instruir a los hijos. Pero el umbral de permisividad se amplía con respecto a esas corrupciones cotidianas que se aceptan como inevitables, por lo que ya se califican de intrascendentes, como si fueran mentiras piadosas. Sino piensas que no pasas y apruebas los exámenes finales, sean cuales sean, los simbólicos o los literales. Hay que lograr estar en la fotografía, no fuera de ella como tantos otros. Es la asumida ley de la selva por aquellos que en algún momento de la vida lucharon por transformar el estado de cosas de la sociedad. No lo consiguieron, hincaron la rodilla, y decidieron unirse al enemigo porque no sólo hay que sobrevivir sino que hay que posibilitar que los hijos puedan disfrutar de las mejores condiciones posibles en vez de tener que resignarse como ellos a una vida de bajo rango, en sordina, una vida que no fue lo que se desearía, una vida de decepciones, concesiones y resignaciones.
El padre en 'Comanchería' (2016), de David Mackenzie, en vez de bajar la cabeza y resignarse, decide robar al banco que quiere sustraerle legalmente la propiedad familiar por no poder pagar la hipoteca para así poder abonar la cantidad requerida: es el reflejo de unos tiempos de embudo estrecho; es el gesto de una disidencia. Romeo (Adrian Titieni), el padre en 'Los exámenes' (Bacalaureat, 2016), de Cristian Mungiu, se acopla y adapta al entorno: decide optar por los atajos, busca las trampas, los tratos bajo mesa, los intercambios de favores, para asegurar que su hija, Eliza (Maria Victoria Dragus), logre aprobar los exámenes finales con la nota necesaria que asegure la concesión de la beca con la que podrá estudiar en Gran Bretaña. Romeo desea ante todo que su hija viva la vida que él no ha vivido. No quiere que se queda atrapada en un país, Rumania, que considera tanto un cautiverio como un sumidero. Un vacío sobre el que teme precipitarse definitivamente en cualquier momento. Quiere que logre fugarse, como es su secreto y truncado deseo. Reconoce que fue uno de tantos que quiso mejorar la sociedad, pero asume su fracaso. Pero a diferencia de su esposa, Magda (Lia Bugnar), que se mantiene a su ideario de integridad, aunque se haya resignado a su labor de biblioteca, vida reducida y triste en una casilla anónima como tantas otras cuya voz permanece inadvertida, Romeo parcheó su vida, por ejemplo con una relación paralela con una mujer mucho más joven, Sandra (Malina Manovici), sin que acabe de definirse, como quien se apoltrona en una situación cómoda, sin preocuparse de lo que una y otra realmente quieran y necesitan.
Se resiste, se revuelve, no por mejorar su circunstancia, sino porque quiere que su hija viva la vida que él desearía haber vivido. Por eso, acepta contradecir su ideario ético porque no quiere que la mala suerte trunque las posibilidades de su hija. No quiere que impida su realización que haya tenido que enyesar su muñeca porque ha sido asaltada por un hombre que intentó, infructuosamente, violarla,. No puede escribir como el resto, y no puede responder a todas las preguntas, y eso afecta su nota. El padre quiere que saque la nota que sabe que puede sacar por sus resultados durante el curso, quiere que saque la nota que se merece, y si el sistema no le da la posibilidad de contrarrestar ese handicap con unas condiciones favorables, decide utilizar el recorrido subterráneo de los intercambios de favores que propicien una ayuda externa a su hija. Aún más, en su obcecamiento de que su hija disponga del escenario ideal, o del ideal para él, sin considerar lo que su hija realmente desea, se empecina con la idea que quizá quien intentó violar a su hija fue el novio, como si de ese modo se quitara otro obstáculo para que su hija logre liberarse de esa realidad que le ha superado y asfixiado, incluso a su misma integridad.
Hay piedras que se lanzan a su ventana, o a su coche. Es una realidad hostil, tensa, cargada de una violencia que cuesta dotar de rostro, que quizá nunca lo tenga, como quizá no se sepa quién fue el que asaltó a su hija o quién lanzaba esas piedras. Es una realidad que aboca a la indefensión, a sentirse un perro callejero que quizá sea atropellado en cualquier momento por un coche, como aquel que golpea con el suyo Romeo, como aquel sobre cuyo cadáver llora en la noche mientras la luz de su linterna tiembla como sus sollozos. Se siente como ese perro. Pero Romeo no quiere que su hija sea atropellada por la realidad, no quiere que se convierta en una mujer de gesto triste, apagado, como su esposa. No quiere que su luz sólo sean lágrimas que tiemblan por los sueños que no hizo realidad. No quiere que sea él. Quiere que sonría en la fotografía. Claro que no imagina que, a veces, unas lágrimas son suficientemente persuasivas para conseguir el deseado favor sin necesidad de extraviarse en lodazales donde traicione a aquel que tiempo atrás soñó con mejorar una realidad que él ahora ayuda a seguir degradándose con una palada más de las pequeñas corrupciones que no dejan de enterrarla con la apatía, la resignación, la conveniencia, el cinismo y las múltiples justificaciones.

Almas desnudas

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En 'Atrapados' (1949), de Max Ophuls, una chica joven, encarnada por Barbara Bel Gedes, vivía el siniestro reverso del cuento de hadas de Cenicienta. El príncipe deseado, un millonario, encarnado por Robert Ryan, se revelaba un desquiciado hombre que padece el trastorno de necesitar que todas las voluntades se plieguen a la suya. Su enajenamiento no dejaba de ser el distorsionado reflejo del enajenamiento de la joven que superponía el modelo sobre lo real. El contraste, el ras de suelo frente a la obnubilada fantasía, lo representaba un médico, encarnado por James Mason, entregado a la atención de la gente que (mal)vive en el otro extremo de los pudientes. En la siguiente película de Ophuls, ese mismo año, 'Almas desnudas' (The reckless moment, 1949), la cuarta y última producción que dirigió en Estados Unidos (ninguna de las cuales funcionó en taquilla), una mujer de vida acomodada, Lucia (Joan Bennett), no deja de cometer imprudencias cuando se empecina en evitar que la imprudencia de su hija, de 17 años, su capricho por un hombre bastante mayor de ella, Darby (Shepperd Stradwik), de dedicaciones un tanto turbias, tenga funestas consecuencias. Su afán de control se desquicia, y su realidad comienza a hacer aguas. Quien parece representar la imagen siniestra, Donelly (de nuevo, un extraordinario James Mason como contrapunto), en principio chantajista, se revelará, sorprendentemente, como la figura protectora y salvadora.
El contraste entre dos movimientos de cámara, en las primeras secuencias y en la secuencia de clausura, condensa el trayecto de una narración que deriva hacia un derrumbe no imaginado aunque se logren solventar las vías de agua de las imprudencias de hija y madre. Aparentemente, todo parecerá de nuevo en su sitio, como si nada hubiera alterado ni dañado la vida de esa familia, pero en cambio sí se habrá visto conmocionada la vida de la propia Lucia, de lo que probablemente nadie alrededor se percatará. En las primeras secuencias, Lucia baja las escaleras y habla por teléfono con su marido. rodeada, e interrumpida, por el 'equipo' (como así los llama en la carta que escribe a su marido ausente por cuestiones de trabajo en Europa), su padre, su hija, la cocinera y su hijo pequeño. En la última, también baja la escalera para de nuevo hablar con su esposo, pero en esta ocasión el encuadre se centrará en ella, aunque esté rodeada de otros componentes de su familia. Nadie sabe lo que padece, ya aislada en una aflicción que con nadie podrá compartir, una vivencia que supondrá un demolición invisible pese a que su familia permanezca indemne.
En la segunda secuencia, Lucia visita al hombre que teme sea el amante de su hija, Darby, para exigirle que deje de verla. La realidad no responde: ni su hija quiere dejar de verle, y él sólo lo hará a cambio de dinero. Cuando, previamente, entra en el local, seguida por la cámara, en primer término del encuadre se escuchan breves fragmentos de dos conversaciones. Lo que para ella es crucial, para otros es nada, es otra de tantas tramas que se cruzan en la vida. Durante el relato, sea el padre o sea el hijo, interrumpen momentos que para ella son dramáticos, tensos, ignorantes de lo que ella sufre. No saben que al descubrir el cadáver de Darby en la playa, ignorante de que ha caído accidentalmente sobre un ancla, ha pensado que la autora es su hija, y ha trasladado el cadáver, en su bote, a una playa a kilómetros de distancia. No saben que aquel hombre que la visita, Donelly, le chantajea con entregar las cartas que su hija escribió a Darby tras descubrirse el cadáver de este. Sólo en cierto momento el padre llegará a entrever que algo en la superficie de su hija no es la misma, y ofrece su apoyo si ella lo considera necesario, pero se da por satisfecho con la justificación de que se debe a la nostalgia de su marido. Lucia se enfrenta a unas mareas que amenazan con derrumbar su vida, con los 5000 dolares que piden, con la investigación policial en los alrededores. Su hija se convierte en un peso muerto que solloza su decepción, y su hijo y padre siguen su vida ignorantes de lo que puede tambalear su existencia. Lucia quiere parchear y sólo lo complica más. Teme que sea su hija la asesina, por lo que no avisa a la policía, lo que propicia que tema el chantaje con el que la amenazan. Pide prestamos, empeña joyas, busca de modo desesperado cómo contener a unas turbulencias que parecen desbordar cualquier dique que intenta erigir inútilmente.
Cuando parece que su vida se hundirá irremisiblemente, surge el rescate de donde menos lo espera. En las sombras pueden surgir luces inadvertidas, inclusive para las propias sombras. Eso era en lo que se había convertido Donelly, que se revela como un personaje desconcertante, que supera cualquier presunción sobre su forma de ser o de actuar. Habla con el padre como si pareciera de verdad un compañero del marido ausente, soluciona un problema del coche del hijo, es apreciado por la cocinera, se preocupa por el hecho de que Lucia fume tanto, y le compra unos filtros, que paga él mismo, para que no le afecte tanto el tabaco. A nadie parece un personaje turbio ni siniestro. Donelly parece haberse encontrado con lo que pudiera haber sido si su vida hubiera tomado otra dirección. Mientras ella se desvía, él reencuentra su sendero, que implica cambiar de sentido. Ha encontrado en Lucia alguien que ha modificado su forma de sentir y actuar. O que le ha recobrado de las sombras en las que se había sumido. En un intenso primer plano, en la distancia de una conversación telefónica, insinúa su enamoramiento cuando incluso le confiesa con vehemencia que no quiere la mitad del dinero que le corresponde del chantaje solicitado. Es un primer plano que convulsiona toda la narración, como si quebrara todas las turbias sombras o falsas luminosidades de las vidas alrededor. Parece la contraposición a las conversaciones telefónicas de Lucia con su marido, aunque coinciden en que una y otra no hay contraplano. Pero ese primer plano encontrará su contraplano en el final de Lucia, encuadrada a través de los barrotes de la balaustrada de la escalera. Donelly se convertirá en el protector de Lucia frente a su implacable socio, Nagel (Roy Roberts), quien no reconoce al Donelly que él creía conocer. Donelly se transforma, y se sacrifica incluso por Lucia. La vida de Lucia también se transforma, pero nadie a su alrededor se percatará de que ya nada será lo mismo para ella, de que incluso ella ya no será la misma. Era hasta ahora una prisionera de su vida familiar, como le había señalado Donelly, y permanecerá prisionera pero ya consciente de que lo es, porque nadie sabrá de la huella de un dolor que nació en el estertor del gesto generoso que salvó la seguridad de las apariencias de su vida.

Aliados

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Dos personas se atraen. En su tanteo, actúan, simulan, urden estrategias, promocionan una versión mejorada de sí mismos, o la que creen que el otro puede valorar más. Quizás disimulen lo que sienten, mientras intentan discernir qué siente el otro. En ciertos tiempos, o en ciertas sociedades, se formalizaba el proceso de cortejo. Uno y otro conocían los pasos que el procedimiento requería para conseguir el fin establecido o deseado. Los roles estaban bien perfilados. Se seguía la línea de puntos y se alcanzaba la meta, o se era rechazado como pretendiente, pero entre medias al menos no se extraviaban en difusos procesos. Si no hay formalizaciones, la incógnita o incertidumbre entra en juego como las variaciones de una meteorología que alterna borrascas con anticiclones del modo más imprevisto. Más que un pretendiente, lo que hay son contendientes. Y la finalidad es conseguir convertirse en aliados. Hasta que se consolida ese estado, la disputa es un juego de representación, una partida de ajedrez, un intento de definir una coreografía conjunta sin conocer un previos pasos de baile establecidos por pautas instituidas de cortejo. En ese proceso se es otro, se actúa, para lograr discernir cómo es el otro. Claro que toda consecución establecida sobre unos modos de actuación, más que exposición, puede generar dudas sobre quién es el otro, quizás la consolidación de esa alianza se sustenta sobre superficies, y la duda o la vacilación no dejen de aparecer con el paso del tiempo, como grietas que comienzan a resquebrajar una máscara, o una capa de pintura. Al fin y al cabo, de quién te enamoraste, quizá de un actor o de una actriz, de un personaje que buscaba priorizar las facetas más seductoras. Es un escenario, y lo real es un desierto. De repente, irrumpe una figura, y hay que encajarla en el contexto. Llega del cielo lo inesperado, y su rostro no es visible. Hay que intentar averiguar cómo es. Y no sabes cuánto pueden durar los procesos. Puedes dudar que tras una máscara haya otra, y al final sólo el vacío. La magnífica 'Aliados' (Allied, 2016), de Robert Zemeckis, con guión de Steven Knight, se inicia con una imagen del desierto. Irrumpen las piernas de un paracaidista, Vartan (Brad Pitt), un militar canadiense del ejército británico.
Vartan y Marianne (Marion Cotillard) se conocen en medio de una representación. Actúan con identidades que no tienen que ver con ellos. Simulan que son un matrimonio, aunque no se conocieran de antes. Pero la simulación tiene un propósito. Tienen que realizar una misión, asesinar al embajador alemán en Marruecos. Se ajustan a unos papeles, y la emoción brota entre la mascarada. Otro juego escénico delata lo que se gesta entre ambos. Cuando él le reprende por no percatarse de quitar el seguro al arma en las prácticas de tiro, poco después ella se desabrocha la camisa para probar si él tiene 'otro' seguro puesto. La devolución escénica indica la latencia de unos sentimientos en gestación, que se visibilizan en términos de contienda. La atracción va abriendo brecha en la simulación, y los sentimientos se desabrochan definitivamente mientras una tormenta de arena les rodea en el coche. La cámara gira alrededor de ambos como un torbellino, y ya anuncia el que sacudirá sus vidas un año después, ya en Londres. Ya consolidada la relación, ya establecido un escenario que se supone manifiesto, sin pliegues ni dobleces, surge la duda que interrogará si lo que es visible no será una representación. Cuando a Vartan le comunican que sospechan que Marjorie sea una espía alemana, él recordará las palabras de ella cuando aseveró que para fingir adecuadamente había que sentir lo que se suponía sentir. Los límites entre ser y representación por lo tanto son difusos. Aunque duda de que la mujer que ama no se corresponda con quien aparenta ser, al mismo tiempo la duda contraria establece su semilla, aunque otra interrogante más se sume posteriormente, cuando se plantea otro quizá: quizá le estén probando antes de ofrecerle un cargo superior. Sea la razón que sea, la tormenta de arena ofusca la percepción de Vartan. En la fiesta en la que le plantean esa segunda posibilidad, un avión alemán está a punto de estrellarse sobre su hogar. Cae en las cercanías. Pero Vartan no sabe si son sus dudas las que están haciendo tambalear su hogar o si la mujer que ama es quien dice ser. Se cuestiona al mismo yo, como a la propia realidad, la condición de los otros. Quién es ella, qué percibo yo.
En ese trayecto de esclarecimiento se estira la cuerda de la tortura de la expectativa, como modélica aplicación de un genuino tropo del melodrama: Vartan necesita la corroboración de aquellos que la conocieron antes que él. El primero ya no ve, el segundo está al otro lado del canal, envía la foto con un aviador, pero este es derribado, debe él mismo realizar un vuelo hasta Francia, pero cuando llega se entera de que está detenido por la policía, debe asaltar la comisaría, y para remate deberá enfrentarse con unos soldados alemanes. Una imagen es la enseña de su duda: una imagen rota: es la imagen de su boda, de la que ha cortado su propia figura. Ha perdido la visión como ese primer testigo, que ahora le reprocha que por una orden suya perdiera un ojo, y casi la vista del otro. Vuela, pero las hélices de su discernimiento están atascadas, como si hubiera perdido altura, abatido como ese avión que a punto está de estrellarse sobre su hogar. Lo que parecía ser quizá sea una apariencia movediza, por eso se hacen necesarias de nuevo las estrategias iniciales del cortejo para saber qué actitud tiene el otro. Se siembre de trampas, para ver si el otro cae, y así de ese modo se desvelen sus intenciones, su implicación. ¿Quién es aquella que amo?. ¿Si ella es lo que dicen, una espía alemana, además implica que es falso que me ame, también es eso parte de la representación? Si ella no es lo que parece por extensión él es nada, un ojo vacío, un hombre que no sabe ver, y que ama una mera ilusión: ¿es ella un rostro que ha superpuesto sobre un desierto vacío sobre el que simplemente ha caído?. En la bellísima coda se realiza, en un prodigioso ejemplo de condensación, la perspectiva de quien hasta entonces era una pantalla difusa sobre la que forcejeaban las conjeturas. Sólo en un instante se había quebrado el punto de vista, como una fisura que ya dejaba entrever, por la mirada de la extraordinaria actriz francesa (que además mira hacia el fuera de campo, como ella se ha convertido en un incierto fuera de campo para el hombre que ama), lo que en esa coda se desvela: lo que ella siente, cómo se ha sentido, por qué actuaba como actuaba. Queda entrevisto lo que pudiera haber propiciado otro relato alternativo desde su perspectiva. Y queda la dolorosa huella de la dificultosa consecución de una alianza sin que entren en juego los torbellinos de las tormentas de arena que convierten el territorio de los afectos en una contienda o una espesura difusa que quizá sea la cuenca de nuestro propio ojo vacío. Alan Silvestri compone una notable banda sonora

El increible hombre menguante

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Ese singular fenómeno que llamamos vida está definido por cómo nos relacionamos con ella. Sobre unas medidas y proporciones que adquieren los rasgos del hábito y la adaptación (después viene la mecánica inercia). Quien se interroga quiebra los engranajes, pierde el paso o impulsa otro tipo de paso. Pero ¿y si un fenómeno fuera de lo corriente te precipita en una situación fuera de toda medida o proporción de relación con la realidad? Miras de frente y ves una nube que se aproxima, y la pantalla de la realidad se modifica, y puede ser el rostro de un gato o los rasgos de una araña. Quizás sientas que ya la carencia de límites, pues sobre límites instituidos configuramos nuestra relación con la realidad, es una prisión.¿Cuáles son los barrotes de nuestra celda, los límites que imponemos o la mutabilidad de la relación con el entorno, la pérdida de centro? Es lo que le sucede a Scott (Grant Williams), que descubre que está menguando, en 'El increible hombre menguante (The incredible shrinking man, 1957), de Jack Arnold, con guión de Richard Matheson, que adapta su propia novela.
Primero, Scott percibe que la ropa le viene grande. La relación de adaptación a la realidad se realiza sobre ajustes, cómo te vistes la realidad, las medidas son las adecuadas, todo funciona en su adecuada proporción. Si hay desajuste, la relación entre el yo y la realidad se desestabiliza. La desestabilización pudiera posibilitar la modificación de percibir y habitar la realidad. Cuando los médicos informan a Scott de que su anómala degeneración, su mengua, fruto de una aleatoria combinación de radiación y sustancia fumigadora, parece irremisible, su esposa, Clarice (April Kent), le dice que le apoyará en todo momento sea cual sea la derivación de su degeneración, encuentren o no una cura. La sonrisa confortadora se demuda cuando a Scott, en ese instante, se le cae el anillo de casados. La voluntad se ve demolida por la ineluctabilidad de una certeza, La firmeza de los sentimientos se ve derrumbada por la impotencia, por la desesperación que irá transfigurando la forma de relacionarse con quien ama como se acrecienta progresivamente el desajuste de proporciones entre los dos que se aman. Uno y otra ya habitan la realidad de un modo diferente, desde perspectivas que cada vez divergen más. Scott siente que se aleja, que se reduce su posibilidad de relación con el entorno. Se ve como un adulto con estatura de niño, o desde otra perspectiva, como un enano en un mundo de gigantes. Es una anomalía, un monstruo, una atracción de feria. Su último reducto de relación con quienes le rodean son enanos en una feria. Pero también pierde contacto con ellos, cuando su mengua prosigue, distanciándole de unos y otros.
La distancia define progresivamente su vida, con respecto a la realidad que consideraba familiar, con la que se reconocía, en la que se sentía pieza entra otras piezas de un engranaje que transmitía ilusión de certeza, previsión y familiaridad. La alteración de relación con la realidad se radicaliza. La normalidad se ve transgredida. Ya no se habita el mundo como la realidad consensuada por aquellos que se sienten integrados, normales, sino que es un Otro. La relación con otras criaturas se modifica. Su gato ya no es alguien a quien arrulla antes de dormir sino un amenaza que quiere devorarle, o jugar con él, como una aleatoria encarnación del destino que se descubre ahora caprichoso. O debe enfrentarse con una araña por el dominio de su propia realidad. El sótano de la casa se convierte en escenario transfigurado, inhóspito, en el que debe extremar sus reflejos de supervivencia para no desaparecer de una existencia en la que ha empezado a ser invisible. En una realidad modificada, por variación de proporciones, una caja de cerillas puede ser el compartimento en el que poder refugiarse para dormir, un lápiz ser el objeto sobre el que sostenerse cuando le arrastran las aguas hacia el colector, una aguja la espada con la que combatir a la araña, un hilo la cuerda con la que ascender por un cajón, unas tijeras el lastre con el intentar arrastrar a la araña al vacío tras clavarle una aguja que ha convertido en garfio al que va atado un hilo que une a las tijeras.
Y decrece, y decrece, hacia el infinito, sin límites. Es nada y es otra cosa, y tiene que buscar el sentirse algo. Y eso conlleva una relación con la realidad, con la vida, que implica modificación de adaptación continúa para sobrevivir. Porque la realidad ya es un espacio hostil de modo extremo. Ya no podrá encontrar la placidez de la inercia establecida de la adaptación y ajuste a unas medidas y proporciones. Su relación con la realidad no dejará de alterarse. Y así será hasta el infinito, hasta que un día desaparezca cuando quizá se enfrente a una bacteria. Pero mientras, en el proceso de asunción de la naturaleza cambiante de su relación con el entorno, de adaptación a la permanente y sucesiva modificación en abismo de la adaptación a la realidad, Scott ha encontrado cómo sentirse algo, alguien, infinitesimal e infinito a un mismo tiempo, en el hecho de luchar por su propia vida, por su propia existencia, da igual la medida o proporción en la que se relacione con la realidad.

Los inútiles

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Un carnaval, una fiesta de disfraces, no es más que el ilusorio interludio que oculta las insatisfacciones y frustraciones. La imagen de un ebrio Alberto (Alberto Sordi), disfrazado de mujer, sosteniendo el espantajo de un cabezudo, como si fuera su reflejo, condensa su escisión, la configuración de su vida sobre el autoengaño y la evasión, una imagen deformada de una vida cotidiana entretejida con vanos rituales que demoran el enfrentarse a las propias carencias. Por un instante, Alberto siente vértigo. Por un instante, se abre el telón como se levanta la costra de una herida. Su vida es un escenario en el que transita ensimismado, como quien cree que clava con un alfiler el tiempo. Pero este se fuga, como su hermana desaparece de su vida, no de escena. Hasta ahora las reprimendas a su hermana eran parte del repertorio en que había constituido su vida, hijo convertido en mascota de su madre en la que se refugiaba mientras dejaba su vida desperdiciarse en vanos recreos, y fútiles disipaciones, como un adolescente que no es consciente de que ya no lo es pero aún vive y actúa como si lo fuera. Sus reproches a la hermana, para que no hiciera daño a la madre, con sus amores clandestinos, no eran sino una complementaria forma de autoengañarse, como adolescente que se cree que actúa como adulto. Alberto es uno de los 'vitelloni' de 'Los inútiles' (I vitelloni, 1953), de Federico Fellini.
Ennio Flaiano, uno de los guionistas junto a Fellini y Tullio Pinelli, comentó que el término 'vitelloni' era una deformación de 'vudelloni', el intestino largo o persona que come mucho, un hijo que sólo come pero no produce. Son jóvenes sin empleo que viven de la familia. Su estación estelar es el verano, en el que dan rienda suelta a su gusto por los placeres epicureos, y permanecen en hibernación durante el resto del año. Viven fueran del tiempo, como si no fueran conscientes de su discurrir, como si renegaran de dar el paso a la vida adulta que implica asunción de responsabilidades. Su modelo y guía es Fausto (Franco Fabrizi), el seductor que afanósamente intenta conquistar a cualquier mujer que le resulte atractiva (y el espectro de posibles no deja de ser amplio), despreocupado de las consecuencias de su seducción. Fausto no ha tenido que vender su alma para alcanzar la inmortalidad. Vive felizmente sin los escrúpulos ajenos a la noción del paso del tiempo, como quien aún se siente inmortal. La sucesión de avatares que sufre a lo largo de la narración no dejan de reflejar ese forcejeo entre su inclinación a la inconsciencia del niño o adolescente irresponsable y una realidad que no deja de de llamarle al orden, como un carraspeo que se convierte en reglazo en los nudillos.
Fausto deja embarazada a la hermana de uno de sus amigos, Moraldo (Franco Interlenghi), por lo que se ve forzado, por la presión del padre, a convertirse en un adulto, en alguien útil, al asumir sus responsabilidades casándose con ella. Pero en cada recodo de su trayecto vital se encuentra con una tentación que no puede desaprovechar. Significativamente, la primera será en una cine. Fausto no se resigna a vivir en la cruda realidad, sino que desea seguir sintiendo que es protagonista galán en una pantalla. No puede asumir que su vida se fosilice, como un objeto apartado ya convertido en antigualla porque renuncia a la vida, por lo que también seduce a la esposa de su jefe en la tienda de antiguedades donde trabaja. Una y otra vez, como un niño travieso deja la mano que le agarra y echa a correr tras una fantasía, pero vuelve al redil, a la relación que le confronta con sus responsabilidades, al hecho de que ya no sólo es hijo sino también padre. Por su lado, el entusiasta escritor, Leopoldo (Leopoldo Trieste), colisionará con la real y siniestra condición de ese mundo idealizado del arte a través del inquietante actor, Sergio (Achille Najeroni), quien deja palpable que el acceso a la ilusión pasa por la sórdida condición del intercambio. Absorto y arrobado en la lectura de su obra, la pantalla de su sueño, alza la mirada y descubre que ambos son dos figuras solitarias en la intemperie de la noche, que aquel que parecía escucharle y que podía posibilitar que su sueño se hiciera realidad, le guiaba más bien hacia un rincón oscuro en donde dar rienda suelta al placer carnal. El cumplimiento de los sueños exige un peaje.
Inmovilidad o movimiento vital. Figuras inmovilizadas que contemplan desde la orilla la vida en la que no se deciden a sumergirse. Figuras que ignoran que dejan la vida pasar, inmóviles en las arenas movedizas de la peana en la que permanecen detenidos como estatuas (como ese camarero, a su vera, de mirada perdida, que hiede a vida truncada, mientras juegan una vez más al billar; o la talla del ángel que Fausto y Moraldo intentan vender en monasterios o conventos, cual precedentes de los estafadores de 'Almas sin conciencia'). Los componentes de este grupo de amigos, por un lado, viven en la autocomplacencia o ensimismamiento, y por otro se pliegan o se resignan a lo que la realidad inmediata les ofrece, adaptándose, subordinándose. Sólo uno de ellos, Moraldo (Franco Interlenghi), alter ego del cineasta, abandonará (o escapará de) este pueblo de provincias, esa Rimini natal del propio Fellini, que convierte en emblema emocional de la raíz que pudo haberse convertido en cadena. Moraldo mira hacia atrás en el tren que se marcha y hacia una vida que abandona, de la que se libera, y de la que se despide con añoranza, condensados en esos travellings de retroceso sobre cada uno de sus amigos en sus hogares, o prisión de provincias de la que no saldrán. En la estación sólo está presente Guido, ese niño de doce años que tiempo atrás con el que se había cruzado en plena noche. Mientras él retornaba de una de sus juergas, el niño se levantaba a las tres de la mañana para dirigirse a realizar su trabajo como ferroviario en la estación. Era el reflejo de lo que podía ser, su caustico reflejo distorsionado (las responsabilidades de ser adulto a través de un niño).
Paula, la niña en la secuencia final en la playa de 'La dolce vita' (1960) refleja por contraste la degradación de Marcello (Marcello Mastroiani). Su rostro demacrado sentencia la asunción de una renuncia, de una resignación a ser un vano espectro más sin conciencia ni escrúpulos, cualidades que no parecen tener cabida en la realidad que habita. Por eso, es ya incapaz de oír (entender) a Paula, emblema de la nobleza o inocencia, que le grita al otro lado del pequeño entrante del mar (como si fuera una herida ya imposible de curar, una distancia ya insalvable). En cambio, el niño Guido refleja, no sin ironía, la asunción y determinación de Moraldo de convertirse en un adulto, de ponerse en movimiento, de decidirse a configurar su propia vida y responsabilizarse de la misma, en vez de vivir estancado en una fantasía o subordinado a un escenario programado, esa vida predeterminada y restringida de acciones rituales que nos pueden atrapar en el cepo del hábito y la inercia, en la avenencia que es concesión, y desaparecer en la impersonal intercambiabilidad de ser uno más en los compartimentados ritos de paso de la vida. Los que hay que logran rebelarse, y protestar, o probar en otro lado, conscientes de lo real, de que el tiempo se fuga, y de que la vida no deja de ser un escenario, pero por lo menos se puede luchar por intentar configurar el propio, como Moraldo. Son, como el propio Fellini, los que alientan la posibilidad del cambio, la superación y la mejora del espíritu humano. Los que no dejan de dirigirse hacia delante sin olvidarse de mirar atrás. Los que se internan en territorios desconocidos sin olvidarse el equipaje de la memoria, porque en el contraste entre lo que se fue y puede ser se propulsa la reflexión que habilita los umbrales. Nino Rota compuso otra hermosa banda sonora en su larga y fructífera colaboración con Fellini.

Paterson

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Constantes y variables. Rutina y poesía. El día a día es como una línea de autobús con sus correspondientes y previstas paradas. Cada día realizas las mismas o parecidas acciones, los mismos rituales, despiertas junto a la mujer que amas, tomas ese desayuno que te gusta, estableces un semejante intercambio de frases con tu superior, por lo menos su sentido no diverge, realizas tu tarea de conductor, escribes algún poema que comienzas a escribir antes de arrancar y desarrollas sentado ante una cascada sobre la que destaca un puente, paseas al perro aunque no sea lo que más te apetezca, bebes una cerveza que puede ser otras tantas cervezas en el mismo mar, eres testigo de otros capítulos de la vida de los mismos personajes con los que te cruzas día sí y día también y conversas con la mujer que amas. En 'Paterson' (2016), de Jim Jarmusch, Paterson (Adam Driver) es conductor de autobús y poeta, es uno y otro, es inercia y es impulso, alguien que parece querer postrarse y alguien que sabe reaccionar como una cerilla que se enciende cuando se produce una circunstancia imprevista que parece peligrosa, como que alguien saque una pistola por despecho amoroso.
En la línea de puntos de la circulación de la vida se producen a veces rimas, y a veces no. A veces sientes que conectas, en otras no. Sientes que encuentras tu gemelo, que encuentras tu reflejo en alguien, o tu entorno, o la vida que llevas. O te siente fuera, ajeno, solo, desconectado, frustrado. Paterson se llama como el pueblo que habita. Paterson conoce a una niña poeta que ha escrito un poema sobre una cascada, como él escribe sus poemas,en un interludio que es respiración en el trasiego cotidiano, ante una cascada, como al llegar casa se percata de la fotografía de una cascada. La poesía no deja de ser encontrar la sensación de fluir en la entumecida circulación de la rutina. Hay millones de moléculas que varían mientras otras permanecen constantes. Paterson no deja de cruzarse con gemelos. Paterson encuentra en la mujer que ama, Laura ( Golshifteh Farahani), su gemela, su hogar. En cambio Everett (William Jackson Harper) sufre la desconexión, el abandono de la mujer que ama, y no logra asimilar que ese relato no tendrá continuidad, que la historia se terminó, que no habrá manera de reiniciar la conexión. No es su gemela. La realidad no se pliega a la voluntad o deseo siempre que queremos. Paterson se siente más bien conciliado con su vida, pero en cambio su superior no deja de relatar cada día una serie de contrariedades que amargan su vida.
La distinción, la singularidad, reside en tu mirada, en cómo extraes poesía, música, de cualquier detalle con el que te encuentras entre la espesura de constantes, son los fulgores de lo peculiar, los fulgores que tu misma mirada, tu percepción, convierte en música, poesía, sea una caja de cerillas que deriva en un canto de amor, tu percepción del tiempo que deriva en una reflexión sobre las diversas dimensiones y un uhm (siempre lo que se escurre entre las palabras y a las palabras) que es esa interrogante que no deja de encender tu mirada y percepción y te arranca y rescata del aturdimiento de parecer cautivo de una rueda que es siempre la misma como el mismo recorrido que realizas con tu autobús. Una cerilla se enciende, y sus letras parecen un megáfono, la mujer que amas, Laura, que se llama como la mujer que amaba Petrarca, te enciende, y te hace sentir que la vida se amplifica, parece que se habita de un modo singular y diferente, como esas cortinas que Laura diseña. Con Laura cada día parece singular como ella logra que el ámbito del hogar parezca distinto con sus ocurrencias. Es un dulce que anima el amargor de la rutina como esos dulces que ella cocina de diseño también tan peculiar. Es música, quiere aprender a tocar la guitarra, y te hace sentir que cada día aprendes a tocar acordes distintos.
En la línea de puntos de la circulación de la vida siempre hay la posibilidad de que algo se tuerza, como no entiendes que tengas que enderezar el buzón cada día que llegas a casa. Un día el autobús se puede estropear, y tener que interrumpir el trayecto. Un día te puedes encontrar con que Marvin, el perro ha destrozado tu libro de poemas, porque lo dejaste sin darte cuenta en un lugar expuesto: quizás por un despiste, aunque coincida con el día que habías prometido a la mujer que amas que ibas a imprimir tus poemas en vez de dejarlos postrados en tu libro secreto, no expuesto al mundo, como si quisieras permanecer recogido en tu rincón de pasajero de una línea de autobús en un pequeño pueblo, como te sientes tú, pequeño. Lo que sí sabes es que no te gusta ese perro aunque no sabes que es quien se dedica a inclinar el buzón un día sí y otra vez. No te gustaba pasearle, en la vida es inevitable que a veces tengas que pasear personas, dedicaciones, acciones que no te gustan. No todo se puede conducir como se desea en la vida.
¿Cómo miras tú y cómo mira Marvin? ¿Divergen ambas miradas o se reflejan?: Miras la cerveza cada día, y puede que te preguntes por qué una y otra vez, por qué es el mismo espacio encima de la cama cuando despiertas. Si la cerveza es sólo cerveza puedes quizás acabar sintiéndote como el que tuvo que asumir que la mujer que amaba no le correspondía. Una caja de cerillas es mucho más que una caja de cerillas. El espacio que ves una y otra vez cuando despiertas es también el de la mujer que amas que siempre despierta a tu lado, desnuda. Las conexiones se pueden realizar donde y con quien menos las esperas, a veces la vida te sorprende con imprevistos trayectos o no previstas paradas. Puede ser un hombre de otras tierras, un japonés que está de paso, en tránsito, como tú no dejas de sentirte a veces hombre en tránsito y hombre extraño de otras tierras. En el extraño encuentras un cómplice, un gemelo, una conexión imprevista, es un hombre que ama la misma poesía que tú, que escribe poesía como tú, que mira como tú, y que, precisamente en ese entorno que parece ser el emblema de que fluyes y encuentras conexiones, las cascadas y el puente, vuelve a darte cuerda, con el regalo de un cuaderno en blanco, y logra que arranques como un autobús que se estropeó por un cortocircuito eléctrico, y tu mirada vuelve a reanimarse, a encontrar en los detalles de la vida, los pasajeros de la línea de autobús que conduces, los objetos que te rodean, la página en blanco en la que trazas la poesía de tu mirada singular. El uhm también es un ajá.

Midnight special

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¿Qué sabemos ver? ¿Cómo miramos? La luz no es salvación ni es un arma, la luz simplemente revela. Los límites de la realidad en buena medida corresponden a los límites de la percepción. No se quiere mirar a un fuera de campo que es incógnita de posibles. Se quieren respuestas, y las respuestas se asemejan pronto a los juicios, a las condenas, a las mullidas liberaciones que eximen del esfuerzo de las interrogantes que buscan el discernimiento. ¿Cómo desciframos lo real? Por lo tanto, qué realidad construimos. ¿Qué necesitamos, qué anhelamos, cuáles son los límites que nos imponemos, que no sabemos ni queremos superar?. 'Midnight especial' (2016), de Jeff Nichols comienza con el plano de un esparadrapo que tapa la abertura de una mirilla. Y culmina con una mirada que sonríe, una mirada que mira hacia un fuera de campo que es luz de amanecer. Su cabeza está cubierta de pequeños esparadrapos. Pero la mirada ya logra ver, ve la luz porque ya sabe cuál es su materia, su 'posibilidad'. 'Midnight special' sigue el trayecto de una luz que es perseguida. Sigue el trayecto de la liberación de una luz abocada a la noche, aquella que está prisionera de la espesura de nuestros límites. Sigue el trayecto de una luz que evidencia qué poco sabemos ver de lo que hay a nuestro alrededor, perdidos en miradas que sólo ven armas o buscan salvaciones, o simplemente no saben ver porque no se preocupan de ver, porque ya no hay inquietud en este mundo de miradas ensimismadas. Si hay realidades que no somos capaces de percibir, Nichols construye el relato sobre la incógnita y la insinuación.
En primer lugar, el enigma que se convierte en motor y cuerpo de la narración. Pronto,se logra intuir la condición singular, más bien insólita, del niño de ocho años, Alton (Jaeden Lieberher). La primera vez lo vemos es una luz, proyectada por la linterna que porta, bajo una sábana, como un fantasma. Las apariencias, por lo que lo transmite el medio televisivo, son las de un secuestro, realizado por su padre, Roy (Michael Shannon) con la complicidad de su amigo, Lucas (Joel Edgerton). Para una secta, con la que vivía desde hace dos años, es una pieza transcendental, una entidad simbólica que representa la salvación ante un inminente apocalipsis. Por lo tanto, por su utilidad beneficiosa, como mercancia religiosa, debe ser recuperada. Para tal propósito, cualquier medio es válido, incluida la violencia, aunque tenga que ser ejercida por quien no está acostumbrado a ello, alguien, como señala, que es sólo un electricista. Pero la misión, por lo tanto la subordinación a un propósito elevado, implica la enajenación (una realidad falsificada para el ser común para alimentar su ilusión de singularidad aunque sea mediante la posición privilegiada en un apocalipsis: no es nada en esta vida, pero será alguien especial en ese imaginario tránsito). Para el gobierno es, en cambio, una amenaza, una posible arma. Su capacidad de leer signos y coordenadas de los archivos secretos gubernamentales suscita la suspicacia sobre cuáles son los propósitos, aunque les desconcierte sobremanera que sea un niño de ocho años quien es capaz tanto de hablar diversidad de lenguas como de saber, de un modo enigmático, esos datos que nadie debe ser (una realidad conveniente, de dramaturgias secretas del teatro geopolítico, que se mantiene oculta para el ser común). Para unos y otros el niño representa algo, salvación o arma.
Progresivamente la condición insólita del niño, sobre el que las interrogantes se escurren, se irá evidenciando: esa potente luz que emana de sus ojos, por lo que debe vivir siempre en tiempo de noche; es capaz de reproducir en lengua hispana lo que un locutor de radio (que no se oye de modo explícito según nuestras capacidades auditivas) está diciendo; provoca que los fragmentos de un satélite caiga sobre la gasolinera (porque siente que le observan). Tiene la capacidad de escuchar y ver más allá de lo que cualquier humano pueda escuchar y ver. Transgrede la percepción que tenemos del espacio, de su (re)presentación: en un monitor se le ve en una posición, y en cambio a través del cristal se le ve en otra. Esa es su poderosa, y subversiva, condición, más allá de que el enigma se resuelva y se revele su pertenencia a una realidad que no vemos, pero está ahí, como una capa o nivel que quizás no veamos porque no sabemos ver.
En segundo lugar, la caracterización de los personajes principales se define por la insinuación y la sugerencia, más bien por la percepción de los talantes: Roy parece una sombra de expresión grave y pesarosa, un rostro permanente fruncido, de ahí el poderoso contraste con su expresión amplificada, sonriente, en el plano final. Ya se ha superado casi la mitad dela narración cuando se revela quién es Lucas y por qué acompaña a Roy, o cómo se unió a él, un amigo al que no veía en años, que un día apareció en su puerta y solicitó su ayuda. El detalle de que no dudara en unirse a él, por amistad, pese a las interrogantes sobre la desconcertante condición de su hijo Alton y su condición de perseguido por la ley, dice mucho de él, como bien expresa su mirada, compasiva, solícita. Es alguien que mira de frente, alguien que confía y se entrega. Los semblantes y los cuerpos de Roy y Sarah (Kirsten Dunst) que transmiten fragilidad, como si se hubieran recuperado de una conmoción, insinúan una realidad herida que les obligó a desprenderse de su hijo por circunstancias que les superaron, y que ahora intentan recuperar, como si se recuperaran a sí mismos, náufragos de una realidad que sacrificó la luz porque prefirió las suspicacias y la enajenación, las armas y las salvaciones de pantallas que son mero ensimismamiento. 'Midnight special' alza nuestra mirada para que nos asombremos con todo lo que nos hemos olvidado de mirar y de querer conocer. David Wingo, en una nueva cautivadora colaboración con Nichols, compone una magnífica banda sonora que se funde con la narración como una segunda piel

Dog eat dog

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'Justicia, antes buscaba ante todo justicia, pero ya busco lo mismo que todos, lo demás es palabrería'. Todo gesto resulta inútil, si la realidad ya es una espesa niebla, la niebla de una realidad desmoronada. Sueño o realidad, es irrelevante, como ya lo eran los sueños de los protagonistas a la deriva de 'Dog eat dog' (2016), de Paul Schrader, una precisa adaptación de la cortante narrativa de la novela de Eddie Bunker que a la vez se desmarca como una muy personal variación, un particular ajuste de cuentas por parte de Schrader, que no deja de ser un escupitajo que se sabe sólo dirigido a un viento que lo devolverá porque la justicia no es lo que prima. Y lo hace con una desenvoltura no precisamente habitual, desmarcándose de la austeridad y laconismo de su estilo, como quien redescubre las posibilidades formales de los diferentes recursos, del color y del blanco y negro, del montaje, de las distorsiones y los ralentíes, el encuadre mismo como un espacio maleable y moldeable,en una deriva narrativa, entrecortada, discontinua, de nexos seccionados, que se corresponde a la del trío protagonista, Troy (Nicolas Cage), Mad Dog (Willem Dafoe) y Diesel (Christoph Matthew Cooke), tres ex convictos que no han conseguido encontrar la estabilidad en su vida, la inserción deseada, y recurren de nuevo a los atracos o variados golpes de encargo, como si ya estuvieran condenados a habitar un bucle que les arrojará de nuevo, tarde o temprano, a la prisión, a no ser que la muerte violenta lo impida (ese cautiverio como una segunda piel ya se refleja en el mismo hecho de que porten uniformes de policía en uno de sus golpes).
No tienen ya conexión con el mundo, siquiera con las mujeres. El mismo Mad Dog mata a dos en la secuencia inicial; su trastorno, su condición terminal ya indica el abismo en precipitación en el que están sumidos, aunque aún Troy se engañe con la posible búsqueda de justicia, y Diesel soporte el desquiciamiento de Mad Dog como si no perteneciera a su misma realidad, como si no fuera el reflejo distorsionado de su propio desajuste con una realidad con la que no hay conexión. Ni siquiera cuando alquilan el cuerpo y la atención de unas mujeres logran un provisional momento de armonía; Troy se extravía en su ensimismamiento; Mad Dog echa irritado a la mujer que le hace la felación porque aburrida por la falta de reacción de su pene se dedica a mirar su móvil al mismo tiempo; y la que parece que encuentra en principio una relación más cabal, la que está con Diesel, se asusta, temerosa de una agresión, por cierta imprevista reacción susceptible.
En el final de 'Perros de paja' (1971), de Sam Peckinpah, otra película que muerde con rabia, el protagonista, encarnado por Dustin Hoffman, conduce en la niebla, y confiesa que no sabe ya dónde está su hogar. Ya estaba definitivamente perdido tras enfrentarse al reflejo distorsionado de la violencia que él desparramaba con su actitud y maneras aparentemente civilizadas, esa violencia permitida porque el puño no es visible sino que se escuda en el maltrato y desprecio de palabras y gestos. El desenlace de 'Dog eat dog' transcurre en una cerrada niebla. Quizás sueño o realidad. Da igual si se es abatido en la niebla en un enfrentamiento con varios policías, cuyos disparos no distinguen si es el delincuente que persiguen o una pareja de ancianos inocentes, o si se es arrastrado con crueldad, enganchada la esposa que oprime su muñeca a una de las ruedas, por un coche policial. De un modo u otro, el final es el mismo. No ha dejado de ser arrastrado por la vida, por una ley que no le ha permitido un mínimo resquicio para encontrar el lugar en el espectro legítimo de la sociedad, abocado a los turbios márgenes de los trabajos sucios con pasamontañas y escopetas de cañones recortados. A Troy le dicen en repetidas ocasiones que habla como Humprhey Bogart, pero no es una película la que vive, por eso es arrastrado o abatido. Schrader ha debido recuperarse de la decepción por la manipulación y alteración de montaje que sufrió su obra precedente, 'The dying of the light' (2014), convertida en anodino celuloide. A través de unos personajes en los que ha expresado su grito de repulsa, como fantasmas de su propia impotencia (probablemente, haya disfrutado como un niño interpretando al delincuente que les encarga los trabajos), se ha desatado con su obra menos contenida, un derroche exuberante que transforma la crispación en el desapego de una carcajada irónica que hace sangre con un mundo que poco sabe de justicia y sí mucho de vana palabrería.

Los comulgantes

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“Ojalá pudiéramos sentirnos protegidos, ojalá nos atreviéramos a expresar ternura, ojalá hubiera certezas en las que pudiéramos creer, ojalá creyéramos”. Martha (Ingrid Thulin) inclina la cabeza, la luz lateral perfila su rostro en penumbras. Se siente en la intemperie, aunque el espacio sea ilusión de certezas y protección, una iglesia. El hombre que ama, pero no le corresponde, el pastor Tomas Ericsson (Gunnar Bjornstrand) comienza la homilia, una representación más, una representación en la que él mismo no cree. Que la realice, una vez más, como un ineludible ritual, certifica su derrota y su miseria. El plano con el que concluye el relato de 'Los comulgantes' ( Nattvardsgästerna, 1963) le muestra iniciando lo que no es sino una impostura. El corte de clausura es seco, como un tajo, no hay ni títulos de créditos, como si fuéramos arrojados abruptamente a la intemperie de lo real, tras desentrañar, y abrir en canal la falacia de un relato religioso, con infulas de transcendencia, que se supone propicia ilusión de certezas y protección. Su transmisor amplifica la impostura. Ericson, no cree que exista continuidad tras la muerte ni que haya ninguna entidad divina con la que establece diálogo. No siente lo que manifiesta y predica. Vive de espaldas y da la espalda a los demás. Es un hombre hueco, la máscara de un hábito. El mismo urde la tela de su prisión.
Necesitamos que haya una continuidad en el relato de la vida, que tras la muerte prosiga la película o función, que no haya término, porque eso indica además que hay un designio, una finalidad, un sentido, como por ello creamos otro relato en el otro fuera de campo, el de la abstracción, en el que configuramos seres superiores, divinidades, demiurgos o directores de puesta en escena, o que tienen la capacidad de intervención sea durante lo que llamamos vida o como jueces y sancionadores en ese fuera de campo posterior, esa incógnita tras la muerte, que necesitamos siga siendo un campo de historias, por tanto de vida. El ser humano necesita creer que hay algo después, que no nos espera sólo el vacío, que el fin puede ser cualquier fin sin más, y en cualquier momento imprevisto. Por eso hay tantos seres humanos que necesitan de esas organizaciones religiosas, de credos y dogmas, que les hagan sentir que todo tiene un designio, que hay alguien tras el telón, da igual cuantas crueldades siga ejerciendo el ser humano, cuantas desgracias sigan produciéndose, no puede ser aleatorio, no puede pensar que todo depende de nosotros, de nuestra inconsistencia o incompetencia, o de nuestra capacidad de ser empáticos y razonables. Lo que sintamos o hagamos sentir no tiene que depender de si continúa el relato más allá de la muerte o de sí hay demiurgos que lo dotan de finalidad.
Quien se supone que debe propiciar esa ilusión de certeza y protección a los feligreses, a los que dudan y se sienten extraviados, a quienes sienten la desolación y el desamparo, se confiesa muerto en vida, desde que falleció su esposa. Es un hombre seco, árido, que siente que esa construcción divina en la que creía le ha abandonado. En la anteúltima secuencia, Algott (Allan Edwall), el sacrístán, comparte sus dudas sobre la pasión de Cristo, cree que se subraya demasiado el dolor físico que padeció. El sí sabe de dolor físico debido a su handicap, por la que recibe de por vida una pensión de por vida por minusvalía. Piensa que debió ser más terrible la desolación de sentirse no comprendido y abandonado por los que se consideraban discípulos, y por la divinidad que consideraba su padre. Ericsson escucha sin saber ya que responder. Sabe que él también expresó las mismas palabras que Cristo en la cruz, '¿por qué me has abandonado?'. Pero su silencio no es que corrobore su desamparo ante el silencio de dios, esa araña divina muda que él mismo considera inexistente, sino porque toma obscena consciencia de que él no es capaz de comprender a los otros como por su impotencia no ha dejado de abandonar a los que le aman o solicitan ayuda y guía. De manera de cualquier entidad divina es una construcción ilusoria, una falacia, él es una réplica humana de falaz divinidad. Es el ser humano quien ejerce el daño, quien no sabe transmitir ternura o alivio.
No fue de capaz de aliviar el desasosiego de un feligrés, Jonas (Max Von Sydow), para quien el mundo es ya una fisura abierta en la que es posible cualquier desgracia. Ha leído que los chinos son educados en el odio, y que disponen de bombas atómicas, por lo que siente que no está protegido, que en cualquier momento puede producirse la hecatombe. La realidad es pura incertidumbre y desamparo. Pero Ericsson sólo es capaz de vomitar su propia nausea vital, su escepticismo, su vacío emocional, su falta de creencia en nada. Como si él fuera quien necesitara desahogarse arroja sobre la fragilidad desesperada de Jonas su insatisfacción consigo mismo, su malestar y su asco. También escupirá su desprecio y repulsa a la mujer que desde hace dos años le ama, con quien mantiene una relación que es también una falacia. Todo el desprecio acumulado se lo arroja en el aula donde ella imparte clases a niños. Evidencia su nulo desarrollo emocional, su deterioro, alguien que no ha sabido crecer y desarrollarse. Desprecia sus atenciones y sus mimos, como el haberle atosigado con sus penalidades fisiólogicas. La enfermedad de la piel que ella sufría no deja de ser el reflejo de los eczemas interiores que a él le dominan. Para ella era él su sueño de transcendencia, y él que no siente ninguna la humilla con crueldad, remarcando, cual divinidad en la escala humana, que no sólo la abandona, sino que la desprecia.
La narración se desnuda a través de los rostros, de los gestos, primeros planos que escarban en las emociones desoladas de los personaje, a través de prodigiosos intérpretes que imparten clase magistral sobre la precisión expresiva de complejas emociones en colisión. Los fugaces exteriores transpiran temblor, frío, distancia. Junto al cadáver de quien se ha disparado en la cabeza por no soportar tanta desazón, el río resuena atronador. Las figuras se desplazan por el encuadre, los vivos acarrean el peso muerto de quien se salió de escena, porque descubrió la falsedad del escenario y no encontró protección alguna. El relato se abre con la minuciosa descripción de un ritual, de una película, de un escenario, la homilía que imparte Ericson. Cuando se ha vaciado el escenario, contempla la efigie de Cristo, y en voz alta destaca su ridiculez. Todo es irrisorio, incluso él mismo. Sólo quiere abandonar el escenario, en donde se siente atrapado en la red de una araña, pero a diferencia de Jonas, no se atreve. Se sostiene en el arrogante y autocomplaciente equilibrio de su bilis y su impostura. Aunque su miseria, sobre todo, es que no que sabe mostrar ternura ni transmitir alivio. Película íntegra

Peter y el dragón - Daniel Hart - 18 Elliot Gets Lost

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Este verano pasó desapercibida la apreciable 'Peter y el dragón' (2016), de David Lowery, autor de la excelente 'En un lugar sin ley' (2014). Un entrañable perro con apariencia de dragón que encuentra la conexión en su vida solitaria y aislada en un niño. En este caso somos el dragón, y el humano (que depreda la naturaleza, o que codicia el enriquecimiento a costa de lo que sea) es la bestia a combatir. Lowery delinea con estimable sobriedad una fábula no exenta de momentos conmovedores y una vibrante catarsis final. Daniel propulsa la emoción con una notable banda sonora.

Aloys

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Melancolía. Compartimentos vacíos. Estancias no habitadas. La vida debe estar más allá. Un cuerpo muerto en un féretro. Un cuerpo vivo de expresión fruncida que observa el mundo alrededor. Una mirada que aprieta los puños aunque parezca que observe. Una mirada como un bloque de cemento en los que parecen habitar otras figuras como él, quizá más vivas. Grabaciones de imágenes: señales de vida en el espacio exterior, ovejas, humanos, iguanas, gatos, diversas criaturas. Sonríe más a las ovejas que a los humanos con los que se cruza. Son otros, en un escenario en el que no se está. La fiesta está en otra parte. Pero ¿atrae realmente ser parte integrante de ese mundo?. Aloys (George Fredrich) es un detective privado. Observa el mundo desde la distancia, recluido en su propia cabina,en su propio compartimento, un espacio también vacío aunque esté integrado por muebles y un gato que necesita magnesio. O quizá sea él, no parece muy relajado. Su padre ha muerto, pero los signos vitales en su mirada parecen menguar, tan retenidos y crispados están. Aloys circula en un autobús, circula en la vida, las paradas no se diferencian, por eso, un día, se olvida de bajar en la parada que le corresponde. Por eso,despierta en el autobús ya aparcado en cocheras tras finalizar su trayecto. Quizá. Faltan la cámara y las cintas de sus grabaciones. Su mirada parece haber sido sustraída.
El ángulo de la vida puede ser otro, y alterarse aquel en que ya se parecía atascado por mucho que se mirara el mundo. Otra mirada que es, en principio, otra voz. Una voz femenina que dice haber cogido la cámara y las cintas de sus grabaciones. Aloys siente que han sustraído sus entrañas, pero quizás las está recuperando. Aquellas cintas son el rastro de su presencia en el mundo, la mirada que era, la mirada en la que se sostenía mientras retenía su grito, su soledad, su aislamiento. Al fin y al cabo, el mundo del exterior era un espacio distorsionado, como cuando miras a través de la mirilla. Aquella voz comienza a demoler su vida, como si arrancara las malas hierbas en las que estaba enredada como una niebla espesa que se adhería a la superficie de los cristales. ¿Quién es? Y la pregunta se expande en varias direcciones. Un boquete se abre, y su muerte en vida empieza a boquear, y su mirada a agitarse. El entorno es un umbral de posibles, con voces que parecen invitar a fiestas en las que sí sea desea estar presente. Quizá sea una vecina. Quizá sea aquella que miraba a través de la mirilla, o que le contemplaba en el ascensor. Quizá su cansancio sea el mismo que el suyo. Quizá sólo desee también postrarse y olvidarse. Quizá permanezca tumbado en el autobús como quien no desea bajar en la misma parada sino simplemente detenerse. La convalecencia de aquella mujer de nombre Vera (Tilde Von Overbeck) puede ser la suya.
La vida está en la propia mente, es donde se mueve, eso dice ella. Quizá todo esté en la mente. En la mente las fiestas son como uno desea que sean. Y un muro es un bosque. Y no hay límites, sino el desplazamiento que tu imaginación traza. El trayecto narrativo de la muy sugerente producción suiza 'Aloys' (2016), de Tobias Nölle, es el de un sueño, el de una mente que miraba desde la distancia y se sentía cada vez más alejada. No es que anhelara ser parte integrante de esa realidad alrededor, tampoco le motivaba ser parte de una fiesta que no encontraba estimulante. Por eso, desea circular sólo en su mente donde cambias el ángulo, y puede desplegar tu melancolía como un haz de luz a través de una voz en la lejanía que yace como tú esperando que los sueños se realicen algún día en vez de sentirse como una iguana tras una cristalera. Con la mente, puedes estirar la lengua y capturar el insecto que tu imaginación crea. La narración se enrosca y juega como un gato pese a que ya tenga mucho sueño.

Eternité

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Nacimientos, muertes, enlaces y alguna despedida. Son los acordes musicales que componen la narración musical de 'Eternité' (2016), de Tran Anh Hung. Una coreografía, una abstracción. Pasos de baile que modulan la condición finita, provisional, de la existencia. Pareciera que tal nervadura contradice al mismo título. La eternidad es la de la misma historia que se repite, con alguna que otra variante que dote de registro particular a cada vivencia, en la existencia de unos y otros, de una generación y otra. Vidas ordinarias que pueden ser múltiples, y por tanto casi intercambiables, en un siglo u otro. En este caso, casi como emblema, dos generaciones, en los inicios del siglo XX. Los personajes nacen, enlazan sus vidas con una pareja, por elección o no, crían sus hijos, sufren la pérdida de seres queridos, y mueren. Lo que les singulariza: la carencia de circunstancias precarias que dificulten sus vidas, por tanto carentes de las preocupaciones, correspondientes a la lucha por la supervivencia, que aporten trama conflictiva a sus existencias: por su acomodada y privilegiada posición económica, vida de mansiones y amplios jardines y playas de aguas tan cristalinas que parecen surgir de un sueño sublime, la actividad más allá de esas vivencias, se dedica a disfrutar del paso del tiempo, la lectura, tocar la guitarra, o algún que otro pasatiempo como el estudio de las plantas. Sus vidas se estiran en una mullida repetición. El tiempo casi se diría que no existe, no hay expectativa ni evocación, a no ser que un suceso trágico extirpe la compañía que conformaba el ritualizado paisaje cotidiano. Son seres estancos, con una vida apoltronada, que define la vida por la elementalidad de sus inquietudes y dedicaciones. Vidas intercambiables que no dejan huella, pero disfrutan del privilegio de no sufrir la agonía de cómo se cimentará su mañana. Pero ese paraíso no es inmune a los accidentes ni a las enfermedades, por lo tanto a los reveses, a la muerte prematura.
La composición musical alterna el retrato de estados de armonía con las fisuras de la tragedia. Su abstracción, su trama de cuerpos y emociones, transita y explora los senderos de Terrence Malick en 'To the wonder' y 'Knight of hearts'. El vaciado argumental es casi completo, los acontecimientos son las pérdidas de hijos por enfermedad, o la de un marido por ahogamiento o una esposa por no soportar un noveno parto. Hay alguna que otra despedida para quienes abandonan ese escenario para acudir a otro escenario puntual, una guerra, en la que fallecen, o a otro permanente por el que se opta como modo de vida, un convento. Son cuerpos que se desplazan (los mismos movimientos cuando eran niños o cuando son adultos, en la misma disposición), cuerpos que se sientan o cuerpos que se tumban, cuerpos que se desean, cuerpos que se contemplan. El retrato psicólogico se subordina a la condición de seres casi intercambiables que son ante todo contrayentes en un matrimonio o padres. O se condensa en precisos trazos de un modo singular, trazos que ya definen, y anticipan, toda una vida: un enlace es el abono de una planta, esta simplemente crece pero no deja de ser la misma: en el paseo posterior a la noche de bodas de Mathilde (Melanie Laurent) y Henri (Jeremie Renier), la voz narradora expresa cómo es y será el carácter de Henri. Toda una vida en un instante, porque toda su vida se condensa en ese mismo paseo, ese paseo que se dilatará durante años con la mujer que no dejará de desear, hasta que muere reventada por tantos partos. También se consigue ese alumbramiento de condensación efectuando un giro hacia el pasado tras la pérdida trágica (la espléndidamente modulada secuencia del ahogamiento: una entrada de mar que es una fisura en las rocas): la mirada que ha quedado desolada buscando el asidero en una evocación, o cómo también, el curso de la vida tiene su recorrido imprevisible, que se condensa en concisos trazos: la boda concertada se convirtió en sentimiento compartido.
Esos detalles estructurales son los que dotan de fulgor a la narración de 'Eternité', que forcejea, en delicado equilibrio, entre la rotunda luminosidad de sus momentos armónicos, que extreman la noción de lo dulce y bordean lo acaramelado (con sus tonalidades naranjas cálidas: secuencias que implícitamente inspiran la interrogante de cómo retratar la conciliación y la felicidad) y las afiladas sombras de la pesadumbre. Son en estos pasajes en los que brilla sobremanera el talento de este gran cineasta vietnamita que ha realizado obras tan excelentes, ciertamente más densas, y con más complejo relieve, como 'El olor de la papaya verde' (1993), 'Cyclo' (1995), 'Pleno verano' (2000) y 'Tokyo blues' (2010): la noche que pasa Valentine (Audrey Tatou) junto a la cama de la primera hija que pierde; su propio fallecimiento, ya anciana, como un suspiro que se desvanece en sueños, una vida que ha pasado de puntillas en su universo aparte, sobre todo desde que dejó de ser madre, la realización de estas mujeres; la agonía de Mathilde tras el parto, en compañía de su madre, y con la presencia al fondo de su desolado marido. Pese a la intensidad de esos puntuales momentos, en los que sí rehuye el énfasis, la delectación en la desgracia, no es una obra que duela, quizá por que irradia mucha luz, y esta habrá a quien le moleste demasiado en los ojos. Es una obra que celebra, y lo hace sin rubor, sin temer las salpicaduras de quienes se sienten más gusto con el cinismo y la amargura.

Melanie Laurent, Audrey Tautou y Berenice Bejo

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Melanie Laurent, Audrey Tautou y Berenice Bejo, protagonistas de 'Eternité', fotografiadas por Laurent Humbert para Madame Figaro (Agosto 2016)

Reseña en Dirigido de Twin Peaks - 25 años después todavía se escucha música en el aire

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Hay que celebrar la publicación en Drigido de la reseña, escrita por Quim Casas, sobre Twin Peaks - 25 años después todavía se escucha música en el aire. Extracto: Son 20 ensayos sobre espejos y reflejos, sociedades secretas, cuerpos y transfiguraciones, espacios y sonidos, el dilema del relato televisivo, las raices del miedo o esa posmodernidad televisiva que, según dice Daniel García Raso, nos pilló en pañales. De ahí que la influencia del trabajo de Lynch tardara tanto en germinar. La imagen sublimada y las múltiples referencias, como apunta Zárate. La perdida de la inocencia tras Pumberton y Oz, como refleja Israel Paredes Badia. Los personajes-abismo (o en abismo), como señala Laura del Moral."
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